(Orlando Villalobos Finol)
I
Los derechos humanos como contenido del discurso del
poder es un dato reciente o casi reciente.
En la explicación de Antoni Domenech, surgen a comienzos del siglo XVI, “como reacción a una
catástrofe civilizatoria ¡brutal!, que es la destrucción de las poblaciones
indígenas americanas, ¡ahí nace!, y vuelven como reacción a la catástrofe que
significó el nazismo y el fascismo. Los derechos humanos están vivos en Europa
entre 1521 y 1794, desaparecen con el final de Robespierre, la Primera
República francesa, con la derrota de la “democracia revolucionaria”. Vuelven a
reaparecer con la derrota del fascismo”.
Después
de lo que se conoce como termidor, la jornada de julio de 1794 que concluye con
la ejecución de Maximilien Robespierre y de otros revolucionarios franceses, y
el fin de la Convención, los derechos humanos desaparecen hasta 1948. Han
transcurrido 155 años; desaparecen del derecho constitucional mundial. “Los
derechos humanos son considerados como algo terrible, los derechos humanos es
el Terror, los derechos humanos es Robespierre, así lo dijo Burke, así lo dijo
Benjamín Constant: ‘Los derechos son un sin sentido, los derechos humanos un
sin sentido al cuadrado’”.
En su
disertación, Domenech utiliza la palabra Terror con mayúscula. De alguna manera
quiere que se resalte lo que en la Revolución Francesa se denomina el Terror,
que en realidad son dos jornadas intensas. En la primera, entre agosto y
septiembre de 1792, arrestan al rey, se eliminan órdenes religiosas y se
imponen leyes revolucionarias; en la segunda, entre septiembre de 1793 y julio
de 1794, se impuso un régimen de excepción, y miles de sospechosos fueron
juzgados y pasados por la guillotina.
Una explicación que merece ser tenida en cuenta nos
la da el profesor Antoni Domenech, con motivo de tres conferencias que ofreció
en la Universidad de Buenos Aires en mayo de 2009. La cita es precisa, pero
inevitablemente larga:
“La Segunda Revolución francesa que es tan
simpática, en 1848, porque vuelve la fraternidad, finalmente, no se atreve a
hablar de derechos humanos, habla de fraternidad, que era una palabra peligrosa
porque era el valor plebeyo, pero no se atreven a hablar de derechos humanos.
La Tercera República, de 1871, no habla de derechos humanos; la Primera
República española, por poner por caso, no habla de derechos humanos. Las
constituciones republicanas independentistas latinoamericanas, ¡ninguna habla
de derechos humanos! No la Argentina, no la chilena, que habla de abolir
los toros y la esclavitud, pero no habla de derechos humanos.
La mejor
de las constituciones latinoamericanas, con muchas diferencias, y tal vez una
de las mejores del mundo contemporáneo, la mexicana de 1917, no habla de
derechos humanos; la constitución de Weimar de 1919, tan avanzada en tantas
otras cosas, no habla de derechos humanos. La constitución de la Segunda
República española, tan avanzada, habla de que España renuncia a la guerra como
instrumento de política exterior. Es muy avanzada, ninguna otra constitución lo
ha vuelto a decir después, pero no habla de derechos humanos.
¿Cuándo vuelve hablarse de derechos humanos?
¡Después de la catástrofe del nazismo!, Y después de la derrota político
militar del nazismo, y el fascismo europeos. Entonces, en el preámbulo
de la Constitución de la República Federal Alemana, de 1949, dice que los
derechos humanos son muy importantes, los blinda, y dice que están por encima
de la propia constitución, de cuyo articulado viene a continuación. La técnica
de blindar las constituciones con un preámbulo de derechos humanos nace con la
constitución de la República Federal Alemana, o sea, en la Segunda República
alemana. La copia la constitución austriaca, la copia la actual constitución de
la monarquía constitucional española, y luego vino la gran “Declaración de
Derechos Humanos”, de la ONU en 1948. La revolución rusa, en técnica
constitucional, se inspiró en la mexicana. Es muy avanzada la constitución
soviética de 1918, en muchas cosas… a veces en cosas muy ridículas como que en
todas las asambleas generales esté garantizada la calefacción, tiene detalles
así, pero no habla de derechos humanos, es una cosa que se olvidó, ¡se olvidó!...
