José Javier León
Maracaibo,
República Bolivariana de Venezuela
IBERCIENCIA. Comunidad de Educadores para la
Cultura Científica
“Las peripecias de la facultad de proyectar se
confunden
con las peripecias de la creación de la libertad”
José Antonio Marina
Posiblemente en el área de la educación no exista una idea
más acariciada que la del trabajo en equipo. No obstante, pese a todos los
esfuerzos en su mayoría necesariamente conscientes para alcanzar dicha meta,
ese trabajo conjunto, colaborativo, solidario, no hace parte plenamente, de la
cotidianidad escolar.
Mi experiencia me
lleva a pensar que existe una limitación estructural que impide el trabajo en
equipo: una concepción del tiempo individual y por ende, fraccionado, que
interrumpe los procesos y fragmenta las expectativas reduciéndolas en el mejor
de los casos a metas y objetivos personales sin comunicación con las metas y
objetivos de los otros. El trabajo en equipo es preciso concebirlo en
colectivo, esto es, que el tiempo no afecte a cada uno en particular sino al
todo o al conjunto de los docentes que se asocian para trabajar juntos. Tener un tiempo para todos, para un todos que
se convierte en uno, pasa porque todos trabajen en un proyecto con objetivos y
metas comunes. Así, el proyecto deja de pertenecer en exclusiva a la esfera
personal del docente para formar parte de la compleja unidad de colegas que lo
comparten, hasta integrar “una gran sinfonía” al decir de José Antonio Marina.
Pero para que ocurra, los docentes deben estar dispuestos a declinar sus
proyectos personales en función del proyecto acordado en común. Lo dicho hasta
acá, aunque suene obvio, sencillo y fácil de acometer, es acaso la piedra de
tranca del trabajo colaborativo y del desarrollo de proyectos como tal, puesto
que no existe al menos en educación proyecto que no reclame participación
colectiva.
La labor docente es en
esencia colaborativa. Sin duda nos debería asombrar que existan docentes que desatiendan
esta condición si se quiere natural puesto que el conocimiento es una
construcción social en la que participan (han participado históricamente) comunidades
diversas. Puede alguien creer que lo que sabe o aprende depende de su sola
persona, mas apenas salga un poco de su ensimismamiento tendrá que reconocer la
participación de al menos generaciones de investigadores y estudiosos que
adelantaron dichos conocimientos y le entregaron –en sus manos y sin pedir nada
a cambio- el “testigo”. Por sólo poner un ejemplo, ¿existe algo más maravilloso
que el lenguaje que empleamos y que aprendimos naturalmente? Pues he aquí un vivo y palpitante ejemplo, cotidiano
e invisible, de ese trabajo minuciosamente colaborativo que es el lenguaje oral
y escrito. No obstante, pasa con todo lo que sabemos, aprendemos y enseñamos.
Formamos parte de comunidades que nos han entregado lo acarreado por siglos,
para que de alguna manera lo continuemos y sigamos creciendo.
Llevar estas ideas a
la escuela, a la universidad y al trabajo en equipo no es sino actualizar y
hacer cotidiano ese aprender social inherente al conocer y a los conocimientos.
El sólo sé que no sé nada es
aceptación de que lo único que podemos saber no está en nosotros, que debemos
ir abiertos y humildes al afuera donde están los otros.
Pero para que la
colaboración se dé, es preciso que el tiempo particular se ponga en relación
con el tiempo colectivo (deponer el
tiempo del interés individual) pues sólo en comunión lo que sabemos (y somos) se
entrega despojado del yo para ser de todos. El conocimiento así construido
obviamente, no es de nadie en particular, no se puede almacenar y mucho menos
“bancarizar”. De hecho, cuando ocurre esto último el conocimiento es sacado de
circulación y, pasible de ser privatizado deja de crecer y de alimentarse de
las experiencias infinitas, y se estanca. Como dice Marcos Santos Gómez en un
texto que recuerda las ideas pedagógico-liberadoras del maestro brasileño Paulo
Freire: “El educador bancario es, y en esto Freire sigue muy de cerca a Erich
Fromm, un «necrófilo» (Freire, 1992, p. 85).
Mucho conocimiento fatuo y pretencioso está enfangado en “conocimientos” que ya
no circulan libremente, que no se ventilan en el ágora infinita que es la vida
en sociedad.
Los proyectos educativos
son en definitiva, espacios de encuentro y colaboración, en los que se pone en
común el tiempo de cada uno para hacer nacer el espacio-tiempo de todos. Ocurre
entre estudiantes y docentes, entre docentes, o en equipos mixtos que
trascienden las rejillas administrativas para juntar-se y relacionar saberes y prácticas.
