José Javier León
Maracaibo,
República Bolivariana de Venezuela
IBERCIENCIA. Comunidad de Educadores para la
Cultura Científica
]Publicado en IBERDIVULGA]
El artículo apunta a la
toma de conciencia sobre los excluidos de las TIC que, de alguna manera sufren
bajo el imperativo de conceptos de educación que ocultan el acervo
antropológico de la especie humana expresado en diversidad de culturas, como
escamotean las limitaciones materiales y económicas de un mundo dominado por la
desigualdad.
En definitiva, importa la educación, gratuita y universal, pues
las tecnologías empleadas para impartir, transferir, comunicar, trasmitir y construir,
son variadas y, en particular las TIC, accesorias. Novedosas, poderosas y
versátiles, pero accesorias, muy lejos de ser esenciales o prioritarias. ¿Las
uso como docente? Sí. Hasta donde puedo. Sin obnubilaciones ni dependencias
esotéricas. Como lo que son: herramientas.
Se alega en la literatura al respecto que estamos en una era
en la que dichas tecnologías hegemonizan, y ello es posible considerando la
dependencia de los países al sistema económico dominante que establece formas y
mecanismos de producción urbi et orbi. Pero esta verdad no puede ocultar, al
menos para los que pensamos en el otro
y en esos otros muchos que habitan invisibles las periferias del mundo, que
millones permanecen no sólo sin acceso a las TIC sino que sus formas de vida y
en general, sus idiomas y culturas no han necesitado dichas herramientas, ni son
esenciales para la transmisión de sus conocimientos, saberes y tecnologías, o como
también sucede, que viven en un grado de pobreza que hace que estos alardes de
futuro no sean sino espejismos imposibles de alcanzar. Pienso en ellos a esta
hora, repasando el libro del Clip al Clic,
reflexionando sobre la increíble historia de la humanidad y lo que acaso nos
depare la actual encrucijada tecnológica.
Es aquí, creo, donde se funda el problema: los que tenemos un
tipo de acceso digamos regular a las TIC olvidamos que un 15% de la población
del planeta ni siquiera tiene a mano la energía eléctrica o que un 40% depende “de
usos tradicionales de la biomasa para cocinar”.
Por eso, aunque muchas escuelas de esos países pudieran estar protegidas por
organismos internacionales y servirse de planes de asistencia y cooperación técnica,
está claro que serían una suerte de oasis tecnológicos que no dan verdadera
cuenta de la situación general.
Por otro lado, la energía eléctrica es históricamente
reciente si la comparamos con los miles de años de la especie humana; además
son muchos los que han reflexionado sobre los pasos gigantescos que una parte
de la población mundial dio a partir del desarrollo exponencial de la actual
revolución tecnológica que consideramos nuestro
entorno, pero que, insisto, no lo es para más de la mitad del mundo que no
tiene conexión a Internet.
No puedo ser un defensor a ultranza de las TIC, aunque las
use, como tampoco puedo hacer apología de las culturas y poblaciones que no las
usan por exclusión o porque no se encuentran en su horizonte necesario y vital.
Abogo sí por un concepto de educación que parta de principios antropológicos y
no necesite para fundarse, andamios circunstanciales.
Lo digo porque considero que debemos pensar la educación
desde alguna esencialidad humana, y desde ahí, remontar las formas de enseñar y
aprender que reflejen nuestro ser y hacer. Si partimos de definiciones de
educación que pasen a través del filtro de las TIC sin siquiera considerar las
formas de acceso o dándolas por sentado, estaremos construyendo sobre bases
falsas, y en muchos casos inexistentes.
Entre los elementos que nos hacen seres humanos –y la
educación es sin duda fundamental- está nuestra relación con la memoria. Y la
memoria no está (sólo) en los libros y ¡menos en los pen-drive! La memoria de
lo humano y que nos constituye, está en los abuelos y en las abuelas, en la
lengua materna, en la sociedad que nos acoge y nos nutre. Soy partidario de
José Antonio Marina cuando afirma que la “inteligencia humana es un híbrido de
biología y memoria” y que la fórmula básica es: “ser humano = biología +
memoria” (págs. 58 y 70).
