José Javier León
Maracaibo,
República Bolivariana de Venezuela
IBERCIENCIA. Comunidad de Educadores para la
Cultura Científica
Enseñar a aprender; tarea
difícil. Porque antes se debe sortear el escollo no menor de aprender a
enseñar. Y aprender –enseñando, a su vez- a liberar pues sólo en libertad se
aprende. Sólo aprende quien enseña y sólo enseña quien aprende. Freire dixit.
Me ha tocado en suerte la tarea de enseñar epistemología en
una Universidad joven. Ya la palabra misma disciplinariamente hablando tiene su
historia y su tradición, y aunque es más herencia del griego que de la Grecia
antigua, se la usa más o menos como se conoce desde la Ilustración cuando
alborearon las disciplinas y emprendieron su viaje colonizador en el paquete
civilizatorio europeo para convencernos de que vino como el salmón remontando
los siglos hasta Sócrates, Platón y Aristóteles; hoy aquí enseñamos
epistemología revisitando someramente su empleo convencional pero con el fin de
darnos tiempo, de detenernos en las diversas formas que tenemos de pensar y
transformar el mundo y la realidad desde nuestras propias formas de conocer.
Y es ahí, desde esa toma de conciencia, de dónde surgen nuestros problemas ¿epistemológicos?
Para entender que no es exactamente la epistemología europea
romántica heredada del uso disciplinario de la Ilustración la que nos toca
enseñar, debemos pasar por el tránsito a veces doloroso de aprender a pensar
con cabeza propia. Sin embargo, ¿cómo aprender a pensar? ¿Cómo hacerlo de
manera autónoma, responsable, y en diálogo con el mundo?
Las herramientas las hemos heredado trasplantadas y como
injerto, afectadas por su inadaptación a nuestras realidades. Sin embargo, las
hemos asumido y enseñado, si es que enseñar sigue teniendo sentido, aunque no
haya rendido mejores frutos el esfuerzo.
Me explico: los problemas que afrontamos en la realidad no
pueden ser resueltos ni se resolverán con herramientas inapropiadas; de ahí la
desconexión de los centros educativos de la apremiante y dinámica realidad del
entorno, como lo recogen diagnósticos e informes de organismos nacionales e
internacionales. Por ejemplo, leemos en Replantear
la educación. ¿Hacia un bien común mundial?, Ediciones Unesco, 2015, pág.
63: “Crece la decepción en algunos segmentos de la sociedad y en algunos países
ante la ineficacia de la educación como vehículo para alcanzar una movilidad
social ascendente y un mayor bienestar.” O bien, como leemos en el informe de
la Unesco 2015 Situación educativa de
América Latina y el Caribe (págs., 66-67): “el hecho de que los países de
América Latina y el Caribe estén marcados por profundas desigualdades
económicas y sociales, tiende a impactar severamente a las instituciones
educativas. En ese contexto, la segregación social de las escuelas refuerza
dicho patrón, pues tiende a excluir relativamente a los sectores más
desaventajados de las condiciones promotoras de una mejor calidad educativa,
como docentes mejor calificados, condiciones favorables de convivencia escolar,
acceso a materiales educativos desafiantes. Adicionalmente, la segregación de
las escuelas refuerza la inequidad, por cuanto la evidencia muestra que los
compañeros son también un factor importante de la calidad educativa, y por
tanto el capital social, económico y cultural de las familias, disponible en la
escuela, se multiplica para los más privilegiados en la misma medida en que se
reduce para los demás” (OREALC/UNESCO, 2010; CEPAL 2007; Valenzuela, Bellei, De
Los Ríos, 2010).
He pensado que, en nuestro caso [recuérdese que escribo desde
América del Sur, desde una capital de provincia] tal situación reditada año
tras año, década tras década, respondió a un plan exprofeso. Se trataba,
precisamente, de que la escuela no fuera un actor decisivo en la transformación
de la realidad.