Lo importante entonces
es reconocer las limitaciones que ofrece el espacio tiempo administrativo que
recurre a los estancos para clasificar y controlar. Se trata de una
racionalidad que comprende separando. Pero esto, que puede funcionar con
materia objetiva –ajena y abstracta- como lo ha demostrado la ciencia moderna e
ilustrada desde el siglo XVII –aunque no son pocos los problemas que ello ha
traído a la pervivencia de la especie humana-, se dificulta cuando se trata de
materia subjetiva (e intersubjetiva), de saberes con contornos difusos, donde
lo real e imaginado, lo visible y lo invisible, lo mensurable y lo
imponderable, lo material e inmaterial se conjugan para producir realidades complejas,
menos experimentadas que experienciadas, si cabe el término.
La administración
escolar acostumbra ser, lo sabemos, rígida. Los docentes nos encontramos con
asignaciones particulares, individuales e individualizadas (total es a cada uno
en particular a quien el sistema paga salarios y a cada quien en particular
reclama cumplimiento), con objetivos por materia que deben cubrirse siguiendo
un programa en cuya formulación difícilmente participó el docente. Aunque tenga
lo que se conoce como “libertad de cátedra” lo cierto es que el programa y sus
contenidos son antiparras con los que se ve lo ya visto, aceptado y permitido.
Lo nuevo –si sobrevive a esta asfixia programada- debe pues, elevarse por encima
de tales limitaciones.
Y es en este escenario
obturado donde escuchamos deseos y petitorios que invitan al trabajo en equipo.
¿De verdad tienen tiempo los docentes para planificar y proyectar juntos?
¿Pueden sacar de la planificación general las cátedras y unidades para
conjuntar intereses distintos y hacerlos comulgar, construyendo una unidad de
espacio tiempo fundado en una figura inédita: la administración plural
–autónoma y responsable- del tiempo? ¿La escuela, la universidad, están
dispuestas a abatir los cercos administrativos para que los sujetos
(estudiantes y profesores) trabajen en función de proyectos colectivos sin
atender a las prerrogativas –disciplinarias- de los contenidos curriculares?
¿Es que pueden los docentes desafiar la vigilancia y el castigo disciplinar, propio
de los cotos de saber que la tradición enciclopédica encapsula? Si respondemos
afirmativamente, otra será la escuela y otra la organización
académico-administrativa a la que se deban los docentes. Los proyectos podrían más
fácilmente existir puesto que el trabajo en equipo tendría materialidad, un
piso real y no conjetural desde donde poder levantarse. Otra también sería la
evaluación: menos memorización; menos respuestas pre-conocidas. El docente
dejaría de ser el que más conoce para ser uno más en el camino.
Antes de cerrar
insistiré en una reflexión que subyace: el tiempo fragmentado que conduce a la
individualidad es la raíz de la competencia (no de las competencias). Es decir,
el uso particular e individual del tiempo conlleva el aprovechamiento de los
recursos también individuales que, administrados con celo, inclinan
inequitativamente la balanza de la suerte y las oportunidades.
Los proyectos en
cambio, buscan homologar los tiempos y por lo tanto hacer nacer de manera si se
quiere espontanea una homeostasis que convierta los talentos individuales
(siempre naturalmente distintos y diversos) en oportunidades del proyecto, el
cual crece y se fortalece precisamente en y con la diversidad. En cambio, con el
uso fraccionado e individual del tiempo las competencias son puestas al
servicio de la competencia (vencer al otro, superarlo como parte fundamental
del éxito).
Dice Byung-Chul Han
(2009) en el sugerente libro El aroma del
tiempo: “La fragmentación del tiempo va acompañada de una masificación y
una homogeneidad cada vez mayores”;
en efecto, el tiempo fragmentado masifica y homogeniza en la misma medida en que
los sujetos sin iniciativa propia devienen objetos despersonalizados hasta la
impersonalidad, lo cual conduce como bien sabemos a la inanidad y la idiotez. “Idiotas
en cualquiera de las acepciones de la palabra: en la griega, la que se aplica
al ciudadano vuelto hacia sí mismo, que ignora a los demás, lo público; o en
las más recientes, la originariamente francesa, como ignaro, como desinformado,
o, la más común, como trastornado, como incoherente”.
Por el contrario, en
la construcción colectiva del tiempo, las competencias están al servicio del
proyecto y el éxito del mismo redunda en el crecimiento (me atrevería a decir,
re-nacimiento, por la conciencia y la
responsabilidad crecientes) de todos los participantes.
Alcanzar ahora sí,
como equipo, la meta, los objetivos del proyecto común, hará parte de una aventura
educativa que incursiona por senderos desconocidos, atravesando el undoso bosque
de la libertad.
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