Preguntas que me hago en el salón de clases


Foto: José Zambrano
José Javier León
Maracaibo, República Bolivariana de Venezuela
IBERCIENCIA. Comunidad de Educadores para la Cultura Científica

¿Cómo hacer frente a la volatilidad de las redes en el salón de clases? ¿Cómo hacer que pese, lo que cada vez más tiende a la inmaterialidad, a la ingravidez? ¿Cómo hacer que se adense lo que al contrario, tiende a evaporarse?

Estas preguntas las hago contraponiendo el tiempo del libro al tiempo de las redes. La lectura del libro de papel digo, requiere un cuerpo, un tiempo y un espacio, distintos a la lectura a través de dispositivos electrónicos. Y lo distinto apunta sobre todo, a una forma de manejar el conocimiento desde la cultura libresca que difiere del conocimiento al que se accede desde plataformas digitales. El libro exige cierta linealidad, desafiada si se quiere por pensadores, escritores, filósofos, que soñaban ser leídos de manera aleatoria y fragmentaria, contradiciendo –como si se tratase de una aventura del espíritu- el peso del libro como tal para ganar la magia de lo efímero; pero finalmente se imponía la gravedad, la densidad, la materialidad de las relaciones que nacían en el libro e irradiaban a los demás libros. La lectura digital, para llamarla de alguna manera, tiene de suyo la fragmentación, la desconexión interconectada, las relaciones que nacen en instantes que se borran, que desaparecen, dejando tras de sí destellos, referencias leves, sugerencias que se difuminan frente a presencias que se deslizan de la luz de las pantallas a la nada inconsútil.

Para decirlo de otra manera: el libro permanece; la lectura digital, vuela.

Lo esencial de este dilema es que el conocimiento es francamente distinto, se construye de muy distinta manera, si lo asumimos desde el libro físico o si, al contrario, elegimos los dispositivos tecnológicos. Y ciertamente es, desde lo contrario, porque son dos formas divergentes de asumir el tiempo, el cuerpo, y el tiempo del cuerpo. Reflexionar sobre ello es de lo más urgente, aunque parezca que la causa está perdida, que es una discusión demodé.

No lo creo así si entiendo que cuando nací, reinaba el libro. Mas hoy, desde mi intemperancia de sujeto abatido por el tiempo digital, asisto a la desmaterialización de la cultura, un proceso que acontece frente a mis ojos y que debo manejar y sortear. Pero sobre todo, pensar atendiendo a los problemas futuros, una vez que según observo, vemos disolver el cuerpo, fragmentarse y desliarse de los otros hasta borrarse en la inanidad. Por eso creo, la palabra inteligencia deriva desde los aparatos cada vez más inteligentes, hasta la inteligencia artificial, que ya existe sin nosotros, que fuimos y ya no seremos.

Hablo pues desde una perspectiva de docente formado, educado, acuerpado por el tiempo del libro y que se formula preguntas que recrean, reformulan, recuerdan la disyuntiva platónica del libro frente a la oralidad. En efecto, frente a la oralidad, el libro expandió la memoria. Pero, frente al libro de papel, el dispositivo electrónico borró el cuerpo. Y con él, todas las relaciones en las que este participaba, que dependían del cuerpo para ser.

Leer hoy, digitalmente, en buena medida prescinde de nosotros. El “libro” no existe previamente a nuestra elección, esta parece estar está sujeta a pulsiones que se organizan al instante, que preceden pero en estado de fragmentación caótica y que ganarán estatus de presencia cuando cierto azar las selecciona, y se deslizan hasta desaparecer bajo criterios desconocidos, incontrolados, hechos al momento para el momento.

No me cabe duda de que estoy, en el salón de clases, frente a dos maneras rotundas y decisivas de entender, construir y participar en la formación del conocimiento. El libro, de donde vengo, existía antes del salón de clases y en este se materializaba con sus relaciones y consecuencias. Hoy, sometido a las redes, el libro desaparece, y sólo existe y existirá la presencia inmaterial de relaciones fugaces que se entrecruzan para delinear los contornos de un sujeto sin pasado que nos sonríe desde un presente –lo que dure la clase, la interacción presencial o virtual- que no pasa. Que no pesa.

Yo, para aprender algo, debía someter mi cuerpo al tiempo de lectura, acondicionar mi espesor vital a esa circunstancia. Hoy la verdad, no sé si estoy aprendiendo algo, más bien me in-formo, las cosas que me acontecen –buena parte y en muchos casos de manera definitiva- están sucediendo frente a mis ojos a través de pantallas, y yo no las estoy provocando sino que están ahí, ni siquiera esperando, sino en una suerte de océano totalmente desconocido para ser activadas con clics, con enlaces tan vertiginosos como innecesarios, tan gratuitos como fugaces. Es un conocimiento que no está hecho para durar, para permanecer, pero que permite eso sí, abrir-se- abrirnos a un día que se vive al día, como si fuese espontáneo y no fuera a durar.

De ahí que muchas de las cosas terribles que acontecen, para la conciencia de quien las vive a través de las pantallas, se borren apenas llegue otro día con sus pulsiones, con sus azares luminosos, con sus relaciones que nos llevan de una a otra cosa siempre más allá, mientras permanezcamos en el acá rodeado de nada que es la pantalla. Las relaciones que se construyen más allá de las pantallas corresponden a una cultura y a un cuerpo libresco hoy en franca disolución. La cultura y la memoria de papel nos hablan de un pasado que se expresa en el presente; pero los dispositivos tecnológicos y sus “memorias” nos hablan de fragmentos que pueden o no estar conectados pero que en lo esencial, tienen su propio tiempo y espacio, una realidad digamos propia que no es en la que vivimos ni la que padecemos. Por eso, frente a las pantallas, somos otros.

Se dirá que frente al libro también lo éramos, pero este Otro (aquella otredad romántica, sin duda) estaba hecho de nosotros; el otro frente a la pantalla, en cambio, es un desconocido absoluto, una nada que aparece y desaparece sin dejar huella, apenas trazas manifestadas en archivos temporales (-temp) que dan cuenta de una navegación que desaparecerá con un definitivo reset.

Ese otro está frente a mi en el salón de clases, presencial o virtual. ¿Cómo puedo evaluarlo, si apenas puedo leerlo, verlo? El conocimiento que, a mi pesar, lo está in-formando, vale decir, le está dando forma ¡yo lo sé!: no depende de mí. Y este saber mío no es siquiera una virtud sino la constatación de una realidad. Yo que vengo del libro, estoy sometido al poder de las redes, a la construcción de saberes que se borran, de pasados que no se adensan en el presente y que construyen en ausencia futuros para otros completamente desconocidos. En otras palabras, ¿a quién le estoy dando clases? Y ese gesto, antiguo, “dar clases”, ¿qué significa, frente a un hacerse, construirse y deconstruirse, en las pantallas?
Foto: José Zambrano



Prefiero preguntarme una y otra vez todas estas cosas –antes que dejar pasar y dejar hacer como si nada estuviera sucediendo, como si montarse en la ola de las tecnologías fuera como surfear y ya- porque me interesa la educación, la escuela, el futuro, el conocimiento, el mundo tal como lo conozco, pero también por lo que creo, y avizoro, como desconocido. Ese mundo que se abre al horror vacui. Lleno de vacío.

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