José Javier León. Maracaibo, República Bolivariana de Venezuela. IBERCIENCIA. Comunidad de Educadores para la Cultura Científica
La definición del ser humano pasa por el lenguaje, incluso podemos decir que somos seres de palabras; sin éstas sería imposible ser lo que somos. El lenguaje además, es fruto de la memoria y viceversa. Son las palabras, memoria guardada en sonidos, en grafías. Ciertamente, cuántos siglos se concentran en una simple palabra, aun en una letra. Reflexionar sobre ello nos conduce a una intensa preocupación contemporánea: la crisis de la memoria; la crisis del lenguaje.
Salta a la vista, sobre todo entre nosotros los docentes, la dificultad creciente de nuestros estudiantes a la hora de escribir un texto, de desarrollar un párrafo, una idea, valdría decir, a la hora de pensar.
Si pensamos con palabras, si nuestros pensamientos tienen la forma, el ritmo y el sentido de nuestras palabras, qué estamos pensando entonces, si apenas hablamos, si apenas escribimos. Y no es verdad que una imagen vale más que mil palabras, sin palabras, no hay imágenes que valgan. Sin palabras, hasta las imágenes enmudecen.
Esta visión un tanto catastrófica vale sin embargo como alerta frente a la cantidad de dispositivos que comienzan a fungir de «memorias», todo ello en una atmósfera tecnológica poblada de cosas «inteligentes», desde móviles, hasta semáforos. Han comenzado a migrar conceptos estrictamente humanos a zonas que carecen de la potencialidad de relacionar, proyectar, construir imágenes en el tiempo. Aunque sea curioso y típico, propio de la actualidad, no deja de entrañar sus riesgos.
El mayor de todos extrañarnos de nosotros y ceder a los aparatos, a las máquinas, a la ingente versatilidad de lo digital características que sólo nos competen a nosotros, que nos definen y nos constituyen.
En una nota reciente, que reseña la investigación de Maryanne Garry, profesora de Psicología de la Universidad Victoria en Wellington (Nueva Zelanda) leí muy a propósito que, «cuando los padres ceden a dispositivos electrónicos su papel como "archiveros de la memoria de sus hijos", también ceden sus funciones de "personas claves que ayudan a sus hijos a aprender cómo hablar de su experiencia"» Y es por lo que los niños –dice- olvidan en un instante lo que les ha pasado.» Más adelante, la psicóloga Linda Henkel de la Universidad de Fairfield, reafirma: «El efecto desvalorizante de tomar fotos se debe a que uno inconscientemente empieza a fiarse de la memoria externa de los dispositivos, esperando que estos memoricen los detalles por uno.»
Incluso en textos panegíricos y en verdad optimistas pese a la obcecada realidad, que auguran que la red nos hará más listos , podemos leer preocupantes proyecciones: en 2008 Nicholas Carr «Sostenía, como dicen algunos neurólogos y psicólogos, que el acceso fácil a datos on-line y la forma propia de navegar, saltando de una página a otra, están limitando la capacidad para concentrarse. De esta manera, la impresión del saber en el cerebro sería más débil que al leer un libro, haciéndolo deleble. (…) “El precio de moverse rápidamente entre muchos bits de información es la pérdida de profundidad en nuestro pensamiento”.
Si dejamos de pensar como humanos para que las máquinas «piensen» por nosotros, dejaremos de ser humanos y devendremos (menos que) máquinas, con la consecuencia inmediata de que a las máquinas no les importa la vida pues éstas no están condicionadas por la historia y la memoria para experimentar la ética.
Ciertamente, nada de lo dicho hasta ahora nos ha sido ajeno, ya Platón en el Fedro se quejaba de que la escritura iba a matar la memoria. En un hermoso pasaje de ese diálogo escribió: «cuando llegaron a lo de las letras, dijo Theuth: «Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría.» Pero él le dijo: «¡Oh artificiosísimo Theuth! A unos les es dado crear arte, a otros juzgar qué de daño o provecho aporta para los que pretenden hacer uso de él. Y ahora tú, precisamente, padre que eres de las letras, por apego a ellas, les atribuyes poderes contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos.»
