Maracaibo habla

Por
Orlando Villalobos (orlandovillalobos26@gmail.com)
Periodista/profesor universitario
Tuiter: @Discurso1

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El 20 de junio de 2018 se creó el Servicio Desconcentrado de Plazas y Parques, Sedepar, y desde entonces se pusieron en marcha acciones que se traducen en la recuperación del parque Vereda del Lago, situado a orillas del lago de Maracaibo. 
Este es un espacio necesario, que nos reencuentra con lo que somos, con nuestra raigambre lacustre y caribe, y nos devuelve el sentido de identidad maracucha. O nos hace saber dónde estamos. Este parque está allí porque los maracuchos quisieron. A pesar de la indiferencia o ausencia del Estado, y de la voracidad de los poderosos que se adueñaron de espacios en esa costa privilegiada, muchos encontraron un terreno junto al lago, empezaron a ir y a juntarse con otros, para pasar un rato o un día, bañarse en el lago en tiempos remotos, así hasta que finalmente, cuando ya ese territorio estaba fundado y pisado, el 27 de abril de 1993 el concejo municipal creó lo que llamó el Paseo del Lago. Esta medida conllevó la ampliación de lo que ya existía. Luego, el 27 de mayo de 1999 se modificó el nombre y a partir de entonces surge la Vereda del Lago, que ahora tiene la ciudad.
En 2018 habían en este parque unos habitantes muy especiales: 72 especies vegetales –dividive, cují, coco dorados, diferentes tipos de palmas, chaguaramo, mangle, y otros-; 49 tipos de aves –colibrí, cristofué, alcaraván, entre ellas- y otras 25 especies de fauna silvestre y acuática –tuqueque, iguana, machorro, babilla, gallito azul-.
En la Vereda bastante se ha hecho y todavía falta mucho, pero en este momento es el parque principal de Maracaibo, un atractivo inmenso, una oportunidad para respirar aires de ciudadanía.
En una ciudad como Maracaibo, trópico vivo, “la tierra del sol amada”, urgen más parques y plazas. Lo anoto y pienso siempre en Curitiba, una ciudad brasileña que visité en 2009, única por sus parques y jardines, que la saca de la lista de las ciudades caóticas y anómicas que conocemos.
Es hora de que se mire –la Gobernación, la Alcaldía, la comunidad de LUZ, las organizaciones sociales y la ciudadanía- hacia el campo universitario de la Universidad del Zulia (LUZ), otro parque en potencia, un parque de hecho… pero abandonado.
En la ciudad universitaria de LUZ hay un territorio suficiente, (¿unas 300 hectáreas?) que están allí como un espacio desaprovechado, con su vida silvestre de fauna y flora, y con personas que la transitan ocasionalmente, cuando entran y salen de su lugar de trabajo.
Esa ciudad universitaria tiene la impronta de Antonio Borjas Romero, rector de
LUZ entre 1958 y 1968, quien en una de sus primeras iniciativas, en 1958, propuso el proyecto de un campo universitario para Maracaibo. En ese momento, se incluía el terreno que ocupaba el aeropuerto Grano de Oro. Un decreto del 17 de enero de 1958, de la Junta de Gobierno que había sustituido la dictadura, fue el antecedente que sirvió de sustento para la aprobación de la iniciativa.
Borjas Romero fue nombrado rector por una decisión ejecutiva y aprovechando esa legitimidad, y su liderazgo, avanzó con esta idea. Un visitante extranjero o no maracaibero, que venga a LUZ, se sorprenderá de ese espacio ubicado en el centro de la ciudad, tan grande, desocupado y descuidado. De las 500 hectáreas aproximadas que se concedieron en un primer momento quedan menos, como consecuencia de invasiones improvisadas. El ojo y el interés privado lo tienen en la mira. En una ocasión avanzó con lo que llamaron Ciudad Colorama, que luego fue detenido por orden judicial y allí está paralizado.
Seis décadas después de la creación de la Ciudad Universitaria urge relanzar ese espacio, vital para la ciudad, para que una propuesta de ciudad nueva, con vocación de buen vivir, la ocupe, use y permita su disfrute, después de sembrar árboles, canchas deportivas, caminerías, tomas de agua, cafetines, parques infantiles, en fin.
Lo contrario es ese mundo de la sobrevivencia, de la anomia que muchas veces suelta sus amarras y pretende arrastrarlo todo. La anomia que se instala en sitios claves por ser lugares de confluencia, como sucede en el Mercado Las Pulgas, y como ocurría hasta hace poco en la Curva de Molina, del oeste maracaibero, en donde la acción desatada por mafias, la complicidad y el desdén burocrático, daba lugar a un cóctel explosivo que desintegraba el tejido social. Ahora la historia empieza a cambiar en la Curva con la construcción de nuevos mercados, plazas y centros comunitarios. Otra ciudad, pues.
Las ciudades hablan, con sus silencios y sus gestos. Esa verdad se hace visible en Maracaibo, un pueblo rebelde, que desde su nombre muestra su ancestralidad y su vocación transformadora. Hay que tener un oído y un tacto muy sensible para escuchar y entender una ciudad, como la que vivimos, gozamos y padecemos, que no se resigna, ni se conforma.
Tenemos un reto inmenso. Construir la nueva polis, con identidad, memoria, todo lo cual puede conseguirse con sentido de pertenencia, con participación social, cultural y política; recuperando los mercados, formando redes asociativas y organizaciones sociales; recuperando el espacio público y ciudadano y permitiendo que la ciudad hable, nos interpele y nos cuente; nos hable de sus dolores y urgencias, y lo haga desde los territorios comunitarios, donde el pueblo se organiza para buscar nuevos caminos.


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