Mgs.
José Javier León
Universidad
Bolivariana de Venezuela
Hay palabras que
usamos, o que el uso naturaliza aunque el sentido se diluya. De pronto
comenzamos a emplearlas sin saber exactamente lo que estamos diciendo, devienen
clisé, o comodín. Más de lo segundo que de lo primero acontece con la palabra integral.
En ese sentido, si algo lo queremos integrar a lo humano, le acomodamos el mote
y cumplido está el asunto.
Pero las
palabras son algo más que sonido y sentido, y con respecto a la palabra en
cuestión, el significado arrastra una carga que la convierte en un concepto
que, como un tábano, taladra silenciosamente el cuerpo de los discursos que hoy
componen y modulan el orden de lo social.
Llega lo
“integral” hasta nosotros reclamando un espacio donde tanto se ha hecho por
desalojarlo, por sacarlo de circulación. Ha llegado colándose, reclamando su
lugar en la restitución de lo humano. ¿De la mano de quién, en la boca de
quién? ¿La sociedad articula ese concepto respondiendo a qué urgencia, a qué
necesidad? De pronto se comienza a usar y el uso dispone y predispone. Reclama
un lugar y un sentido.
Hace parte pues,
de los síntomas de la época. Algo está pasando con nosotros en tanto especie,
que lo integral es una aspiración, un deseo, una suerte de emergencia de lo natural,
de lo propio o inherentemente humano. Es decir, lo integral, así lo sentimos,
es propio de la condición humana; y se opone -cabe suponerlo- a lo
desintegrado.
Si hoy
necesitamos introducir ese concepto en los discursos que versan sobre los modos
de vida, sobre la educación, el desarrollo, y como en este caso, la
salud, es porque hemos sido testigos de la descomposición producto de la
desintegración, de la pérdida precisamente de la integridad. Aunque palabras
con una misma raíz (desintegración e integridad) la recorren diferencias sutiles:
la pérdida de la integridad está en el ámbito de lo moral; la desintegración, en
el orden de la física, de la materia.
Hoy sin embargo,
las dos concurren y podemos decir más: la pérdida de la integridad es producto
de la desintegración material. Dice Diego Muñoz (2009) “el nombrarse el ser
humano como integral, reactualiza la acepción etimológica del verbo integrar,
el cual proviene del latín integer (entero).
De allí que en primera instancia, la palabra integralidad lleve a pensar, como
descripción o prescripción, aquello que
está unido o completo, dado que las
partes que le configuran se encuentran armónicamente ensambladas”
Al menos en su
versión moderna, la desintegración es un proceso que se prolonga a las
distintas formas de descomposición de las forma de vida. Los seres humanos
hemos sido afectados en lo que a la organización de la sociedad respecta tras
la aparición del capitalismo. En efecto, de la vida comunitaria pasamos a
formas segregadas, atomizadas, disgregadas de la producción (deshumanizada,
antiecológica y biodegradada) de la vida.
Ese proceso de
desintegración se remonta para nosotros hasta los días de la Conquista por
parte de los europeos en el siglo XVI y la instalación de la Colonia desde los
siglos XVII hasta el XIX. Pero Europa no fue la excepción, como de hecho
ocurrió en los siglos XVII y XVIII con la descomposición de las formas de vida comunitaria
que precedió a la revolución industrial y al nacimiento de las grandes urbes.
En este caso, una cosa vino con la otra: a la pérdida de la tierra de los
campesinos ingleses debido a la necesidad de los nacientes industriales por
tener campos para el ganado caprino, materia prima de las textileras, sucedió
el crecimiento súbito de las urbes (insalubres, por demás), o mejor, de los
cordones de miseria urbanos, los barrios dormitorios y la mano de obra
depauperada que movería la maquinaria en ciernes del capitalismo industrial.
Pero eso
aconteció en Europa ¡dos siglos después! del genocidio que significó la
desaparición de más del 90% de nuestra población originaria y la destrucción de
la vida comunitaria sustituida por Resguardos y Encomiendas, vale decir, por la
creación de espacios artificiales de producción protocapitalista, en minas y
plantaciones.