Un viejo maestro decimonónico, Simón Rodríguez, teorizó con
mucha energía al respecto y nos conminaba desde entonces rayano en la
desesperación a levantar escuelas útiles, donde los estragos sociales de la Colonia
fueran superados. Valga afirmar que su proyecto educativo no prosperó y se
impuso muy al contrario una educación eurocéntrica, afrancesada, para élites,
clasista, con una visión de lo popular que colocó en situación manumisa a las
mayorías depauperadas. En ese modelo “aprendimos” los rudimentos de una ciencia
sin aplicación ni aplicabilidad, sin imaginación ni creatividad, inatenta a la
realidad, en todo caso, ciega al diario acontecer, sin capacidad para leer el
pasado, comprender el presente ni descifrar el futuro. Una escuela, tuvimos,
tuve, sin proyecto y sin proyectos. Estudiábamos aferrados a la mnemotecnia, al
tiempo que desconocíamos lo necesario para transformar la realidad en función
de la satisfacción de nuestras muchas necesidades.
¿Por qué se dio esto? Porque contamos con la suerte o la
desgracia de tener inmensas riquezas naturales, especialmente en biodiversidad
y energéticas, que alimentaron por siglos las arcas privadas de los que
necesitaban que tal situación no se revirtiera, y una de las condiciones que
tal status quo exigía, era
precisamente que la escuela no corrigiera el desfase y continuara su curso “enseñando”
nada.
¿Cuándo empezamos a revertir esta situación? Cuando la crisis
energética, el modelo de desarrollo e incluso el modelo civilizatorio provocó que
los pueblos nos encontráramos a nosotros mismos y comenzáramos a emplear el
tiempo y el espacio escolar –subvirtiendo el orden tradicional de la escuela- para
traer a su seno los problemas de la realidad. Comenzamos a aprender a
aprehendernos.
Y en esa tarea estamos todos, estudiantes y docentes.
Comprendiendo juntos que la escuela está inserta, imbricada, relacionada con la
comunidad y que los problemas de esta son los de la escuela y viceversa. “Las
voces del Sur tienen que ser oídas en los debates internacionales sobre la
educación. Por ejemplo, en las comunidades andinas de América Latina, el
desarrollo se expresa mediante la noción de sumak kawsay, vocablo quechua que
significa ‘buen vivir’. Este sumak kawsay, que tiene raíces en culturas y
cosmovisiones indígenas, ha sido propuesto como concepción alternativa del
desarrollo y ha pasado a formar parte de la Constitución de Ecuador y Bolivia.”
(Replantear la educación… pág. 31)
La Universidad en la que trabajo nació con esta conciencia y
de esta crisis. ¿Cómo dar clases sin tomar en cuenta el contexto local,
nacional y global que ha determinado el tipo y el modelo de ciencia –los modos
plurales de conocer el mundo- necesario(s) para crear soluciones a los
problemas inaplazables de la realidad?
Porque, “Una auténtica educación es aquella que forma los
recursos humanos que necesitamos para ser productivos, seguir aprendiendo,
resolver problemas, ser creativos y vivir juntos y con la naturaleza en paz y
armonía. Cuando las naciones toman medidas para que una educación así sea accesible
a todos a lo largo de toda su vida, se pone en marcha una revolución tranquila:
la educación se convierte en el motor del desarrollo sostenible y la clave de
un mundo mejor” (Power, C., 2015, citado en Replantear
la educación… pág. 32)
Lo dicen como vemos, los informes al respecto, lo gritan las
agendas de los organismos internacionales. La realidad puede ser otra, desde el
momento en que los pueblos nos miramos a la cara y nos reconocemos como
hermanos en un mundo que puede estallar en mil pedazos.
Sólo el amor -por el conocimiento- podrá desactivar la
violencia y el terrorismo y hacer que nos reencontremos en el proyecto local y
global de salvarnos, salvando el planeta.
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