Productividad y memoria...


 (HACIA EL V CONGRESO DE DIVERSIDAD BIOLÓGICA)
Sin el territorio y sin memoria del territorio construida por los sujetos que lo habitan y que por eso mismo forman parte de él, no puede haber re-producción (producción re-productiva). Sólo el capitalismo produce sin apelar a la memoria (y despreciando el futuro); su reserva productiva está fraguada en la ciencia y la tecnología; sin éstas, que en principio cada vez menos necesitan de nosotros, el capitalismo deja de existir. La memoria de producción del capitalismo no está aferrada a ningún territorio, de ahí que sus fábricas emigren, igual que sus capitales. La memoria capitalista es “racional”, en el sentido en que Occidente maneja el término, esto es, es un asunto exclusivo de la razón, archivable y trasportable, pasible de ser guardado, dispensado, consumido en cualquier lugar y tiempo, pues está absolutamente formalizado, matematizado, y universalizado. La re-producción no capitalista precisa, al contrario de un territorio y de una memoria; la memoria nos constituye y se afirma en un territorio.
García Canclini habla de cuatro circuitos socioculturales, el histórico-territorial, el de la cultura de élites, el de la comunicación masiva y el de los sistemas restringidos de información y comunicación “destinados a quienes toman decisiones” (48-49). Según este esquema, la competitividad de los Estados naciones disminuye en la medida en que se pasa del primero al cuarto circuito, y los jóvenes, naturalmente, dependen más de los dos últimos que de los primeros. El esquema funciona para entender el modelo de sociedad de la información, en la que nos alimentamos con chips y noticias de último minuto. En la medida en que nos encerramos (y enfrascamos) en la sociedad mediática, más oculto (más negado) queda el mundo real que la hace posible, la gran mayoría del mundo por demás, desigualdad encubierta totalitariamente, abominada por las Entertainment News.
A este reino, sólo por citar un ejemplo, corresponde la suerte de los ogoni, en el Delta del Níger. Este pueblo se visibilizó en la época del general Sani Abacha, cuando en noviembre de 1995, y después que entre el 93 y el 94 tras una cruda represión murieron miles de ogonis, Abacha decidió “proteger” las operaciones de la Shell ejecutando a 9 activistas ogonis, entre ellos al escritor, poeta y fundador del MOSOP (Movimiento para la sobrevivencia del Pueblo Ogoni), Ken Saro Wiwa, que en sus escritos y poemas arremetía contra los daños irreparables que suponían las llamaradas continuas de gas 24 horas al día durante más de 50 años, las fugas de gases altamente tóxicos en la salud de los comunidades locales, la contaminación de los ríos y tierras, la polución generalizada y por tanto el deterioro de las tierras cultivables, calificándolo de auténtico genocidio contra su pueblo. ¿Qué pasa cuando los ciudadanos –se pregunta Naomi Klein (2002)- toman decisiones antipopulares para los inversores extranjeros?: “Los cadáveres hablan por sí solos” (64)

Territorio, memoria y trabajo conforman una unidad. Esta unidad la destrozó el capitalismo, y sobre sus ruinas ha construido su modelo de civilización, modelo que, insisto, no requiere de territorios específicos o particulares, porque, ciertamente, estos han sido racionalizados de modo que no se considerarán territorios como tales, sino recursos; y los recursos pueden encontrarse –en principio- en cualquier parte (sobre todo en los países del Tercer Mundo). Mientras tanto, los grandes capitales siguen ganando con la promoción de la violencia civil, la destrucción de un país o la fabricación de hambrunas, en la procura de los recursos que se necesitan para mover la burbuja civilizatoria. El capitalismo, que no necesita de la memoria y el territorio (y por ende de sujetos sociales, que lo son en tanto están sobre o peleando un territorio y (con) (por) su memoria) no nos necesita, de ahí que nos preserve (si hacemos falta -para mover la noria-) o nos elimine. Los movimientos sociales que expresan reivindicaciones de salarios, de empleos, las luchas de género y opciones sexuales, etc., difieren incluso emocionalmente de las luchas por las tierras y los recursos llevadas a cabo por campesinos e indígenas, y esto se debe a que el capitalismo tiende a crear a través de sus medios una imagen “urbana”, citadina, que torna lejanos y a-históricos los reclamos de tales sujetos. Las carreteras, los medios, las comunicaciones, no llegan a tan remotos parajes, a donde precisamente han sido arrojados los indígenas y campesinos, pero donde abundan minerales, agua y biodiversidad. Esta construcción simbólica de lo exótico, de un mundo remoto, nos oculta el hecho de que los intereses capitalistas están aferrados a esos territorios donde se reproducen relaciones de producción terribles, y se generan prácticas esclavistas y de explotación depredadora. Todo esto está oculto, y reivindicar estas luchas es poner en evidencia los desmanes del desarrollismo, en un marco mediático de actualidad que intenta falsamente desconocer sus intereses en las selvas, ríos y bosques.