Lo que está en
el fondo de ambos procesos, tanto en la Europa anglosajona como en la América
española y portuguesa, es la destrucción de las formas de vida comunitarias,
esto es, para decirlo con palabras adecuadas a nuestra actual comprensión, la
destrucción de la economía como expresión articulada de saberes, territorios y
sujetos.
El capitalismo
inicia en el momento en que la acumulación de poder por parte de una minoría
concentró bajo su dominio la tierra y lo que desde la teoría económica se denominarán
“medios de producción”. Éstos quedaron separados de los hombres y mujeres para
pasar no exactamente a las manos, sino al “capital” de los propietarios, y no
sólo dichos medios sino hasta los propios hombres y mujeres, convertidos en
“capital humano”.
Lo que vemos con
la aparición de las formas de producción capitalista es que la tierra, los
medios de producción y los seres humanos, fueron escindidos. Cada uno pasó a
operar en dimensiones distintas, separados de los medios de producción y en
especial de la tierra, lo cual trajo consigo que perdieran los saberes y
conocimientos que formaban parte de la tierra y de la re-producción. Como lo
afirma Fernando Garcés (2007:231) “Hoy, se sigue negando que el conocimiento de
los indios sea conocimiento —a lo más llega a ser saber, o etnosaber—, pero por
debajo se usurpa, se roba, se saquea el conocimiento de las comunidades. Los conocimientos
de los indios no valen para la legalidad escrita, pero sirven para la
acumulación capitalista sin freno”.
El capitalismo
supuso una forma de organizar la producción de bienes materiales e inmateriales
por encima de las determinaciones humanas; una nueva racionalidad maquinística,
extrañamente autónoma, independiente de los seres humanos y sus necesidades,
pasó a dominar la “economía”.
Cuando los seres
humanos son arrancados de la tierra y no pueden producir de acuerdo a sus
necesidades, el conocimiento, la ciencia y la tecnología resultan igualmente
separados de los seres humanos. Se independizan o autonomizan, lo que ocurrió
precisamente con la ciencia moderna. Obsérvese que el surgimiento del paradigma
científico (con Descartes, 1596-1650) coincide con el proceso de pérdida de la
tierra por parte de los campesinos (en el siglo XVI con los “cercamientos” o enclosures, cierre de los terrenos
comunales a favor de los terratenientes), pérdida que se tradujo en un
alejamiento progresivo de las formas de ser y hacer, de pensar y concebir la
vida, y por ende, de reproducirla. La ciencia moderna, debemos insistir, nace
sobre la separación de los saberes y conocimientos del pueblo (que los
producía), los cuales fueron absorbidos por una ciencia y tecnología
abstractas, con tendencia a la impersonalidad y la universalidad.
Con la
desterritorialización nace la universalización del conocimiento. En efecto, las
“disciplinas” científicas son asumidas bajo un paradigma que funciona sobre la
abstracción del tiempo y del espacio, producto de la matematización que tiene
como punto de partida la pérdida de las relaciones antropológicas con el
tiempo-espacio, léase, los territorios. Como afirmaba certeramente Francisco
Entrena (1998) “en el mundo de hoy, estamos vinculados con lo extraño y lejano
y ajenos a lo próximo. En estas circunstancias, se experimenta una creciente
desterritorialización de las relaciones sociales y de los procesos
socioeconómicos, que tienden a desarrollarse a escala global.” La
ciencia moderna nace y crece sobre la des-humanización y el desencantamiento
del mundo. Desde entonces, y en particular desde el siglo XVII las ficciones de
un mundo dominado por las máquinas forman parte de nuestro imaginario.
El ser humano
devino cosa inanimada, objeto, y poco a poco fue calzando nuevamente en la
definición aristotélica con la que el filósofo definió al esclavo: “herramienta
animada”. La burguesía emergente, clase social que habría de generar la
revolución del capital, convirtió a la masa de los trabajadores en herramientas
animadas, en objetos de explotación.
La
desintegración es pues, la descomposición de la unidad básica (sujetos,
territorios y conocimientos). Lo integral, como concepto emergente, es si se
quiere producto del reconocimiento del fracaso de la civilización moderna para
llevar a cabo lo esencial: la vida sustentable.