También cuando explica que la memoria es una fuente activa, no un banco de
datos al que acudimos para recordar algo, la memoria, dice: “reconoce,
relaciona, generaliza, combina, inventa” (pág. 77). Y es en la memoria donde de
alguna manera misteriosa guardamos “mapas de nuestra realidad, diccionarios
mentales, cartografías afectivas… sistemas peculiares de organizar nuestro
propio mundo” (pág. 127); donde se gestan los sistemas de asimilación y generación
(AG en la jerga del maestro toledano)
que nos permiten captar y comprender el mundo. Por tanto: “Si nuestros esquemas AG son pobres, nos
sucederá como a las ranas, que son incapaces de ver a sus presas si están
quietas y pueden morir de inanición aunque estén rodeadas de ellas. También
nosotros podemos sentirnos paupérrimos aunque estemos rodeados de riquezas, si
no somos capaces de percibirlas” (pág. 127).
Como educadores debemos pues, trabajar
en los mapas de la realidad, en los diccionarios mentales y en especial en las
cartografías afectivas. He aquí la fuente de todo saber. Si esto falla, no
habrá herramienta ni entorno
tecnológico que propicien ciencia ni tecnología alguna.
Hay, cada vez lo dudo menos, un principio antropológico que
no debemos descuidar en el afán de desencantar al mundo para llenarlo de
fantasmas coloridos, impactantes pero efímeros y yo diría desechables. Se
pudiera argüir que la memoria está en los libros, pero la competencia lectora
que nos permite acceder al venero de sabiduría que está en infinidad de páginas,
requiere de una formación y una sensibilidad que no siempre están al alcance de
todos. Creo que antes de cualquier herramienta, antes de los libros incluso,
antes del PC, antes de internet y sus prodigios, están la palabra y su hondo sueño.
Si esta falta, no habrá tecnología que la sustituya. Sólo sobre sus cimientos, con
su argamasa amorosa se edifican “la creatividad, el conocimiento y el
pensamiento crítico” (pág. 132)[4]. La lectura y la escritura nacen de
la oralidad acariciada y acuciosa.
Por todo lo dicho, comparto plenamente las aprensiones enunciadas
en el libro de Fernández Enguita y Vásquez Cupeiro, cuando afirman que:
“Entre los cerca de tres cuartos de millón de profesores que
contabiliza el Ministerio de Educación (709.000 en el curso que terminó en
2015, 721.000 en 2012, antes del tijeretazo) se pueden encontrar todos los usos
imaginables de la tecnología y todo tipo de innovaciones educativas apoyadas en
ella, incluidas altas dosis de creatividad y originalidad, pero el panorama
dominante sigue siendo que, en la carrera entre la educación y la tecnología,
la educación pierde, y por mucho, no solo fuera, en el mundo del trabajo, sino
también dentro, en el mundo del aprendizaje. El uso de los recursos digitales que
domina es un uso fundamentalmente pasivo, temeroso y timorato, adaptado a
mantener o a cambiar poco y despacio las formas tradicionales de aprendizaje y,
sobre todo, de enseñanza.” (Pág. 77)
Lo que hemos perdido, en conclusión, es nuestra relación más entrañable
con nuestra lengua materna, y en esta desconexión, en este desgarramiento de
origen, radica la relación pasiva, temerosa y timorata con el mundo, que luego
se expresará en el uso de las TIC, pero antes… en el más elemental empleo de la
palabra oral y escrita.
La tecnología avanza más rápido que la educación porque tiene
su propia lógica la cual puede sin complicaciones prescindir de nosotros, sus
simples operarios. Es lo que confirma, además, que se trata de herramientas
diseñadas para ser usadas por principiantes o expertos, por definición externas
y por naturaleza in-necesarias. Al contrario, necesaria y vital es la
educación, que no puede existir sin nosotros y viceversa; que nos afirma en el
ser y en el estar, plenos. En la realidad que nos rodea y nos constituye. Que
es nuestro en-torno, un como algo interior
que, sin embargo, nos rodea. Nos colma.
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