6 de mayo de 2015
José Javier León
Maracaibo, República Bolivariana de Venezuela IBERCIENCIA. Comunidad de Educadores para la Cultura Científica
Las escuelas y
universidades tienen una responsabilidad mayúscula y urgente: por un lado hacer
comprender a los estudiantes la difícil situación eco-sistémica y por otro,
enseñar a producir; dos procesos complejos y arduos que en el grueso de los
casos están ausentes del currículum o contenido del pensum escolar.
Es probable que jamás se haya producido en el planeta tanta
comida y sin embargo, jamás se haya estado más lejos de saciar el hambre de sus
habitantes. Las cifras son elocuentes: “Se pierde el 30% de la alimentación
producida en el mundo. Hemos hecho un estudio en Canadá, y el 51% de las
pérdidas de comida se produce en las casas, es decir, porque se tira la comida
a la basura. El resto se pierde o se tira en la distribución, en supermercados,
en el proceso de transformación de la industria comestible, etc. Estas pérdidas
hay que limitarlas. Con lo que se tira se podría alimentar a 2.000 millones de
personas”[1]. En otro lugar, leemos: “En un mundo
donde la producción agrícola mundial podría ser suficiente para alimentar al
doble de la población mundial, la cifra de personas que pasan hambre se ha
incrementado en más de 1.000 millones durante los últimos 3 años.”
Si esto es cierto, estamos ante problemas que no son de orden económico (productivos)
sino políticos (redistributivos). Se requeriría una voluntad política global
–por parte de los administradores del aparato productivo hegemónico- y claro
está de los directores de las políticas de distribución que haga posible el
ansiado sueño de la humanidad: alimentarse sin temores, con esperanza y
confianza en el porvenir.
Dicho esto, demás está enfatizar que hoy la ciencia y la
tecnología contemporánea son capaces materialmente hablando de producir ¡incluso
el doble! de la comida que necesitamos, y por lo tanto de borrar para siempre
el horrible espectro de la muerte por hambre. Pero lamentablemente no ocurre
así: millones de personas mueren a diario por hambre y la perspectiva es que la
situación puede empeorar.
Las escuelas y las universidades tienen entonces una
responsabilidad mayúscula y urgente: por un lado hacer comprender a los
estudiantes la difícil situación eco-sistémica y por otro, enseñar a producir;
dos procesos complejos y arduos que en el grueso de los casos están ausentes
del currículum o contenido del pensum escolar.
Considero como docente que dichos contenidos hace rato apuntan
a cubrir necesidades falseadas, distorsionadas o meramente formales, sin apego
verdadero al día a día, a la cotidianidad, a la realidad sin más. He creído
desde hace algún tiempo que muchas de las cosas que aprendemos, que aprendimos
o enseñamos, no tienen utilidad práctica, son información desechable que acaso
no va más allá de la evaluación coyuntural y circunstancial.
Esto hace que la escuela, el liceo o las universidades se
superpongan a la realidad como entidades abstractas, burocráticas, insensibles
a la vida sentida y sufrida de los estudiantes y de la comunidad escolar en
general. Estudiar devino en muchos casos mero requisito para optar si acaso a
un mejor empleo, el cual muchas veces no amerita realmente los “conocimientos”
aportados por la educación. Sabemos, no sé si con la preocupación que ameritaría,
que para buena parte de las actividades laborales una simple instrucción
aportada en pocas horas capacita al trabajador o a la trabajadora para
desempeñar funciones automáticas, repetitivas, instrumentales, que no exigen
capacidades intelectuales –creatividad, por ejemplo- de ningún tipo.
Esto es una consecuencia directa de la desconexión que existe
entre la educación y el trabajo, dos esferas que se encuentran separadas
cumpliendo cada una objetivos particulares, lo cual es sin duda una ya
naturalizada disfunción del sistema.
Para explicar mejor esto debemos señalar que la esfera
productiva del trabajo se encuentra hoy en manos de organizaciones que consumen
ciencia y tecnología producida de manera autónoma, en circuitos especializados
y si se quiere elitescos. Es decir, para estas organizaciones, la democracia
educativa, la participación de las mayorías no tiene mucho sentido porque son
tan altos los niveles de tecnificación que la “mano de obra” humana –para
decirlo en términos decimonónicos-, no está contemplada como necesidad. En
efecto, la robotización de los sistemas está a la orden del día. De ahí que en
la economía la presencia humana como tal se sitúe ampliamente en el sector comercio
y servicios, donde en el mejor de los casos las capacidades intelectuales “blandas”
o ligeras tienen espacio.