Vuelve después de 1948 por la catástrofe, terrible, que significó el nazismo y
el fascismo, y dicen que a esto hay que blindarlo, protegerlo a cualquier
costo, con acuerdo de Stalin; hasta
Stalin está de acuerdo con la “Carta de Las Naciones” en 1948”.
II
El
discurso del poder imperial se sustenta en una supuesta superioridad sobre los
otros pueblos y culturas. A partir de allí despliega su fuerza intimidatoria,
para hacer uso de su “derecho natural” para actuar contra los demás, en nombre
de la civilización, el progreso, el crecimiento económico y el desarrollo. Es
el discurso de la dominación que concede la potestad de tomar por la fuerza lo
que otros tienen; de invadir y de imponer bloqueos, gobiernos y de saquear sus
recursos.
¿Quién tiene derecho de injerencia, cuándo y cómo puede
hacerlo? ¿Cómo se puede justificar que Europa, a través de España y Portugal
invadan, persigan y sometan con crueldad a quienes consigan a su paso? Hasta
llegar a tiempos recientes cuando Estados Unidos y Europa lleven a cabo invasiones
en Libia, Afganistán, Irak, Siria y otros territorios.
Es este un debate antiguo que mantiene plena vigencia. Immanuel Wallerstein, en su libro “Universalismo
europeo. El discurso del poder”, sitúa sus orígenes en el contexto de la
llamada “conquista de España” que devino en el sometimiento de pueblos y
culturas originarias. “Al cabo de unos cuantos
lustros los conquistadores españoles ya habían destruido las estructuras
políticas de dos de los más grandes imperios de América: el azteca y el inca.
Inmediatamente, una variada banda de seguidores reclamaron la tierra y
pretendieron utilizar la mano de obra de las poblaciones en estos imperios y en
otros sitios de América, para por la fuerza y despiadadamente sacar provecho de
estas tierras que se apropiaron. Medio siglo después, una gran parte de la
población indígena había sido destruida por las armas o por la enfermedad”. (p.
16) Aplicaron una política de tierra arrasada.
Wallerstein anota que ese mezcla de superioridad, arrogancia
y prepotencia del discurso imperial –pan-europeo en sus palabras-, que da
lugar, ayer y ahora, a la barbarie conocida, se racionaliza en tres
formulaciones: 1. Se actúa en defensa de los derechos humanos para impulsar la
democracia; 2. La civilización occidental es superior y se basa en “verdades
universales”; 3. Es la defensa de las verdades científicas del mercado. Es la
única alternativa válida.
Este discurso del poder tiene su historia y
la oposición a él también tiene su historia.
Wallerstein se detiene en la confrontación entre el discurso
de Juan Ginés de Sepúlveda, que avala y justifica la prepotencia europea que
llega hasta nuestros días, y Bartolomé De Las Casas, un sacerdote que al
principio participó del sistema colonial de dominación, pero luego lo terminó
denunciando y combatiendo.
Ginés de Sepúlveda en su libro “Demócrates segundo. De las
justas causas de la guerra contra los indios”, publicado alrededor de 1545, resume las ideas que sirven para justificar el genocidio que los
españoles llevan a cabo.
La
primera idea de Ginés de Sepúlveda es que los indios son ''bárbaros, simples, iletrados y sin educación, bestias
totalmente incapaces de aprender nada que no sean habilidades mecánicas, llenos
de vicios, crueles y de tal calaña que es aconsejable que sean gobernados por
otros" (Wallerstein, 2007: 19-20). La segunda, es que "los indios
deben aceptar el yugo español, aunque no lo deseen, como enmienda y castigo por
sus crímenes en contra del derecho divino y natural que los mancilla, especialmente
la idolatría y la horrenda costumbre del sacrificio humano" (p. 19-20). La
tercera, es que los españoles están obligados por ley divina y natural a
"prevenir el daño y las grandes calamidades con que [los indios] han
cubierto —y que los que todavía no han sido sometidos al dominio español siguen
cubriendo— a un sinnúmero de inocentes que cada año se sacrifican a sus
ídolos" (p. 19-20). Y el cuarto era que el dominio español facilita la
evangelización cristiana al permitir a los sacerdotes predicar sin peligro.
Vaya cuatro razones. Son las que siempre se han utilizado
para justificar cualquier intervención de los “civilizados” o todo poderosos.
