Texto para ser leído en el marco
de la VI Feria del Libro de Caracas 2015
Encuentro de Revistas de Cultura
28 de julio, Sala Juan Liscano, 1:00 pm
José Javier León
joseleon1971@gmail.com
www.josejavierleon.blog.com.es
Dedicado a Franco, a Puche, a Maribel, a Juancho
a Sandra, a Marianella, a Rosana, a Sacha, a Johan,
a Francisco, a Joaquín, a todos,
en el viento
En el 2010 el joven escritor Miguel Hernández, recordaba los grupos
literarios que alguna vez pasaron por o nacieron en la Escuela de
Letras de La Universidad del Zulia. Apuntaba en su blog: “dejándonos
llevar por una primera mirada sobre el tema, parece obvio que grupos
literarios como tales (pienso en Apocalipsis, Guillo,
Maracuchismo-Leninismo, 40 Grados a la Sombra, Seremos, Ariel…) son
raros hoy —por no decir que inexistentes— en Maracaibo. Quizá un
último coletazo haya sido la revista In Fábula.”
Sí. Cuando In Fabula
nació no había a su alrededor lo que pudiera llamarse un movimiento
literario. Comenzaba la década de los noventa. Y los amigos y amigas
que desde diversas carreras –arquitectura, ingeniería, derecho,
todas inconclusas o inexplicables- coincidimos en la Escuela de
Letras, veníamos del Caracazo, huyendo de la recluta y los toques de
queda, de la profunda descomposición de las universidades públicas,
corroídas y encallejonadas para que no tuvieran ninguna opción
frente al PLES (Política de Privatización de la Educación
Superior).
Literalmente todo se desmoronaba, de modo que cuando en 1993 nos
juntamos para producir lo que llamamos la revista In Fabula
(nombre sugerido por un profesor de latín) fue para hacer frente a
la desidia con un poco de desparpajo y esperanza en medio de la nada.
El grupo que impulsó la
publicación fue fruto de la coincidencia de estudiantes y profesores
preocupados cada quien a su modo y con distintas intensidades y
posturas por la crisis generalizada, y desde sus espacios de creación
y profesión le hacían frente a la desidia campante de aquellos
días. Algunos desde la militancia política emergente, otros desde
los grupos contraculturales, otros o casi todos desde la calle, desde
el barrio, desde la conciencia de la vida cotidiana y dura, fuimos a
dar con nuestros huesos en los pasillos del Bloque B de la Escuela de
Letras. Ya conocíamos a Enrique Arenas por sus cursos de latín,
griego e italiano y a la extraordinaria poeta Lidda Franco, quien
vivía en San Jacinto, urbanización situada al norte de Maracaibo
donde In Fabula tuvo larga presencia. Habíamos tenido acceso
por diversos azares a bibliotecas y tertulias que comenzaron a
colmarnos aun en la abulia. Leíamos con frenesí porque
literalmente no había otra cosa que hacer, la Universidad era el
único refugio y acaso por eso mismo era hostilizada con frecuencia.
Yo vi caer a un joven tiroteado en un pasillo, supe que las fuerzas
del orden lanzaban bombas lacrimógenas dentro de los salones para
obligar a salir a los estudiantes y profesores, supe de guardias
nacionales que golpearon en un allanamiento con sus peinillas las
barrigas de las muchachas embarazadas que obviamente no podían
correr, vi la violencia que generaban las facciones de adecos y
copeyanos y los ultras de izquierda que hoy están en la
ultraderecha.
Comenzamos como grupo a
presentarnos en los encuentros literarios en el Occidente del país
que todo le debían al impulso de Enrique, él mismo nos invitaba a
participar y a punta de libros y copias generosas, conocimos de los
poetas sus obras. Las primeras participaciones en encuentros
literarios y me atrevo a asegurar las más duraderas, las hicimos con
él y de su mano.
