La transnacional Kellog tiene un poder y lo ejerce. Después de varias décadas instalada en Venezuela intenta hacer uso de su capacidad de manipulación y dice que se va del país para multiplicar la sensación de desconcierto, de “inseguridad jurídica” y no faltará quien en la confusión diga que esa es otra empresa expropiada.
A la manipulación han jugado siempre. Han apostado a cambiar el patrón de consumo del venezolano y Kellog impuso la costumbre gringa de desayunar cereales que ya vienen listos. Te sientas, comes y te vas corriendo, a la manera de la comida rápida y empaquetada, del fast food. No es lo más saludable pero eso es lo que hace creer.
Esa “costumbre” de comer corn flakes en el desayuno, o en la merienda, es reciente en el país. Se le hizo ver como la comida indispensable de las personas “inteligentes” y superiores. En cambio, se induce a la vergüenza étnica por el consumo de alimentos típicos y tradicionales de estas costas, como el plátano, la yuca, el topocho, el cambur –guineo-, la batata, el apio. Comer corn flakes es chic, pero cómo es eso de que tú te alimentas de raíces, como la yuca. Cómo es eso de que recoges los mangos para hacer jugos, o tomas papelón con limón, en lugar de una rica cola con la cual lo único que tienes que hacer es destaparla.
A partir del comienzo de la explotación petrolera se dio inicio a la transculturización –cambio de cultura- de la población venezolana. Llegaron los campos petroleros y el modo de vida made in USA, con sus costumbres, religiones y comidas.
Poco a poco fueron desembarcando las transnacionales de los alimentos y empezó la sustitución del patrón de consumo alimenticio del venezolano. Las llamadas franquicias como Kellogs, Nestlé, Gerber, Unilever, Procter and Gamble, Kraft, Pepsi, Coca Cola, y otras, se encargaron de ir moldeando el gusto y el sabor de la población. Así llegaron los cubitos dañinos para la salud, los enlatados y las colas.
El marketing haría el resto. La publicidad hace el trabajo de mover las mercancías e induce al consumo de lo que no se necesita o crea falsas necesidades. En lugar de alimentos se ofrecen seguridad emocional y sensación de poder. Todo se vende, incluso la inmortalidad. Eso sucede con los seguros de vida, los cuales según la conseja publicitaria, se compran porque “no es que se quiera evitar la muerte física, sino la perspectiva del olvido”.
Si la gente no puede elegir racionalmente, los especialistas en mercado se encargan de impulsarla a que elija irracionalmente, en forma emotiva. Se busca que el cliente se enamore del producto que le ofrecen y que tenga lealtad hacia esa marca, aunque en realidad el contenido sea similar al de cientos de marcas competidoras o, peor aún, su consumo no sea beneficioso para la salud.
Los hilos del marketing se mueven para que la ilusión óptica del bienestar nos alcance, “atrapemos la felicidad con Coca Cola”, todo se refresque con Pepsi, “te cambie la vida” con Direct TV, estés “a gusto con la vida” con Nestlé, “hagamos un día de hoy maravilloso con Kellogs”, “alimentemos la pasión por el deporte” con Harina Pan y permitas construir hogares con EPA.
No se venden productos, sino símbolos. Procter and Gamble ha ideado una personificación viviente de sus jabones. Los venden de distintos colores. Cada color simboliza algo. Los símbolos ofrecen prestigio, elegancia, belleza, oportunidad y mucho más. Con eso tienen. El sentido común se impone y vivimos, consumimos y elegimos de una manera.
El chantaje que ahora aplican algunas marcas, como Kellog, de retirarse del país y dejarnos sin sus productos, hace ver el riesgo que significa seguir esclavizados a la economía que imponen las transnacionales. Al mismo tiempo, nos colocan frente al desafío de volver a nuestras raíces, tradiciones agrícolas y recetas, para recuperar o volver a un patrón de consumo cónsono con nuestra geografía, economía y capacidades de producción.
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