María, de Ana Cristina Bracho


Hace quince días que espero en la puerta, hace quince días desde que no sé nada de lo que ocurre del otro lado de la cerca. Quince días que todo se repite. Amanece y yo espero. Atardece y yo espero. Juan, que debía venir no viene. 


Debo ya estar completamente loca. Nadie puede oírme ni siquiera si grito, si me esfuerzo en lacerar el silencio con los ruidos que suelto por la garganta que ya no sé si son humanos. No sé si suenan como un aullido o trino como un gato. Sólo lo hago, sólo me esfuerzo en que la mujer que se desplaza arrastrando los pies, la que deja frente a la puerta poco más de un vaso de agua, me diga qué ocurre.

 

Dicen que ahora estoy doblemente presa. Que soy una rea en tiempos de pandemia, que afuera, todos experimentan este sentimiento de angustia, de estar guardados como una cosa, esquinados como un jarrón, olvidados como un cuaderno. Que nadie puede acercarse y que no pueden venir a verme. Dicen que tampoco podrán sacarme. Hace dos años que cuento, cada suspiro, cada minuto y ahora, me informan que se detuvo el tiempo. Que afuera, detrás de la cerca, el tiempo dejó de contar, que debo esperar.


Es muy difícil cuando se está dentro de una cárcel saber qué pasa. Siempre una tiene ese latido de la intuición que no se apaga. Esa sensación en el estómago que le dice si el día será normal, si las oficinistas llegarán a tiempo, si el cambio de guardia será reportado sin incidentes, pero no es evidente mantener contacto con lo que ocurre afuera. Salvo  con las mayores cosas, esas puedes armarlas ordenando debidamente los cuchicheos de los que pasan, de las mujeres estrictamente separadas que esperan en fila su turno a la ducha.

 

Por eso, estoy al día con las conmociones políticas, con las mujeres que mueren en este lugar, cuando llega una nueva que es especialmente temible o cuando se pelean. Todo forma parte de una misma cosa, tiene la misma importancia. Lo puedo oír, lo veo desafiar mi aislamiento y en cierto modo, me llena. Claro, a veces me siento peor.

 

 ¿Qué importancia pueden tener esas cosas? Sólo si mata a su hijo alguien nombra a una de las mujeres que se desplazan por acá. Sé que si yo no estuviera aquí, no me importaría nada de esto. Quizás no me importaría nadie como yo, que terminó aquí, por un error, una duda o una injusticia. Ya no lo sé, no me acuerdo.

 

Pero durante este tiempo, no sé bien lo que ocurre para los que no están aquí, viendo esta pared gris. Los primeros meses, intentaba recordar las efemérides, los eventos electorales y contar los días. Entré el día de Santa Ana y hoy, es sólo otro día más, pero algo pasa. Aurora tiene muchos días sin cambiar de guardia. Yo tengo mucho rato gritando y nadie se acerca.

 

Me pregunto si se sienten así las primeras horas de vida, aquellas cuando un bebé estrena los pulmones y los exhibe para sus padres que ya seguros de que la muerte no ronda, se dan una vuelta en la cama, se sumergen en una almohada y se consuelan con la certeza que algún día el hijo o la hija aprenderá a callarse. Yo nunca aprendí, por eso dicen que maté de los nervios a mi propia madre.

 

Yo sé gritar muy bien. Las primeras noches en la cárcel, sólo grité.  Era mi única protesta posible, mi única manera de decir que no podrían conmigo, pero sí pudieron, un poco, no lo sé... Los gritos cuando estás en una jaula, puede que se mimeticen con el ambiente, pero sirven porque siempre hay algo de humanidad en el celador que hace ese trabajo porque fue lo que le tocó.

 

He visto más presos por convicción, gente que desde que vio cómo eran las cosas supo que iba a rozar la posibilidad de terminar en este cajón, que carceleros por vocación. La mayor parte son, gente que vive cerca o que no era buena en matemáticas, que caminan por los pasillos buscando una esquina para sacar el teléfono y ponerse al tanto de lo que ocurre afuera o alimentar la historia de amor que mantienen con cualquiera que pueda enamorarse de alguien que tenga estos oficios tan cutres…

 

¿Alguien ha pensado cómo se siente esperar si el tiempo no pasa? Si sale el sol y se va. Si lleno de sangre la ropa porque menstrúo y deja de pasar. Para mí, ya nada tiene sentido porque el tiempo ya no está. Sólo la espera. No entiendo cómo pudo suceder esto. Me levanto, estiro la sabana. Me tiro al suelo y hago mis ejercicios. Dos saludos al sol,  tres inversiones y sueño que levanto pesas. Me quedo echada en el piso, al lado de la cama y cierro los ojos, todos los días, en mi mente paseo las calles que conozco, recuerdo el desayuno antes del colegio. Me siento tomada en los brazos de Juan, que me metía en su pecho, que me acunaba, que me sigue dando la paz que merezco.

