José
Javier León
Maracaibo,
República Bolivariana de Venezuela
Conocemos y usamos ese refrán con familiaridad, pero casi siempre
en contextos domésticos, cotidianos, pocas veces en asuntos de
¿mayor? envergadura, cuando lo que creemos verdaderamente importante
está en juego. Posiblemente, si en estos casos la usáramos, no sólo
otra sería la actitud en el momento particular, sino muy otra la
manera de abordar, de enfrentar la vida.
Estoy
convencido de que sólo se aprende de los errores. Pero lo obvio no
es lo más fácil de ver, por eso nos hemos acostumbrado a creer que
el éxito, la manera más afortunada de hacer las cosas, se logra por
una predisposición, por un talante y un talento casi natural, propio
de seres igualmente afortunados, que no cometen errores.
Esta
manera de ver las cosas supone que todo sale bien cuando se tiene
suerte y está todo prediseñado y preparado como si se tratase de
una conjunción astral. Aprendemos entonces como consecuencia no de
errar (de yerro) sino de que se tiene la complexión física y
espiritual para no hacerlo jamás, y si final y lamentablemente
ocurre, entonces será una señal de que estamos acabados,
fracasados.
Esto
se ha convertido más que en una ética en una ideología. Es la
“filosofía” del triunfo, que raya en la autoayuda y el new
age. No es nada nuevo por supuesto, pero me parece que amerita de
nosotros –docentes, madres y padres, y autoridades en general- una
mayor toma de conciencia para tratar de equivocarnos menos o mejor
que mejor, para aprender a equivocarnos y tomar a partir de los
yerros, las mejores decisiones.
Creo
que debemos incorporar los errores a los procesos educativos porque
verdaderamente sólo errando se aprende. Lo nuevo no puede aparecer
sino como contraste con lo viejo. Es decir, lo nuevo ocurre con
respecto a lo viejo, a lo que quedó atrás o a un lado. Así, el
conocimiento nuevo, que remueve los conocimientos anteriores, que los
desplaza o supera, ocurre porque ha ocurrido una diferencia, un
cambio, una transformación que se salió de lo convenido, de lo
inusual, de lo que no estaba programado.
En
lo trillado, acostumbrado y esperado no puede haber conocimiento por
descubrimiento. Sin embargo, nuestros programas están hechos para
repetir las lecciones e incluso para memorizarlas, y a eso se ha
reducido el aprender. Pero lo peor no ha sido dicho: nuestros
estudiantes aprobarán si repiten al dedillo la lección.
Lo
nuevo, si de verdad lo es, no es (del todo) conocido, de modo que en
un principio puede ser visto incluso como error. La historia cuenta
con muchos ejemplos de cómo algo que no se esperaba terminó siendo
un regalo del azar y una contribución a la humanidad. Eso debería
cambiarnos la mirada en torno a lo novedoso, pero ni ocurre así ni
se cultiva la creatividad que abre puertas a la sorpresa, a lo
inesperado. En educación debemos cultivar el riesgo y la aventura.
Muy
al contrario, se ha enseñoreado el acierto, lo intachable, lo
perfecto, que sólo puede ocurrir verdaderamente, cuando se ha
practicado y se ejecuta sobre una pista bien aprendida. El triunfo
instantáneo con el que nos engañan los prestidigitadores, ocurre
sobre la base de una experiencia oculta, sobre horas y horas, meses y
años de ejercicio tenaz… y de errores.
No
obstante, se muestra con vítores y colores, el triunfo, el efecto,
el logro alcanzado, el virtuosismo. La pieza interpretada sin fallas.
Pero ¿y detrás?
Detrás,
todo el trabajo, la dedicación, el esfuerzo, la acumulación de
desaciertos, que fueron tonificando el alma, dándole cuerpo a lo
aprendido.
Intento
decir entonces que la cultura del éxito nos borra el trabajo previo
de quien mucho debe equivocarse para aprender. Esa misma cultura, la
del éxito, denigra de los fracasos y las derrotas. De ahí, los
aplazamientos y la carga de desaliento que los acompaña, amén del
cuestionamiento social y lo señalamientos. Y lo que ocurre a escala
personal, se traduce a países enteros. En efecto, los que no asumen
las fórmulas del éxito están condenados a padecer hambre y
necesidades. Y el éxito es el que exhiben los bienaventurados, los
afortunados, los señalados por la providencia.
Sin
embargo, el error es la sabiduría a escala humana. Yerra el que abre
caminos, el que no sabe bien a dónde va, pero lo impulsan el amor,
las incandescencias de la certidumbre, el latido y el pulso de la
sospecha, de la intuición. Claro que se trata de una aventura y por
lo mismo, deberíamos acompañar y aupar a quienes se atreven, a
quienes dan la cara a lo desconocido, pero no por seres
excepcionales, sino porque expresan lo propio y natural de los seres
humanos.
Sí,
errar es de humanos y errar es caminar, avanzar.
De
ahí, el significado de ‘errancia’, que es andar vagando. Y vagar
es, según el DRAE: 1. intr. Tener tiempo y lugar suficiente o
necesario para hacer algo. 2. intr. Estar ocioso.
Por
cierto, ¿sabíamos de dónde viene la palabra ‘escuela’? Pues
viene de Skholè (σχολή) palabra griega que significa "ocio,
tiempo libre". Estar ocioso entonces –etimológicamente, que
es el rumor geológico de las palabras- es estar en la escuela.
Si
errar es de humanos, es de humanos vagar y de humanos el ocio que, a
su vez, está en el corazón profundo de la escuela. Errar no es
equivocarse sino caminar con los brazos abiertos al horizonte.
0 Comentarios