Vengo a saldar una deuda pendiente con un libro extraordinario: Jugar
con fuego. Guerra social y utopía en la independencia de América
Latina, de Sergio Guerra Vilaboy, Premio Casa de Las Américas 2010,
editado por el Fondo Editorial del mismo nombre, en La Habana, Cuba.
El libro maneja y sostiene una tesis persistente, que es la que aquí
abordaré a despecho de otras muchas que ya tendrán lugar en otros
acercamientos y referencias. Dice Guerra Vilaboy que, en las
revoluciones los pobres son usados por los poderosos para desplazar a
los poderes tradicionales y una vez alcanzado el objetivo, son echados a
un lado, perseguidos, criminalizados, de tal suerte que las relaciones
de poder entre ricos y pobres quedan intactas pese al cambio superficial
de los actores.
En una serie de libros he ido encontrando esta formulación y tengo
el propósito de ir señalándola toda vez que cambios importantes se están
registrando en mi país y la circunstancia referida puede, claro está,
asechar. Ver su evolución y decurso, a tiempo, puede ayudar en algo.
Valga adelantar que ciertamente la independencia de América Latina
se ubica, dice Guerra, «en el ciclo de las revoluciones burguesas o
modernas, orientadas a eliminar los obstáculos al avance capitalista»
(p. 12). En ese sentido, está claro que el pueblo y sus
reivindicaciones, máxime si son negros e indios, mujeres y pobres en
general, son obstáculos al avance del capital, y las revoluciones, palos
atravesados en los rayos de la rueda.
Esta mirada puede ser controversial pero ayuda a explicar por qué
Haití fue la primera nación en conquistar su independencia. Había allí,
«un mayor avance de las relaciones capitalistas» (p. 14) por tratarse
básicamente de una economía de plantación y no minera, la cual condujo
rápidamente a furiosas contradicciones «en la esfera mercantil entre los
plantadores esclavistas de las colonias y sus respectivas metrópolis».
En conclusión, los territorios con marcado interés por desembarazarse de
los controles metropolitanos eran precisamente aquellos donde existía
una clase bien definida de propietarios de plantaciones y en general de
productores agropecuarios, que necesitaban oxígeno para sus actividades
comerciales, más allá de los estancos y monopolios coloniales.
En efecto, y como lo señala Guerra citando a Humboldt, en Cuba y
Venezuela «dos industriosas colonias la agricultura ha consolidado
riquezas más considerables que todo el beneficio acumulado en el Perú»
(p. 15). Los aires de libertad de aquellos tiempos, traían el aroma del
libre mercado... «El vertiginoso desarrollo de la economía de
exportación en Venezuela -donde a mediados del siglo XVIII ya existían
más de quinientas plantaciones en los alrededores de Caracas- y, sobre
todo, en el occidente de Cuba, llevó a conformar en estas dos colonias
las concentraciones de esclavos más significativas de toda
Hispanoamérica a principios del siglo XIX» (p. 19). De aquí a la guerra
de Independencia hará apenas un siglo.
Como si se tratara de las bases orgánicas de las actuales naciones y
sus correspondientes relaciones, Nueva Granada (hoy Colombia) aunque
desarrollará la economía de plantación, sus exportaciones en más de 80 %
eran de oro a comienzos del siglo XIX. En Perú, Virreinato minero, la
libertad de comercio será rechazada «por los mismos sectores que en
Caracas, Cartagena, La Habana y Buenos Aires la defendían como condición
para una mayor expansión mercantil» (p. 17). Se puede observar entonces
la, digámoslo así, proto-aversión de Nueva Granada y Perú a las
revoluciones independentistas impulsadas por los sectores vinculados y
dependientes de las economías de plantación y, claro está, (dicho sea de
paso) profundamente esclavistas.
«A diferencia de la situación del Perú, explica Guerra más adelante,
donde el apoyo criollo a la causa realista se fundamenta en la defensa
del viejo status quo - la mayoría de las exportaciones de este
virreinato eran de minerales-, en Cuba, descansaba en la libertad de
comercio... y el mantenimiento de la trata» (p. 153)
El capitalismo avanzó en las regiones litorales, La Habana, Caracas,
Veracruz, Cartagena, Buenos Aires... y en paralelo, lo hacían las
corrientes ideológicas libertarias que, como ya vimos, llevaban ínsito
el libre comercio, por eso, cuando los avatares en Europa parecían haber
debilitado a la Metrópoli, las élites criollas llegaron a convencerse
«de su capacidad para ocupar el poder y desplazar a los funcionarios
coloniales, sin alterar las bases del viejo sistema de dominación» (p.