El peso de refutar teológica e intelectualmente el esquema
del discurso colonial lo asume Las Casas. El vino a América en 1502. Al
principio apoyó y participó del sistema instaurado de encomienda, que consistía
en el reparto de los indígenas como mano de obra forzada para favorecer que los
españoles administraran sus propiedades agrícolas. Pero era tanta la explotación
y tan inhumana que Las Casas vive una conversión y se dedica a denunciar las
injusticias del sistema colonial. Lo hizo con ahínco y de manera sistemática.
Escribió y publicó libros, se movió en el mundo palaciego, pero no consiguió
mucho. El Papa Paulo III emitió una bula, Sublimis Deus, que ordenaba que los
indígenas no fueran esclavizados y en 1543, Carlos V decretó unas Leyes Nuevas,
que incluían sugerencias de Las Casas, pero ambas resoluciones fueron
desatendidas, olvidadas y al cabo del tiempo suspendidas.
Esta historia es conocida, sin embargo, debemos nombrarla de
nuevo como reconocimiento al empeño de un personaje como Las Casas, quien dio
la batalla contra el colonialismo.
A la primera idea de Ginés de Sepúlveda, de que hay personas
bárbaras o que viven en la barbarie, Las Casas dijo que “si se define a alguien
como bárbaro porque presenta conductas bárbaras entonces ese tipo de personas
se encuentran en el mundo entero. Si se considera que alguien es bárbaro porque
su lengua no es escrita, dicha lengua podría escribirse, y al hacerlo
descubriríamos que es tan racional como cualquiera otra lengua. Si restringimos
el término bárbaro al significado de comportamiento verdaderamente monstruoso,
sin embargo, entonces cabe decir que este tipo de comportamiento es un fenómeno
bastante raro y en realidad se constriñe socialmente más o menos en la misma
medida en todos los pueblos” (p. 21).
En síntesis, Ginés de Sepúlveda pretende hacer extensiva a un
pueblo entero de una conducta que puede ser de una minoría, lo cual además se
puede encontrar en cualquier pueblo.
En cuanto a la segunda y la tercera idea, Las Casas denunció
que “los españoles penetraron, ciertamente con gran audacia, esta nueva parte
del mundo, de !a que no habían sabido en siglos anteriores, y en el que, en
contra de la voluntad de su soberano, cometieron crímenes monstruosos y
extraordinarios. Mataron a miles de hombres, quemaron sus pueblos, tomaron sus
rebaños, destruyeron sus ciudades y cometieron crímenes abominables sin una
excusa demostrable ni específica, y con monstruosa crueldad hacia estas pobres
personas. ¿Puede realmente decirse que esos hombres sanguinarios, rapaces,
crueles y sediciosos conocen a Dios, de cuya adoración quieren persuadir a los
indios?” (p. 24). Si bien reconoce la obligación de la iglesia “de impedir la injusta muerte de personas inocentes, es
esencial que se haga con moderación, teniendo
mucho cuidado de no hacer un daño
mayor a otra personas que constituyera un impedimento para su salvación”. (p.
23).
Las Casas fue implacable contra lo que hoy llamaríamos daño
colateral: "es un pecado que merece la condenación eterna agraviar y matar
a inocentes para castigar a los culpables, pues es contrario a la
justicia" (p. 24).
Finalmente, frente al tema de garantizar la evangelización a
toda costa, Las Casas dice que “no se puede hacer que los
hombres se acerquen a Dios más que por su libre albedrío, nunca por coerción” (p.
25). Las Casas estaba convencido “de
que la guerra no era la forma de preparar a las almas para poner fin a la
idolatría… El evangelio no se difunde con lanzas sino con la palabra de Dios,
con la vida cristiana y la acción de la razón...
La guerra "engendra odio, no amor, por nuestra religión... Debe llevarse a
los indios a la fe con humildad, caridad, una vida de santidad y la palabra de
Dios" (p.
25).
No está demás ponderar el contexto. Las Casas expone sus
argumentos justo en la época en que se ejecuta el genocidio en América, en
busca desesperada de minerales. Los derechos humanos no son valorados, ni
apreciados. Europa solo atendía sus objetivos y no se detuvo en límites legales
o religiosos. Ocurría lo que ahora presenciamos en las intervenciones actuales.
Referencias
Wallerstein,
Immanuel (2007). Universalismo europeo. El discurso del poder, México, Siglo
XXI Editores S.A
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