En este escenario el cruce entre educación y soberanía
alimentaria es todo un reto, un enorme desafío. Si se llega a operar este cruce
en una escala que vaya más allá de lo anecdótico, es porque antes se han
operado cambios estructurales en lo educativo y en lo económico, pues la
dimensión de lo productivo, y en especial la producción de alimentos, pasaría a
formar parte transversal de los contenidos escolares.
Valga acotar que no siempre sabemos que la producción de
alimentos está controlada por vastas corporaciones trasnacionales en los que la
soberanía de los países no pasa de ser decorativa o meramente declarativa[3]. Las trasnacionales cuentan con
carta blanca a expensas de los campesinos y campesinas, muchas veces sin
tierra: “Con la irrupción de los transgénicos en la agricultura, algunas pocas
empresas transnacionales como Monsanto, Bayer, Singenta y Pioneer-DuPont,
monopolizan la venta de semillas, agroquímicos y pesticidas, productos que
constituyen el llamado pack tecnológico, imponiendo de esta manera a los países
en vías de desarrollo una agricultura para la exportación y una agricultura sin
agricultores.”
No sólo la producción organopónica sino también la cada vez
más agobiante intervención de los transgénicos se suma a la panoplia de
dispositivos tecnológicos que separan lo productivo de los productores, y por
ende, lo productivo de la escuela.
Que en particular la producción de alimentos forme parte de
la soberanía, pasa necesariamente por hacer que la escuela se aboque a la
producción de conocimientos articulados a los territorios esto es,
geográficamente pertinentes, amén de los especializados en ciencias y
tecnologías agroindustriales a escalas distintas a las acostumbradas y con
actores que no eran considerados productores, por ejemplo, los habitantes de
las ciudades.
La soberanía alimentaria es primero soberanía productiva, y
para ello deben estar liberados de intereses trasnacionales la tierra y los
recursos naturales que garantizan la producción, por ejemplo, debe haber acceso
plural, diverso, democrático al agua, a los fertilizantes, a las semillas.
La soberanía es necesariamente una expresión de la democracia
y por ende de la participación. En lo que a alimentos se refiere pasa por la
participación del sistema escolar en todo el proceso productivo: en la
producción de conocimientos y en la investigación en ciencia y tecnología agroindustrial
que provea soluciones que antes no se planteaban al menos a una escala que
involucraría a la nación toda. Para la soberanía alimentaria se requiere el
concurso de toda la población en la misma medida que tiene acceso público a
escuelas, liceos y Universidades.
Un país con soberanía alimentaria necesariamente convierte la
producción de alimentos en un eje a partir del cual se desarrollan las demás
esferas productivas: la agroindustrial, farmacológica, cosmética, textil… La
soberanía alimentaria supone circuitos productivos integrados que ameritan una
revolución educativa la cual pasa, necesariamente por la soberanía sobre los
recursos del país.
Si hasta ahora no se cuenta con soberanía alimentaria es
porque no se goza de soberanía en lo esencial. La unión entre Educación y Seguridad Alimentaria
supone antes que todo lo demás, soberanía política, autodeterminación y una estratégica
vinculación de la escuela con los problemas y realidades que sólo se pueden
transformar con la participación de las comunidades cada vez más conscientes de
la necesidad de aprender compartiendo conocimientos para mejor vivir.
Entrevista a Olivier de Schutter, Relator de la ONU del Derecho a la Alimentación
(2008-2014)
“La
principal característica del actual modelo de producción de alimentos es que la
agricultura ha dejado de estar en manos de campesinos y agricultores para pasar
a estar controlada por grandes empresas transnacionales. Estas han convertido
la producción de alimentos en un proceso industrial y han transformado los
alimentos en mercancías financieras con las que especular y enriquecerse sin
medida ni control”. El actual modelo de producción
de alimentos y su relación con el petróleo, en http://www.edualter.org/material/actualitat/crisi/castella/modelo.htm
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