28)
Resalta Sergio Guerra Vilaboy que las guerras de independencia
impulsadas por los «blancos» que habitaban y comerciaban pero sobre todo
contrabandeaban, en las colonias, quedaron un paso atrás de la
independencia alcanzada por los negros de Santo Domingo, verdadera
libertad, radical, en tanto que lo fue doblemente: revolución social y
no sólo económica. Mas el signo independentista hispanoamericano no
venía marcado con la intención de «romper los vínculos con la
metrópoli... ni buscaban la separación de España, aunque fueron
aplastadas sin contemplaciones por la airada reacción de las autoridades
tradicionales españolas» (p. 54) Para decirlo con Guerra: la crisis
metropolitana «condujo al establecimiento de un rosario de gobiernos
autónomos, dominados por la élite criolla de cada localidad, temerosa de
la abierta ruptura con España, que exigía una representación
igualitaria en los nuevos poderes metropolitanos» (p. 61)
Guerra social, contraria a la prohijada por las oligarquías,
propietarios y esclavistas, fue la que impulsó también Miguel Hidalgo en
México, desde el 16 de septiembre de 1810. Las demandas populares eran:
«devolución de tierras comunales, supresión de gravámenes y estancos,
eliminación del tributo indígena, abolición de la trata y la esclavitud»
(p. 64); en ese sentido, «la revolución encabezada por Hidalgo...
andaba bien distante de los estrechos objetivos y limitadas fuerzas
motrices del movimiento juntista hispanoamericano, proceso urbano y
elitista» (p. 65). Igual se puede decir de la constitución igualitarista
del Estado de Cartagena de Indias del 15 de junio de 1812, cuando
«mulatos y negros libres armados impusieron a la moderada junta
aristocrática criollas del principal puerto neogranadino, presidida por
el abogado y hacendado José María García de Toledo, el Acta de
Independencia» (p. 90). Justamente, «todos se hallan mezclados los
blancos con los pardos, para alucinar con esta medida de igualdad, una
parte del pueblo», apunta Guerra que le escribía desconsolado al Rey
desde su refugio en La Habana el arzobispo de la ciudad fray Custodio
Díaz (p. 91)
Cuando la guerra social se agudiza, los sectores timoratos, pequeños
y grandes propietarios criollos, enlazados a los intereses coloniales,
descubren sus alianzas naturales: la burocracia peninsular, el alto
clero y los propietarios españoles, ello «para evitar las imprevisibles
consecuencias de una revolución 'desde abajo'» (p. 68). Lo que siempre
persiguieron las Juntas fue pues, pacificar, calmar los ánimos
igualitaristas y, cerrando filas los sectores privilegiados «conjugar
gobierno propio y comercio libre con el reconocimiento de la soberanía
española y el mantenimiento del status quo social» (p. 96).
En realidad, como dice Guerra, la piedra de toque, el punto más
sensible y medular del conflicto, «el nervio primero y más considerable
de sus fortunas» (p. 226) decía el capital general de Cuba Dionisio
Vives, el que atravesaba el cuerpo y el alma de las colonias, era la
esclavitud, ello definía «el sentido revolucionario o conservador de la
contienda anticolonialista» (pp. 102-103). Las ideas que verdaderamente
temían las élites eran las que apuntaban o no a la disolución de la
esclavitud, el régimen sobre el que se sustentaban sus formas de vida.
Pero para Sergio Guerra «solo el levantamiento de Hidalgo tuvo una
perspectiva revolucionaria comparable a la de Haití» (p. 129) Sin
embargo, los aspectos más duros de este movimiento guardará «muchas
similitudes con el Decreto de Guerra a Muerte adoptado por Bolívar, en
forma casi simultánea y con propósitos muy parecidos, aun cuando en esta
etapa la contienda emancipadora en Venezuela carecía del programa
social y del respaldo popular conseguido en México» (p. 137)
Resalta Guerra que los españoles, pero también los ingleses y los
franceses, utilizaban y encauzaban el descontento popular contra sus
tiranos domésticos. La expresión que usa el historiador cubano es
precisamente «jugar con fuego». Y sólo cuando la incorporación de los
negros, mulatos, indios y en general el pardaje se logró a favor de la
causa independentista fue cuando ésta se completó, al menos para llegar a
la situación contemplada por Bolívar cuando pronunció la frase: «Me
ruborizo al decirlo: la independencia es el único bien que hemos
adquirido a costa de los demás», en enero de 1830.
