José Javier León
Maracaibo,
República Bolivariana de Venezuela
IBERCIENCIA. Comunidad de Educadores para la
Cultura Científica
Hay una diferencia sustancial entre
empleo y trabajo. No es sutil ni ofrece ambigüedades, sin embargo, el uso
digamos interesado de uno u otro concepto, define la política educativa; pero
sobre todo, la idea de futuro y el modelo de desarrollo.
En efecto,
un país que decida educar en función del empleo constreñirá sus capacidades a
espacios ya creados y de alguna manera, predeterminados, lo cual afecta la
creatividad y especialmente la productividad.
Difícilmente
estaremos en desacuerdo acerca del tenor de los cambios que se suceden y
determinan la vida hoy. Así que pretender encauzar la educación de acuerdo a
formas preestablecidas supone necesariamente rezagos, desencuentros o desfases
entre la educación y los ritmos que impone la realidad.
Por eso el
concepto trabajo es una emergencia si se quiere subversiva pues supone educar
para la creación y la productividad en escenarios abiertos, multidimensionales,
no estrictamente especializados, que en definitiva postulan una sociedad dinámica
atenta a los cambios. Esta educación es de por sí mucho más exigente y
compromete a todos los actores: estudiantes, profesores, instituciones y
factores económicos, que han de participar en una necesaria articulación y
comprensión de las exigencias del momento.
Empleo y
trabajo participan pues, de un debate de coordenadas históricas que prefigura
modelos de sociedad. El empleo habla de tradiciones, de trasmisión de saberes,
de tecnologías que se sostienen en el tiempo. El trabajo en cambio, tiene una
carga de actualidad y producción que desafía lo estatuido y promueve la
aparición de lo nuevo. El trabajo es energía (hay una reserva de “física” en su
contenido semántico); el trabajo supone transformación. El empleo trae de suyo
un hacer no transformativo sino lineal y hasta circular, acompasado y
delimitado en circuitos. El trabajo es energía aplicada a la transformación y
supone, insisto, el nacimiento de productos. De hecho, la expresión “esto es
fruto del trabajo” difícilmente sea aplicable a la noción de “empleo”. El empleo
suele asociarse a modorra; el trabajo en cambio fortifica.
Lo dicho
hasta acá tiene que ver con una manera de percibir las palabras, pero no
estamos lejos de su sentido académico y profesional. De hecho, el empleo a
través de la educación técnico‐profesional (ETP) se orienta a “desempeños
laborales específicos”, lo cual se opone a la necesidad de una educación “integral
para el aprendizaje a lo largo de la vida, el trabajo y la ciudadanía”; a “la
configuración de nuevos espacios de formación por vía de los convenios entre
las escuelas y los centros de trabajo”; y al “dominio de una cultura
tecnológica” y una “formación para la creatividad y la innovación”.
No está de
más advertir que la Meta N° 06 habla de empleo y lo hace, así lo creo, desafiando
las formas del futuro. El empleo predetermina los espacios y los estandariza,
además, debemos estimar lo que significa en términos de inversión apostar a la
creación incesante, al riesgo. El empleo permite sin duda diseños
espacio-temporales más amplios, cíclicos y repetitivos; en cambio, las unidades
de trabajo son acotadas y limitadas y más de laboratorio, por ello invitan a la
innovación.
Por lo
anteriormente dicho se comprende que se hable de trabajo cuando en verdad se
habla es de empleo, con el agravante no menor de que la formación universitaria
tiende poderosamente a formar para el empleo y no para el trabajo. A lo que se
suma peligrosamente la tendencia actual de las empresas a controlar o
intervenir las estructuras curriculares, reservando la innovación a unidades
separadas (por su aislamiento y ultraespecialización) de la dinámica
tradicional de las universidades.
Ello
repercute según mi criterio en la educación general la cual debe promover -es
lo que todos aspiramos- la creatividad y la innovación y, por tanto, tender a
incorporar cada vez más unidades de investigación y producción que se traduzcan
menos en empleo que en una diversa proliferación de centros de trabajo donde la
transformación estructural de la realidad sea más una tarea de todos y no de
unos pocos en opacidad y secreto, tal cual operan las castas de expertos.
La
educación democrática para el trabajo es una meta que desequilibra el orden de
las empresas nacionales y trasnacionales porque pasa por la actuación local de
ciudadanos cada vez más conscientes de su territorio, de su realidad, de su
capacidad de comprender sus necesidades y de la necesidad primordial de
compartir y complementar.
La
educación para el trabajo hace parte de una ética distinta y no sé cuán lejos
estamos de asimilar su fuerza performativa. El ritmo de los cambios que supone
son los del metabolismo de la vida real; no los contenidos y reservas del
capital que invierte sobre seguro y no se abre –con generosidad y
desprendimiento- a las posibilidades de la creación y la innovación en función
de solucionar los problemas de la vida común, de la vida de todos, porque
declina la noción de riesgo casi de manera exclusiva hacia lo peor: las bolsas
y burbujas financieras.
La
inversión para transformar realidades de vastos grupos humanos se le ha dejado
sólo al Estado social; el interés privado (que promueve el Estado mínimo) en
cambio es medroso. Por eso el trabajo es una capacidad que parece competerle al
primero, mientras el segundo se sirve del empleo como del correaje aceitado de
un sistema que funciona menos como generador de riqueza (la cual cada vez más depende
del sector financiero, petrolero y armamentista –si hablamos sólo de las
actividades “lícitas”…-) que como mecanismo de control social.
Democratizar
la educación para el trabajo habla de una sociedad que tiene entre sus
proyectos la construcción colectiva de un mundo mejor para todos y que renuncia
a la inercia de la producción anónima de capital por el capital.
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