César Seco refiere en su libro Árbol sorprendido, su trato con la
epilepsia. El comentario que sigue sólo busca hacer énfasis en tal relación.
1
Hoy escribo desde otro lado,
muerdo mi lengua.
La poesía nos habla con los restos,
con los escombros del idioma. Se alimenta en los botaderos del sentido, allí
donde el habla y la escritura cotidiana tiran lo que ya han dejado o no usan o
no quieren usar. Lo que nos dice nos sorprende como lo hace la silla rota que
vimos alejarse en el camión del aseo y que, sin otra explicación que el hecho
incontrovertible de que se encuentra (de nuevo) en mitad de la sala, parece
reclamarnos su presencia, acaso nos habla de la poca importancia que le dimos,
de lo que hubiésemos perdido de perderla, de la falta que hace. A veces
aparece, pero no la silla sino su ausencia, de pronto sentimos la terrible
ausencia de algo que nos acompañó en la fatiga de los días, de algo que era,
que se había constituido en parte íntima de la casa, en un miembro más. Sin
embargo, sabemos que resulta siempre difícil deshacernos de una silla antigua,
heredada. Podemos relegarla a un cuarto oscuro, porque está muy gastada y no
hace juego con los muebles recién adquiridos. Eso es también un modo de botar
la silla, de deshacernos de ella. En otros casos, se conserva como un trasto
raro, de museo, una silla que ya no es para sentarse, que ya no es una silla.
La poesía trabaja con eso que cotidianamente
expulsamos, con el sentido relegado de las cosas, de las palabras. La poesía no
es novedosa, incansablemente pule los trastos viejos, los repara, les devuelve
el brillo, se esfuerza porque vuelvan (con nosotros) al curso ordinario de los
días.
El poeta habla de y desde ese sitio al
que ha sido expulsado con su única pertenencia: el ruinoso sentido de las
palabras. Allí muerde su lengua, que es como decir las palabras y como decir su
idioma. Mientras todos hablan, el poeta muerde su lengua, se calla
dolorosamente, grita. Por morder su lengua que es como decir las palabras es
que salta al otro lado, allí donde su dolor cobra cuerpo. El poeta muerde su
lengua, fatalmente la muerde para poder tragarla, pero también para que bote el
jugo, para saborearla, para saber a qué sabe, para saber que sabe. Todos tragan
entero, el poeta mastica, muerde las palabras. Todos (se) pierden el sabor, lo
pierden que es como decir que lo botan, que sería decir que no lo usan y
también, por defecto, que no lo conocen, que no saben y no pueden reconocer
(por desabridos, por insípidos) el sabor de las palabras, que es como decir que
no gustan del idioma. El poeta, silenciosamente, en secreto, se apodera de los
desechos, los hace suyos; son ahora su lengua, la otra.
2
Caí cuando estaba jugando
A esta hora llega la bestia con su espuma.
Estoy orando a ver si-se detiene.
Estoy
tranquilo.
La caída, esa reminiscencia sagrada,
nos condenó al desierto. Desierto que poblamos con palabras que intentan cerrar
la herida, acortar, borrar la distancia. El enfermo sabe que Dios lo mira. 6.0
sabe porque le duele el cuerpo, porque padece. El enfermo se acuerda de los
momentos de salud, ese paraíso. En los raros momentos -siempre raros y también
críticos- en los que el dolor se aleja, (el enfermo sabe que no está curado,
que el dolor está allí «como un hacha en la sombra») el enfermo se entrega a la
vida, vive, pero tenso. Con el enfermo -podemos decir con Kafka- «ocurre lo
mismo que ocurre en las profundidades del mar: no hay un solo punto que no esté
sometido a grandes presiones». Pero eso que es una fatalidad es también un
privilegio: «... cualquier otra vida es una ignominia y me provoca náuseas». El
enfermo se sabe «tocado por la gracia», la enfermedad lo arroja al umbral, y
desde allí atisba el Paraíso, sólo le basta para alcanzarlo ser tocado por esa
gracia absoluta que es como la muerte o el éxtasis. Sus palabras tienen algo de
Job, de queja resignada, de «muero porque no muero». Sólo el enfermo puede ver
el paraíso. Sólo el enfermo sabe que cayó. La herida, la distancia que lo
separa del Paraíso, es la distancia y la herida que lacera su carne, que
lastima su cuerpo. Sólo el enfermo conoce, sabe, tiene cuerpo. Las palabras que
le salen brotan de las heridas, por las heridas. No es él quien habla, sino lo
que puede, lo que logra salir de su boca semejante al grito, al quejido, al
susurro, a la queja. Sus palabras son más necesarias para él que para los
demás. Los demás lo oyen, pero con fastidio. Es que el moribundo es un
fastidio. Si se lo escucha se lo escucha por temor, o porque no perdemos nada. Cuando
el moribundo habla, como es siempre lo último, porque ya no tiene más tiempo,
lo que diga, todo cuanto diga, lo que sea, tiene la naturaleza del rezo, de la
plegaria, de la oración. «Suenan las palabras feas salidas de su boca. Verbos
suyos de sangre y de saliva». Si pide agua en la agonía es menos para calmar la
sed que para mitigar la muerte que lo abrasa. Pero esa agua que lo calma es inmunda,
es vinagre, viene de la muerte, esa agua es ya un poco la muerte, esa calma
absoluta. El moribundo, entonces, descansa. La oración actúa como el agua, como
los aceites de la extrema unción. Pero la oración como la escritura no es
alivio. Sólo trae la calma. La oración lo calma como el agua. El moribundo ya
puede esperar, su cuerpo comienza a aflojarse, siente venir, pero ya está
tranquilo, el último estertor, la bestia que trae la espuma, la niebla, la nada.
3
Así como está
Con una migaja de cielo
Así no lo quiere nadie
Vivo aún
No lo quiere nadie.
El enfermo lleva una marca que lo
convierte en un extraño, no es igual a los otros, algo pasó o pasa en él que lo
hace distinto, peligroso, que lo pone en peligro. El enfermo es un acento de la
peste. Rehuimos la mirada del enfermo. El enfermo ya no tiene nada que perder,
ya no vive, la enfermedad vive en él. Vive para la enfermedad. Le tememos a la
enfermedad ya lo que el enfermo dice. Como ya no tiene nada que perder dice la
verdad, se confiesa, nos confiesa. Abandona la doblez que nos rige en la
sociedad, ya no necesita parecer esto o aquello, no requiere que los demás lo
tomen por esto o por aquello, ya no actúa, ya no miente, la enfermedad lo ha
despojado de la máscara, de su persona. Ya no es una persona, es un cuerpo que
padece; la enfermedad lo vive y lo justifica. El enfermo se abandona, no opone,
ya no puede oponer resistencia, la enfermedad actúa por él, ella se mueve y lo
mueve. El enfermo sólo sabe que de un momento a otro el cielo se le abrirá en
la cabeza.
(Publicado en Al Margen, 2002)
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