Verdaderamente, afirma Guerra que «La activa participación de las
masas populares en la independencia fue la clave de la victoria criolla,
aunque conllevó un aumento de la presión para radicalizar el curso de
la lucha emancipadora» (p. 170). Ya dijimos que el punto neurálgico se
encontraba en la continuidad o ruptura con el sistema esclavista, y en
el caso por ejemplo de Bolívar, el apoyo que recibió de Haití fue
definitivo no sólo para alcanzar victorias contundentes sino también
para marcar el comienzo del fin del proceso revolucionario que encabezó y
que en lo personal lo llevó de rico mantuano a jefe de una montonera
(de llaneros y esclavos liberados) convertida en ejército. Voy a citar
en extenso la hermosa descripción que hace Gustavus Hippisley, un
veterano de las guerras europeas, de las huestes de Páez:
«[...] una mezcla extraña de hombres de todos los tamaños y todas
las edades, de caballos, y mulas. Varios tienen sillas, la mayor parte
carecen de ellas. Algunos tienen frenos; otros, simples cabezadas de
cuero o riendas.
En cuanto a los soldados mismos, tenían desde trece años hasta los
treinta y seis a cuarenta, negros, morenos, pálidos, según la casta a la
que pertenecía.
Montaban bestias hambrientas, rocines resabiados, caballos o mulas;
algunos sin calzones; sin ropa, no tenían de vestido sino una tira de
lana o de algodón en torno a los riñones y cuyo extremo, pasando entre
las piernas, se ata a la cintura. Cogían las riendas con la mano
izquierda, y en la derecha una vara de ocho a diez pies de largo, con un
fierro de lanza en la punta, casi plano, muy agudo y cortante por los
dos lados [...]. Una manta de cerca de una vara cuadrada, con un hueco, o
más bien una ranura en el centro, a través de la cual quien la porta
pasa la cabeza, cae de sus hombros, cubriendo así el cuerpo, y dejando
los brazos desnudos y en perfecta libertad para manejar el caballo, la
mula o la lanza» (pp. 181-182)[1]
Pero esta expresión telúrica de la guerra, que dio al traste con el
ejército imperial español, no pudo con la expresión criolla de la
colonia, representada en el aparato escriturario, en el civilismo aliado
con los propietarios, amos en el papel de todo cuanto existe. En
efecto, las disposiciones de abolición de la esclavitud fueron frenadas
en el Congreso de Angostura por «seis ricos propietarios, diez abogados,
diez militares, dos sacerdotes y dos médicos» (p. 183)
Afirma Guerra que para Bolívar devino el antiesclavismo en una
obsesión, y ello hizo temer y levantar recelos en todos los sectores
vinculados a las viejas formas de dominación. Guerra cita a Acosta
Saignes quien recuerda que ciertos grupos «sentían al Libertador, por su
incesante dedicación a la libertad de los esclavos, por su protección
legislativa a los indígenas, como adversario. Querían que les ganara la
guerra, pero no le toleraban como legislador. Resultaba una especie de
jacobino con un ejército a su orden» (p. 219)
De un lado y de otro, a pesar de los rotundos triunfos militares, la
casta de los letrados aliada histórica de la aristocracia criolla
«arrebató la hegemonía del proceso emancipador a los sectores
populares», no sin antes desplazar del poder «a la burocracia colonial y
a los grandes propietarios y comerciantes monopolistas peninsulares»
(p. 192).
Tomaron todas las previsiones para que el poder definitivo no cayera
en las manos equivocadas, por eso José Martí diría: «La Independencia
(...) no fue más que nominal, y no conmovió a las clases populares, no
alteró la esencia de esos pueblos (...) sólo la forma fue alterada» (p.
195). En definitiva fue una independencia desde arriba que no tocó las
bases del sistema de explotación y los principios de la desigualdad.
Los nuevos Estados nacieron viejos, «edificados en el espejo de la
aristocracia criolla blanca de cada localidad, precapitalista,
hispanista y católica, que no tardó en renegar del pasado indígena como
elemento constitutivo de la nación, lo que representó un significativo
retroceso con relación al pensamiento ilustrado criollo de fines del
siglo XVIII y principios del XIX» (p. 304).
Por sólo poner un ejemplo, este retroceso producto de concepciones
violentamente retrógradas, oscurantistas y racistas, que continuarán
actuando en países como el nuestro favoreciendo el asesinato político,
la tortura, la persecución y las masacres, en un ambiente de francachela
sin límite, trajo como consecuencia que Simón Rodríguez, lúcida
conciencia de ese período histórico, quedara para siempre oculto y para
algunos como mero «adelantado» hasta el punto de que aún hoy su proyecto
aguarda, como dijo Ángel Rama, cumplimiento.
NOTA
[1] Esta cita la toma Sergio Guerra Vilaboy de Clement Thibaud:
Republicas en armas. Los ejércitos bolivarianos en la guerra de
independencia en Colombia y Venezuela, Bogotá, Editorial Planeta, 2003,
p. 364
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