 

Me he parado en todo el medio de la ducha, un día lunes –creo-, he gritado que necesito que el tiempo se mueva, que la carcelera me jure que esta semana será como son las semanas de un preso: que el lunes tendré sábanas limpias, que el martes recibiré un libro, que el miércoles empezaré a contar las horas para que venga Juan y que el jueves vendrá el abogado a quien no me gusta ver pero que veo.

 

¡Bien que grité! Pero no pasó nada. Sólo Aurora, una de las celadoras me dijo que me fuera quedando quieta, que ella también estaba presa porque no podía salir. Si entraba, se quedaba. Si salía, no volvía. Que las visitas estaban recluidas en sus casas y los abogados no podían entrar. Me quedé desnuda y rota. En medio de la ducha, donde caían las gotas de mis lágrimas mezcladas con el agua. Todo parecía hacer una ruta desde la coronilla de mi cabeza, a mis ojos, a la punta de mi boca, al punto más lejano de mi pecho y caer así, sin nada que lo agarrase directo al suelo.

 

No quería salir del agua, no ese día. No, no quería salir más nunca. El agua me daba consuelo y sentimiento. Me hacía revivir la vida que tuve antes, los viajes al río, la textura de las manos de mi madre enderezándome el cuello. Pero no pude. Ni a quedarse en la ducha puede aspirar a quien ahora, está dos veces presa. Me despertaron los gritos de las otras reas que miraban con desconcierto que yo siguiera usando este aullido para que alguien me explicara qué pasaba, cuándo volvería el tiempo a ocurrir. Me despertaron porque ellas también aspiraban a huir de aquel lugar respirando los vapores que suelta el agua cuando calienta. Todos los jabones, hasta estos, sin marca y sin color, tienen una esencia que te lleva de paseo a los ríos, de vuelta a la cocina, a las faldas de la abuela.

 

Caminé como se hace por acá, con la mirada gacha, con la toalla enrollada y me dispuse a vestirme. Esto es uno de los momentos que más odio, estar en este enorme pasillo, de espejos de metal pulido, donde todas muestran que ya se acostumbraron a perder la decencia y el miedo a estar desnudas y tan sólo lo asumen como lo que es, un cambio obligatorio de ropa con elástica. Para luego andar, una tras otra, hasta la puerta que le toca.

 

La celadora me dejó sobre la cama, dos mascarillas y unos guantes de latex. Por un momento, creí que el dolor se me salía por los huesos y que lograba adivinar que pronto, habría muerto. Muerto porque Juan no venía, porque me enloqueció el silencio pero no. Eran tan sólo reglas nuevas. Había ahora que taparse la boca, dejar los labios presos. Evitar que las yemas de los dedos sintieran las texturas y evocaran la libertad. Era una cuota que le exigían a todos, a quienes estábamos aquí y quienes estaban allá. Tenía que firmar que me habían explicado eso, que tenía que usarlo.

 

Me quedé pensando, ¿cuántos papeles he firmado? Desde aquella declaración que no escribí, desde el manifiesto de que nadie me tocó, desde que recibo dos dosis de productos al mes. Mi vida es eso, una hoja en una carpeta. Ahora tampoco entendía cómo podía enfermarme yo. Yo que no veo ni cuando el sol se asoma, que sólo piso la línea que me lleva a la ducha, que sólo me dejan salir si dejan entrar a Juan. Yo que vivo en una jaula. Ahora, tenía que entregarles también mi rostro, tenía que ponerle tela a todo lo que no eran mis ojos.


Ese día, mi propia nariz, quedó así. Era una nariz tras una mascarilla N95, tan poca cosa como yo, con este uniforme con número. Yo, que no tengo ventana por donde mirar, que sólo quería que pasara el tiempo, que sólo leo los libros que caen –a veces- por acá, que no sé ni siquiera porque respiro todavía, tengo que esperar más de lo que esperaba por un tiempo que ya era lento y ahora no pasa.

 

Yo, que me llamo María que sólo conozco a Aurora, la celadora, que alguna vez tuve madre y marido. Yo, que alguna vez tuve nariz y que, aunque no quiera, todavía respiro.

 

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Desde que empezó la pandemia, dicen que el segundo sistema más afectado es el sistema judicial. En casi todos los países los juicios se han atrasado y  la mayor parte de la gente no recuerda estos temas. A mí, me preocupa enormemente, esa cantidad de personas que están detenidas en un limbo donde los lapsos no pasan. Hace un par de semanas escribí esto que les paso -quizás pensando que tienen tiempo libre- y que no tiene ninguna pretensión. Ignoro cuántas "María" pueden existir aquí y en cualquier país durante esta situación pero quise compartir con ustedes este texto, pensando en cualquiera de ellas.


Ana

 

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