La revista nació como
una manera de recoger y expresar ese movimiento y lo hicimos con muy
pocos recursos –y con financiamiento exiguo- más una disciplina
laxa pero insistente. Cada vez que salió hicimos tirajes de mil
revistas, el número lo presentábamos en la ciudad y con él
salíamos a recorrer entre aventones y malabares, algunas ciudades,
Coro, Punto Fijo, Pueblo Nuevo, Mérida, Caracas, Barquisimeto, donde
hubiera amigos y poesía, incluso mandamos números al exterior. Por
cierto, en la Biblioteca Nacional reposan creo, dos ejemplares.
La revista que alcanzó
siete números salió cada vez que se pudo, y de alguna manera cruzó
con su intermitencia lo que duró el grupo en la Universidad. Cuando
nos fuimos graduando casi a cuenta gotas, la revista declinó y el
último número, ya listo y con el financiamiento en nuestras manos,
desapareció al dañarse irremediablemente la máquina en la que
había sido diseñado.
Los textos quedaron un
rato latiendo agónicos, nosotros mismos dimos algunas bocanadas,
pero la dispersión y los múltiples destinos nos aventaron
definitivamente lejos y ya no coincidimos en lo que más nos gustaba:
hacerla; y leer y conversar hasta el último cigarrillo.
La revista la acompañamos
con agitación cultural. Hicimos de la lectura en voz alta culto y
movimiento. Incluso llegamos a representar, a montar en las tablas,
una obra colectiva y disparatada donde teatralizamos nuestras formas
de leer, de vivir la lectura, cama, mesas, excusados y cigarrillos
subieron a escena. Leíamos con pasión desordenada. Creo que fuimos
exigentes porque nuestros maestros y maestras, amigos y amigas
entrañables, aún hoy ahí lo eran, lo fueron con nosotros y aún lo
son. Acaso deba decir que cultivamos una ética de la estética, y
que las volvimos inseparables.
Casi todo lo que salió
publicado fue leído en viva y alta voz y aprobado en barra. Y
algunos textos inclusive llegaron a la revista después de haber
pasado por el bisturí. Lo confieso.
Decidimos poco a poco ser
una suerte de testigos. No quisimos romper con tradiciones ni ser
demasiado estridentes, pero en cambio le plantamos cara a la
mediocridad. De burlarnos de las poses literarias hicimos una pose, y
nos jactábamos de ser amigos de los escritores que menos lo
parecieran y que menos hablaran de literatura. Eso sí, respetamos a
los poetas mayores –Palomares, el poeta Álvarez, Ana Enriqueta- y
compartimos con reverencia y agrado su presencia. Quisimos mucho a
Hesnor Rivera. Lidda por cierto, era una de nosotros. Es decir, no
quisimos ser y no creo que lo hayamos sido en definitiva, un grupo de
ruptura. No nos interesaba romper sino tender puentes con la belleza
y la pasión por la vida, y en esa mezcla se destiló repito, una
ética de la estética.
La revista recogió parte
de lo que íbamos produciendo y conociendo: poesía, narrativa,
ensayos, lecturas. Más que una mirada alrededor era una vista
introspectiva: (nos) mirábamos hacia dentro. Por cierto, poco a poco
la fuimos convirtiendo en un lugar exclusivo de las palabras, cada
vez con menos imágenes e ilustraciones. Ya en la séptima la portada fue
un destellante texto atribuido a Buda, que en su momento nos sacudió
con la frase: “El Nirvana es una pesadilla de día”. La que nunca
salió –y cuyo Suplemento Fe de Ratas contenía el extenso poema de
José Coronel Urtecho Mi mujer, el cual conociéramos en la
Hacienda El Milagro en Quíbor, de la voz del propio Urtecho en una
grabación que tenía el poeta Tito Núñez- era un solo cuerpo
obsesivo de textos de principio a fin, en blanco y negro. Queríamos
responder así a una tendencia visualista en la que los textos eran
solapados y desplazados por las imágenes y por el diseño. Queríamos
pues, ofrecer lectura pura y dura.
Por ahí íbamos, hasta
que el tiempo dijo a decir otras cosas.
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