Pero esta operación de encubrimiento, puede ocultar también el fondo real de las luchas que se registran en escenarios citadinos, y el fondo no es otro que la lucha por los territorios. Si esto no se comprende (ni se ve), si el campo y la selva (y sus habitantes) continúan siendo expresiones de un pasado remoto y un anacronismo, si no se descubren los vínculos entre la imaginería moderna de los medios y el ocultamiento de relaciones de producción y explotación que destruyen la posibilidad de la vida; si no se revelan los nexos entre el capitalismo (el empleo y el subempleo, la exclusión y la segregación, la pobreza, la violencia, el desplazamiento) y la explotación del campo, los bosques, los “recursos naturales”; si los dramas de nuestras ciudades (sobrepoblación, violencia, desempleo, marginalidad) no son analizados a la luz del desastre del modelo de desarrollo que destruye bosques, montañas y ríos para llevar el primer mundo al mall y por extenso a la TV; con otras palabras, si los problemas que se observan en nuestras ciudades se desvinculan de la destrucción de las posibilidades de vida al “interior” invisible de nuestros países, los movimientos sociales y altermundialistas dejan de tener sentido, y al contrario, dinamizan con sus contradicciones al propio sistema, que puede muy bien continuar “incluyendo” a cuenta gotas, con cada agitación, a los homosexuales, a los indígenas, a los discapacitados, a las “minorías”. De lo que se trata es de encontrar la raíz de nuestros problemas, la cual no es otra que la tierra expropiada, explotada y destruida por el capital nacional y trasnacional[1], robo, rapiña y expoliación que los medios ocultan, anteponiendo a esta realidad, la farsa de un boato citadino de primer mundo con sus “complejísimos” problemas. Así, lo verdadero (la producción en condiciones definitivas y perentorias de energía, alimentos, vestido, y de todo lo que empleamos en nuestra vida cotidiana) es aplastado por la mentira, la ficción de vivir en la ciudad, acción ésta desconectada de la producción y de los desechos, viviendo una suerte de isla consumista construida, alimentada y sostenida mediáticamente, a tono con el interés del capital, porque en esa isla lo que se requiere es vivir/consumir sin hacer preguntas (como a los personajes trágicos, la duda nos expulsa, nos exila de la polis). Estrictamente existe la ciudad como espacio para el “ejercicio democrático” del consumo; la producción y los desechos son actividades ocultas y que deben permanecer así (reprimidas) mientras nos convencemos de que el mundo moderno es una compra venta de servicios, imagen estilizada de la vida moderna que llevó a Albert Szymanski a decir que los países centrales podrían hoy renunciar tranquilamente a la explotación de las periferias, sin detrimento para la acumulación de capital (“¿se supone que si no lo hacen es por pura maldad?” se pregunta sardónico Eduardo Grüner).
La “propaganda” de la vida moderna, que consume enlatados, refrigerados, plastificados y transgénicos (ya estamos, por cierto consumiendo productos nanotecnológicos), sin conexión alguna con la tierra y el trabajo, es a gran escala la misma propaganda que consumen los países “desarrollados e industrializados” sobre las extensiones selváticas y salvajes de América Latina o África. Estas vastas regiones de comienzos de mundo forman parte del imaginario real-fantástico con que europeos y norteamericanos nos des-conocen, mientras nosotros practicamos un des-conocimiento semejante al poner a la ciudad (siguiendo el modelo de representación del Otro, pero en este caso el Otro somos nosotros en un alienado proceso de auto-negación festiva) y en especial las ciudades capitales, en el norte de nuestras aspiraciones. “[l]as zonas rurales –explica José Luis Romero (2002)- fueron concebidas como áreas productoras de riqueza; las ciudades, en cambio, fueron pensadas como ámbitos civilizados y como centros difusores de civilización a la manera europea” (435). La ciudad fue una “base de operaciones socioculturales” (374), concentra el poder, alberga la “masa de opinión pública” y se “hospedan los grupos que ejercen más vigorosamente el poder no institucionalizado”. La ciudad y la imagen que tenemos de la “democracia” son consubstanciales, como lo son igualmente los medios y el modelo de comunicación que conocemos.
El esquema responde también a una idea de desarrollo y progreso liberal y burgués, que incluso llevó a Marx y Engels (2007) a celebrar que la burguesía haya sometido el campo al dominio de la ciudad. “Ha creado, decían, urbes inmensas; ha aumentado enormemente la población de las ciudades en comparación con la del campo, sustrayendo una gran parte de la población al idiotismo de la vida rural” (13). Tenemos que sobre la imagen pesa un destino civilizatorio, que encubre la explotación del campo y de los campesinos (la agricultura intensiva y la ganadería transgénica, que favorece la producción de alimentos en serie según el modelo Wal-Mart); ocultamiento sobre el que se sostiene la “visión” del occidente desarrollado e industrial, “realidad” que esconde la destrucción de regiones y aun continentes, el etnocidio y el genocidio.