Platón, que mucho escribió, rindió en su obra inmortal homenaje a Sócrates, quien como Jesús, sólo habló. Paradojas de la humana sabiduría, que siempre elije para durar, lo intangible.
Pero, si bien la poesía de Homero o los Cantos de Nezahualcóyotl los cantamos hoy porque perduraron en el papel, antes, sobrevivieron siglos en boca de amorosos juglares que no sólo se encargaban de cantar las glorias y penas del más remoto pasado sino que les otorgaban nuevamente sentido para el corazón y las almas de los hombres y mujeres que los escuchaban. Y así el canto viajaba, cambiando; el mismo siempre, pero siempre distinto. Como el tiempo.
Cuando los poemas finalmente llegan al papel no lo hacen de la mano de la escritura, que nació como sabemos para llevar cuentas y registros oficiales. La literatura será muy posterior y en particular la poesía desafiará las rígidas fórmulas del poder y en cambio recogerá la voz, la intimidad, la música, las inflexiones, la tersura, la danza de las ideas, el cuerpo sinuoso del pensamiento. Los recursos que la memoria (en la oralidad) había utilizado para surcar el tiempo, pasaron a la escritura y le dieron cadencia, euritmia.
Cuando ya no fue posible sólo la voz humana, cuando el mundo se hizo cada vez más ancho y ajeno, la voz hecha escritura dependió –ahora sí- casi exclusivamente del papel. Pero, ¿cuando leemos, no es el cuerpo del autor hecho (en) nuestra voz lo que otra vez y para siempre, en la eternidad efímera del papel, renace?
Esa magia, sin embargo, que tiene el encanto del fuego y las estrellas, es lo que hoy está en riesgo cuando apartamos del cuerpo, de la voz, de la escritura, la memoria. Cuando a través de dispositivos, desprendemos la memoria de nuestros cuerpos.
¿No nos llama la atención que, la distancia con respecto a los libros sea directamente proporcional a la dependencia de los dispositivos digitales de memoria –a mayor dependencia mayor la distancia- memoria que, convertida en datos e información, ya no amerita de nuestra competencia –de nuestra sensibilidad e inteligencia- lectora?
Este remedo de memoria está allí, al alcance de un puerto USB, de una conexión, de un lector, de una herramienta, pero ya no depende de nosotros para existir, para perdurar. En efecto, para poder seguir «memorizando», necesitamos dichos dispositivos, los cuales, sin embargo, no son efímeros (materia que se hace tiempo) sino obsolescentes (materia que será sólo desecho, inútil). «Un estudio realizado en 2007 por Google sobre la vida útil de los discos duros tampoco planteaba a estos soportes como soluciones a largo plazo. "También tienen fecha de caducidad; se estima en unos cinco años"», decía Blanca Salvatierra , ya en un estudio de 2010. Y lo dicho no ha hecho sino precipitarse, y poner en riesgo enormes acervos de la humanidad que erróneamente se han confiado a la volatilidad de los soportes digitales.
Tales dispositivos, bien lo sabemos y deberíamos por ello actuar en consecuencia, están sometidos a dinámicas que tienen sus propias exigencias. Acotados por el mercado, su existencia late con el pulso de globales instantes bursátiles, y de lo humano bien poco le importan la memoria y el lenguaje… la vida, en definitiva.
Necesitamos pues, más lectura humana, sensible e inteligente; menos archivos confundidos con conocimiento; menos énfasis en la memoria física (aparentemente inmaterial) y más memoria viva, histórica y cotidiana que le confiera sentido, profundidad y relevancia a las cosas, que nos haga pertenecer a un sitio, a un lugar, a una comunidad y al mundo entero.
La nota puede leerse en http://actualidad.rt.com/ciencias/view/129111-camaras-podrian-desvanecer-memorias
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