El autor de El sonido y la furia se preguntó públicamente si Estados
Unidos merecía sobrevivir después del linchamiento de un niño negro. Hubiera
sentido espanto, aunque no extrañeza, frente a la figura del candidato
republicano
Autor:
Ariel Dorfman
Esa fue la pregunta que lanzó públicamente William Faulkner en 1955
cuando supo que Emmett Till, un joven negro de 14 años, había sido mutilado y
muerto en un pueblito de Misisipi por la osadía de silbarle a una mujer blanca
—un acto de linchamiento que constituyó un hito fundamental en la creación del
movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos—.
Esa pregunta no era la que yo esperaba plantearme en este peregrinaje
literario que mi mujer y yo hemos emprendido a Oxford, Misisipi, donde Faulkner
vivió la mayoría de su vida y donde escribió las obras maestras torrenciales
que lo convirtieron en el novelista norteamericano más influyente del siglo XX.
Habíamos estado planificando un viaje como este hace muchos años, viéndolo como
una ocasión para meditar sobre la existencia y la ficción de un autor que me
había desafiado, desde mi adolescencia chilena, a romper con todas las
convenciones narrativas, arriesgarlo todo como la única manera de representar la
múltiple fluidez del tiempo y la conciencia y la aflicción, instándome a que
tratara de expresar lo que significa “estar vivo y saberlo a fondo” en mi Sur
chileno aún más remoto y perdido que el desdichado Sur de Faulkner. Y, sin
embargo, esa pregunta acerca de la supervivencia de Estados Unidos es la que me
ronda al visitar el sepulcro donde descansa, hace 54 años, el cuerpo del gran
escritor, se me asoma cuando caminamos las calles que él caminó, es una
pregunta que no puedo evitar al recorrer Rowan Oak, la vieja mansión que fue
para él su más permanente hogar.
El escritor condenó
los prejuicios raciales y la paranoia de sus coterráneos
Puesto que, si el autor de El sonido y la furia estuviese
vivo hoy, cuando su patria encara la elección más decisiva de nuestra época
turbulenta, donde un demagogo demencial aspira, insólitamente, a ocupar la Casa
Blanca, no cabe duda de que, ante “un momento incomprensible de terror”,
volvería a proponer esa dolorosa pregunta a los seguidores de Trump, retándoles
a rechazar una política de odio. Faulkner lo haría, creo yo, recordando a los
personajes de sus propias novelas que, poseídos por un exceso de rabia y
frustración, terminan autodestruyéndose a sí mismos y a la tierra que aman,
incapaces de superar el pasado oscuro y salvaje que han heredado.
Habría mucho, por cierto, en Estados Unidos de hoy que Faulkner no
reconocería. Aunque escribió sobre el dilema de los afroamericanos con notable
inteligencia emocional, describiendo cómo los descendientes de esclavos
sobrellevaron, “con orgullo inflexible y severo”, la carga impuesta por un
sistema injusto y corrosivo, este hijo del Sur de Estados Unidos, sospechoso de
los cambios drásticos, predicaba la paciencia y el gradualismo para vencer las
barreras del racismo. Un hombre que no alcanzó a escuchar el discurso de Martin
Luther King en Washington y al que le hubiera parecido inverosímil que alguien
nacido del mestizaje pudiera ser presidente, tendría poco que enseñarle a esta
América tan multicultural y atiborrada de nuevos inmigrantes. Igualmente
difícil para Faulkner hubiera sido entender a las mujeres del siglo XXI, cuya
emancipación y autosuficiencia feministas jamás anticipó.
Otros, menos envidiables, aspectos contemporáneos de Estados Unidos le
serían, sin embargo, tristemente familiares a Faulkner.