Sobre la base, pues, de la destrucción del mundo, se fabrica una imagen global a través de los medios, que, como un palimpsesto triunfal, deja a oscuras y oculta la podredumbre del sistema. Al margen, en las afueras de esta imagen, otros tiempos, otras memorias, otros mundos se «encuentran»[2].
Desafiar el aislamiento es parte del programa mundial de nuestra comunicación, dialogar desde nuestras diferencias y experimentar un diálogo fraterno y solidario que nos confirme no en una única manera de hacer las cosas, de re-producir la vida, sino en la aventura radical de saber que sí existen memorias y saberes en lenguas diversas, que entrelazadas con la tierra y bajo cada cielo en particular, hacen posible lo real, la existencia, y que lo que crece en su territorio no compite porque es precisamente único y como tal necesario. La competencia se instala en el espacio-tiempo capitalista porque las cosas, los objetos y las personas no son necesarios como tales sino en relación con un elemento externo y extraño –el valor-[3], el cual está sometido a su vez a dinámicas propias, intrínsecas, que prescinden radicalmente de otras cosas, entre ellas de los propios seres humanos. Para Marx el producto del trabajo capitalista será “un simple coágulo de trabajo humano indis¬tinto”. Por otra parte, el capitalismo postula un mundo en el que pareciera que las cosas conservaran su valor aún después de la desaparición de la cultura –en este caso la civilización que conocemos- que les da sentido y valor, en otras palabras, como si las cosas tuvieran valor en sí mismas, no como tales, sino ese mismo (y hasta sometido a los vaivenes de la oferta y la demanda) valor ajeno, extraño, hecho uno con su naturaleza, como si le fuera inmanente.
Ir más allá de lo “visible”, despreciar las imágenes falsas de los medios, renunciar a la “ciudad” como locus exclusivo y razón de nuestra existencia, establecer conexiones entre los problemas que se expresan en las calles, fábricas e instituciones, y la tierra y los campesinos, los indígenas y la biodiversidad, es nuestra verdadera opción política. Nos toca ver la totalidad, establecer la continuidad negada, cortada, rota por los medios y el capitalismo. Pero como dice Grüner “Nadie puede realmente ocultar ni ocultarse las consecuencias de lo que ha dado en llamarse ‘pensamiento único’” (286)[4]; ciertamente no es que no esté a la vista el desastre capitalista, lo que está rota es la capacidad política de subvertir el orden establecido, dado y naturalizado, legitimado como el único posible. Vemos el horror, “una catástrofe civilizatoria que desnuda como nunca los fundamentos descarnadamente violentos, de la organización de la polis humana” (288), pero eso acontece lejos de nosotros (tele-visivamente), lo vemos en documentales, Internet, noticieros y películas, pero nada podemos hacer, encerrados como estamos en nuestras ciudades, en nuestras realidades. “Como no se puede transformar el mundo, se trabaja a favor de él, haciendo del destino un proyecto propio, identificándose activamente con la propia impotencia” (287). El mensaje tele-visivo –y aquí me sigo remitiendo a la raíz etimológica- tiene el poder –dice Ferrarotti:

“de hacer tabla rasa, “de poner entre paréntesis y hacer olvidar como irrelevantes las «raíces» de la presencia humana en el mundo. Los seriales y las soap operas, en episodios, y las telenovelas, son instructivos al respecto: llegan a combinar un máximo de evasión de la realidad con un máximo de realismo y cotidianidad (…) y, a su vez, al mismo tiempo, estas trasmisiones que se suceden de episodio en episodio, al infinito, producen contradictoriamente una sensación de extrema irrealidad, de vacío, de escualidez (…) La importancia de la presencia física está seriamente amenazada. Todo se puede hacer –investigar, analizar, observar- desde lejos (…) Es un mundo aséptico fuera del lugar y del tiempo” (102-103)
Parece como si la democracia fuera tan solo un asunto urbano (imagen otorgada, facilitada y sostenida por supuesto por la actividad mediática), y lo seguirá siendo mientras las corporaciones y las trasnacionales de la energía, los minerales y los alimentos se encarguen de las selvas, los bosques, los lagos, ríos, sabanas y campos, y mientras sigan sosteniendo lejos (de las conciencias del mundo consumista) “fábricas” con empleados (mujeres y niños especialmente) en condiciones de esclavitud (mientras más explotación, precios más competitivos, gesto que agradecemos a la hora del shopping mall) en países recónditos donde se generan los productos que consumimos, vestimos y botamos en nuestras ciudades, sin más preocupación que la de seguir consumiendo más y mejor; desechos que, por cierto, desparecen de nuestra vista pero que van a parar a los “rellenos sanitarios”, al mar, a los arrabales y periferias de las grandes ciudades, y a países periféricos reducidos a pobreza extrema, sus generaciones segadas condenadas a la kwashiorkor, convertidos en botaderos del progreso[5]. Las regiones refractarias al pensamiento moderno, desarrollado y tecnológico, son igualmente opacas a los medios; la producción capitalista competitiva debe generar condiciones de explotación (de seres humanos y recursos), de modo que los países con leyes laborales y ambientales nulas o “flexibles” son marcados con el visto bueno de las inversiones, esto acompañado con gobiernos dóciles e inflexibles para con las protestas internas (que con buenas dosis de terrorismo de estado han bajado importante puntos en el “riesgo país”), que han reducido o eliminado los sindicatos y las organizaciones que defienden el ambiente, a las mujeres y los niños, a los trabajadores. Como las inversiones, las fábricas son también golondrinas.
Referencias
1. FERRAROTTI, Franco (1991) La historia y lo cotidiano. Península. Barcelona, España

2. GARCÍA C., Néstor (2000) Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización. Grijalbo. México

3. _____________(2004) Vallas y Ventanas. Despachos desde las trincheras del debate sobre la globalización. Paidós. España
4.
5. MARX, Karl y Federico Engels (2007) Manifiesto Comunista. Monte Ávila. Caraca
6. MENDOZA S., Baudilio (2000) El moderno Desarrollo Agrícola en Venezuela. Ediciones de la Universidad Ezequiel Zamora. Barinas
7. MÉSZÁROS, István (2007) “Socialismo: La única economía viable”. Rebelión.org [http://www.rebelion.org/noticia.php?id=54635]
8. ROMERO, José Luis (2002) El obstinado rigor. Hacia una historia cultural de América Latina. Universidad Nacional Autónoma de México. México






[1] No es este el lugar de abundar en esto, pero valga acotar que la “modernización” requiere de un “cambio de pensamiento” que sustente –dice Baudilio Mendoza Sánchez (2000)- “la posibilidad de superar las dimensiones de lo tradicional”. No obstante, en Latinoamérica la modernización “no ha logrado arrasar con lo tradicional” (32-33). La modernización viene aparejada con una “demanda tecnológica” determinada por modelos “ideológicos, políticos y económicos que en cada momento histórico han regido las iniciativas de desarrollo agrícola” con “apego al patrón tecnológico modernizante –de origen foráneo- y desarrollado para condiciones no tropicales”. Esta modernización forzada se daría –una vez dada la conjunción de las condiciones subjetivas y las objetivas- en el marco de gestación de una adecuada “mentalidad empresarial” (148-149).
[2] Prácticas altruistas y de solidaridad se encuentran dice Ovejero (1994) ancladas “en culturas campesinas (en relaciones biológicas o en comunidades marginales) (…) No es tan común en gentes forjadas por dos siglos de competencia” (139)

[3] Sus productos mercantilizados –explica Marx- “[n]o son valores de uso para sus propietarios y valores de usos para sus no propietarios. En consecuencia, todos deben cambiar de manos y entonces, las mercancías deben ser realizadas como valores antes de que puedan realizarse como valores de uso" (Mészáros, 2007).
[4] “[d]esde los millones de niños que revuelven la basura o se ven transformados en mercancías del negocio sexual paidofílico, hasta la sistemática destrucción tecnológica de la ecología del planeta, pasando por el espectáculo de países enteros gobernados por el narcotráfico globalizado, o por la ‘flexibilización’ que atomiza a las masas trabajadoras, arrojándolas a una competencia salvaje por los recortados espacios laborales, barriendo con los últimos vestigios de solidaridad social, o por el idiotizante secuestro del deseo colectivo (empezando por el deseo de silencio, de soledad, de diálogo con el sí-mismo) en los medios de comunicación bien llamados de masas: todo está allí a la vista, en la “sociedad de la transparencia” (286)
[5] A propósito veamos esta descripción hecha por Pedro Susz

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