Están demasiado
a la vista las consecuencias de este modelo de desarrollo atroz. El cual nació,
valga repetirlo, con el surgimiento de las formas de vida segregadas,
separadas, atomizadas, fruto de la lógica de producción capitalista. La
esperanza para el mundo está pues, en retornar de alguna manera a formas de
vida comunitaria, con una lógica de consumo y producción racionales, en función
de la sustentabilidad y no de la rentabilidad.
Una lógica del
tiempo que dependa de los ciclos de la naturaleza y no de su violentación en
función de una carrera contra el tiempo que termina siendo contra la vida.
Lo integral es
el ser humano no separado, entero. Restituido a la vida comunitaria, esto es, a
la vida en común: comunidad de bienes esenciales, comunidad del agua, del aire,
de la tierra.
Lo utópico de
estos planteamientos viaja en dirección inversamente proporcional a la
facilidad con la que hoy hablamos de desarrollo integral, de comunicación
integral, de salud integral... La integralidad es la reunión de lo separado,
pero para unir lo que fue separado a la fuerza, según diversas formas de
violencia, física y simbólica, no hace falta sólo buena voluntad sino un plan
político para la construcción de una hegemonía de los principios de la vida que
desplace al paradigma de la muerte.
Integral es el
ser humano en comunidad, pero para que ello sea posible debe ser restituida
política y socialmente la vida comunitaria, lo cual pasa por la producción en
común de bienes y servicios. Asunción de la comunidad humana y de lo común en
la producción de la vida.
La integralidad
es por eso mismo, también, un plan de desmercantilización de la vida. Lo común
no puede ser tratado como mercancía, noción que nació precisamente de la
separación, del extrañamiento, de la conversión en propiedad privada de lo
común. Las mercancías se elevaron por encima de las cosas, incluso de los
propios seres humanos. El capitalismo avanzó en la mercantilización de
absolutamente todo y la crisis estalló y se hizo definitiva cuando pretende hoy
convertir en mercancías la lluvia y el sol. La educación, los alimentos, la
vivienda, la salud... todo lo esencial convertido en mercancía provoca
terribles exclusiones, crisis humanitarias, crímenes de lesa humanidad
consentidos por el ubicuo y deshumanizado mercado.
En el caso específico
de la salud, lo integral es asumir que la vida y lo que la protege no pueden
ser mercancía, y en tanto bienes comunes, son de todos y por tanto
responsabilidad de todos, pues la salud o la enfermedad de uno de sus miembros
es la salud o la enfermedad de la comunidad.
El capitalismo
produjo un ser individual, aislado e ilusoriamente autónomo, el homo economicus, ser abstracto, troquel
del individuo egoísta. Su salud (más una idea que una condición) es exclusiva,
privada, como el derecho y la propiedad. De ahí que necesariamente la
enfermedad (que no la salud) de uno sea la enfermedad de todos; y en general,
la enfermedad de un sistema, que hoy
evidencia estar enfermo in extremis: cáncer, diabetes,
hipertensión, esterilidad... ¿no son acaso enfermedades cuasi endémicas propias
de la “vida moderna”?
La integralidad
reintegra al ser humano a la vida comunitaria y promueve la comunidad de los
bienes que garantizan la vida. La distancia que nos separa de este proyecto de
civilización es la distancia que separa la vida de la muerte.
La emergencia,
el renacimiento, el redescubrir latinoamericano de formas distintas no
coloniales de vida son hoy la esperanza de un mundo hastiado de guerras y
destrucción promovidas por el capital y su insensata noción de desarrollo.
Si la vida
humana tiene una segunda oportunidad ésta vendrá dada por la asunción de los
valores comunitarios, de la solidaridad y la cooperación; por la comprensión de
que ello sólo será posible, si se vive íntegramente en tanto que ciudadanos
integrados a la vida como proyecto (en) común.
Muñoz, Diego (2009) “La integralidad como multidimensionalidad: un acercamiento
desde la teoría crítica”, en Revista
Hologramatica,
facultad de Ciencias Sociales – UNLZ – Año VI, Número 11, V1 (2009), pp.
103- 116, Argentina
Garcés, Fernando (2007) “Las políticas del conocimiento y la colonialidad
lingüística y epistémica”, en
El giro
decolonial, Editores Santiago Castro-Gómez y Ramón Grosfoguel, Siglo del
Hombre Editores, Bogotá, Pp. 217-242
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