Sobre el ensayo



El ensayo es un género peligroso. Nada promete durar en él, todo es vulnerable, materia en perpetua corrección, en constante ajuste. Su reino es la verdad momentánea, verdad vacante, escurridiza, maleable, perecedera. La naturaleza que más le sienta es la incorrección. Su cuerpo es fragmentario, su universo disperso. Se mueve a saltos, traza arcos agujereados. Acostumbra dejar lagunas en el camino, no se detiene a rectificar, rectifica sobre la marcha. Su mejor huésped es la contradicción. Se amiga con la desmesura, con el énfasis, con las afirmaciones destempladas. Suele tomarse su tiempo, no se apura, corretea. Es curioso, husmea, abre puertas, atiza, es impertinente. Lo acompaña la risa, la gravedad lo tiene sin cuidado, acostumbra burlarse de sí mismo. Parece que busca siempre lo más huidizo, corre hasta su presa y se entretiene aguardando una nueva oportunidad. En momentos se desentiende, olvida el motivo que lo ha traído hasta allí, y busca rápido otro que lo ayude a mantenerse erguido. No regresa a casa hasta no estar satisfecho. No parece nunca cansado, su espíritu es vivaz, intranquilo. Si algo sabe es lo que ha podido llegar a saber, pues no sabe nada de antemano. Lo que sabe lo ha buscado en sí mismo, y una vez  a flote, lo acerca, lo aleja, lo toca, lo huele, lo prueba, lo examina, lo deja atrás. Es muy riguroso consigo mismo, no se consiente mayores complacencias, no debe tomarse a la ligera su humor fácil. Es sencillo pero suele ser mordaz, hiriente incluso. No está hecho para los susceptibles, para los delicados. Se equivoca el que lo busca para entretenerse, no está hecho para el entretenimiento; el que descuida una parte descuida el todo. Una lectura frugal lo desencaja, pero los opíparos le dan asco. Su desmesura es mesura pero en otro orden, su risa es la risa de Epicuro. Se lleva de sí mismo, y se entiende con unos pocos. Serán ellos los que atiendan sus desatinos, sus inconsecuencias, sus frases contrahechas. Es incontenible, irremediable, irrefutable. Un ensayo es literalmente único. Quien refuta sus desatinos recibe silencio por respuesta. Es orgulloso, altisonante. No es bien visto en los salones de moda, en las fiestas de los entendidos. En la acera de enfrente conversa con los perros. Se aparta para dar paso pero mira por encima del hombro con una sonrisa maliciosa en los labios… Sabe que la poesía, terminada la fiesta, irá a encontrarse con él en algún callejón oscuro. Sus carcajadas despertarán al vecindario. Llegarán tarde a casa, llegan tarde a todo, no les preocupa el futuro. El ensayo se precia de conocerla, y ella le presta sus iluminaciones súbitas, sus encantos, sus aproximaciones. El ensayo la respeta como a una hermana mayor, pero en el juego se dan iguales, incestuosos, violentos, maledicientes. Se muerden hasta la sangre. Suele jactarse el ensayo de tener los pies mejor plantados sobre la tierra, y si no fuera porque en su fuero íntimo reconoce que no es cierto, la poesía lo mirara con recelo y lo abandonara en su orgullosa altivez. La poesía conoce sus extravagancias, las consiente, y se ríe de ellas de muy buena gana. Beben juntos con desparpajo de la misma fuente de las revelaciones. Se toman su tiempo con largueza. El ensayo respira, se mueve, se contorsiona, se quiebra. El ensayo es un oscuro cuerpo moviente expresado con ardor. El ensayo envuelve, seduce, desea. No escatima recursos, se apodera de todo cuanto tiene a la mano, si algo no le sirve busca pronto otra cosa que lo sostenga en vilo, que no lo haga decaer, pudiera hablar horas y horas. No calla ni por cansancio ni por fastidio sino para beberse un trago. El ensayo es inagotable. Lo que piensa del punto final nos puede parecer un reproche. Lo seduce la idea de poblar los puntos suspensivos, los etcéteras. Los puntos y seguidos le son tan sospechosos como los puntos y aparte. Le encanta la sinuosidad de las comas. El cuerpo del ensayo es su respiración. Las ideas cabalgan su ritmo respiratorio, como sujetas a la aleta de un delfín. El ensayo es una verdad desmedida sin más asiento que el aire. Tiende a creer que el mundo se le parece. No lo molesta el error, antes lo emplaza, lo señala, bebe de él con fruición. El error es su muro, pero también la rama dorada de su extravío, su novia, su espejo mejor. Desconoce la resaca del fracaso, cada derrota es un alivio, un respiro fuera del texto, lo más parecido al punto final que se permite. Con cada derrota inaugura un nuevo camino, su suerte la deciden las encrucijadas. Como suele estar perdido camina en círculo. No se entiende con los puntos cardinales, lo abisma el sol no importa por donde salga ni por donde se oculte. Ama la tornadiza luna, la corriente de los ríos, la llama de las velas, el humo de su cigarrillo, las hojas secas, la lluvia, las olas, la elegancia de ciertos animales, la altura, el vértigo, los abismos, los interiores de las casas, las celosías, los balcones, las ventanas que dan al otro piso, las escaleras de caracol, la música en vivo, los gatos, el vino, los libros de viajes y aventuras. Es amigo de visitar a deshora, odia las colas, los embotellamientos, las secretarias. Se guarda de los curas pero las monjas lo enferman de recato –aunque a veces lo inflamen de concupiscencia-. Sus mejores descubrimientos han sido el columpio y la bicicleta, ama los cafés poco visitados, los amigos con los que no hay necesidad de hablar, los silencios cuando no hay nada que decir. No rompe a hablar para llenar huecos, pero su hablar está lleno de huecos. Viste lo mejor que tiene pero su ropero está desvencijado, fuera de moda. La moda es un ardid y él odia los ardides, tanto como prefiere arder en la llama del momento. Felizmente su momento está en ninguna parte, de ahí que su mirada parezca extraviada. Lo nostalgia no lo refrena, lo impulsa, nos deja atrás. Su nostalgia es vertiginosa. Lo traga la puerta que abre. No lo enceguece la luz de los artificios. Avanza con paso seguro y sin embargo a tientas. Su vuelo es rasero, detesta las acrobacias, aunque su natural es el equilibrismo. Nos deja sin aliento cuando se afana en el vértigo, se acompaña de una pértiga con la que salva las distancias engorrosas. De buen comer, acusa un paladar extraño, saborea en secreto ciertos alimentos que harían levantar ciertas narices. Su cara se transforma cada tanto frente al espejo. Cada mañana es otro el que se cepilla los dientes. No lo asustan sus metamorfosis, antes las recibe con agrado pues le anuncian que todo va sobre rieles. Nada lo asusta, pero está lejos de sentirse confiado. En los cruces mira en todas las direcciones. Por su aspecto puede parecer despreocupado, pero no nos fiemos de su desenvoltura. Lo desenvuelto en él está arado en terreno baldío. Lo que vemos ha sido arrancado a lo desconocido, y él mismo es su propia fuente de desconcierto, él mismo se desconoce de un modo atroz. No lo parece, pero vive atormentado por la vigilia.


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