Hubiera sentido espanto —aunque no extrañeza— frente a la peligrosa
figura de Donald Trump. En su vasto y devastador universo ficticio, Faulkner ya
había creado una encarnación sureña de Trump, si bien en una escala menor: Flem
Snopes, un depredador voraz e inescrupuloso con “ojos del color de agua
estancada”, que sube al poder mediante mentiras e intimidación, burlando y
raposeando a los ingenuos que creen ser más astutos que él. Flem y su clan
representaban para Faulkner aquellos conciudadanos suyos que “lo único que
saben y lo único en que creen es el dinero, importándoles un carajo cómo se
consigue”. Si una caterva como la de los Snopes llegase a proliferar y tomar
las riendas del Gobierno el resultado sería, según Faulkner, catastrófico. Las
últimas encuestas indican que semejante apocalipsis electoral, salvo una
sorpresa estilo Brexit, es cada vez más improbable, pero el mero hecho de que
un ser tan patológico y amoral sea siquiera un candidato viable hubiera llenado
al autor de Absalón, Absalón de asco y
pavor.
Exigió a sus
compatriotas alzar la voz contra la injusticia, la mentira y la avaricia
Los adeptos de Trump suscitarían hoy una reacción muy diferente de parte
de Faulkner. Aunque era, para su época, políticamente liberal y progresista,
trazó con cariño y humor las vidas de aquellos que hoy constituyen —pido
excusas por tal generalización, siempre reductiva— el núcleo central de los
partidarios de Trump: cazadores y patriotas que temen una conspiración para
quitarles sus armas de fuego; hombres escasamente informados que se aferran a
una virilidad amenazada y tradiciones atávicas; habitantes de comunidades
rurales o económicamente deprimidas que se sienten sobrepasados por la marea
incontenible de la modernidad, indefensos ante una globalización que no pueden
controlar. Faulkner condenó siempre los prejuicios raciales y la paranoia de
estos desconcertados coterráneos suyos, pero nunca fue condescendiente con
ellos, acordándoles siempre aquello que deseaban con fervor tanto ayer como
hoy: el respeto hacia su plena dignidad humana. Faulkner hubiera comprendido
las raíces de la desafección de esa gente a la que le tenía tanto apego, la
desazón irracional de muchos norteamericanos de raza blanca ante el asedio a su
identidad y privilegios.
Es lo que hace hoy tan valiosa la voz de Faulkner.
La simpatía que manifestó este novelista insigne y sofisticado por los
pobladores menos educados, religiosamente conservadores, de su imaginario
condado de Yoknapatawpha, el hecho de que prefería la compañía de esa ralea
popular y menospreciada a las tertulias y el elitismo abstracto de
intelectuales exquisitos, lo hace el emisario ideal para abordar a los
sostenedores de Trump con un mensaje en contra de la intolerancia y el miedo,
un mensaje desde más allá de la muerte que no contiene ni un mínimo dejo de
paternalismo o desdén.
Al contemplar el diminuto y frágil escritorio del estudio de Faulkner en
Rowan Oak donde compuso el discurso que pronunció para la graduación de su hija
Jill en el colegio local, oigo el eco de esas palabras tan pertinentes para su
país actual. Urgió a esos compañeros de clase de su hija a transformarse en
“hombres y mujeres que nunca han de rendirse ante el engaño, el temor o el
soborno”. Les dijo, y lo reitera empecinadamente a sus compatriotas en 2016,
que “tenemos no solamente el derecho, sino el deber de elegir entre el
coraje y la cobardía”, exigiéndoles a “nunca tener miedo de alzar la voz en pro
de la honestidad y la verdad y la compasión, y contra la injusticia y la
mentira y la avaricia”.
¿Caerá Estados Unidos en el abismo y el desconsuelo?
¿Se encuentra hoy este país marchando fatalmente a un destino trágico,
como tantos personajes implacables de Faulkner, o sus ciudadanos tendrán la
sabiduría para probar en forma contundente y avasalladora que, en efecto, su
país merece sobrevivir?
Ariel
Dorfman es escritor. Allegro es su
última novela,
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