José Javier León
Maracaibo,
República Bolivariana de Venezuela
IBERCIENCIA. Comunidad de Educadores para la
Cultura Científica
No les habla de ninguna manera “la voz de la experiencia”.
Soy uno de ustedes, mas necesito comunicarles unas ideas, algunas reflexiones,
producto de lecturas y sí, por qué no, experiencias que he tenido en más de una
década de docencia formal y otra más de prácticas informales en talleres y
cursos intermitentes.
Además soy papá y eso creo,
ayuda a tener una visión y dimensión sobre la docencia que vale la pena
sistematizar, comprender y poner a disposición de los más jóvenes, los cuales,
como me ocurrió en su momento se pueden sentir motivados a leer palabras de
alguien sólo un poco mayor acaso por aquello de saber hacia dónde van los pasos
del enseñar y especialmente, del aprender a enseñar. Y lo que acaso sea más
complejo, del aprender a aprender. Tarea ésta que es de todos, maestros y
estudiantes.
Desde la Escuela de
Letras recuerdo las lecciones de Rainer María Rilke
a un joven escritor. Las
palabras que le dirige en un pasaje de ese libro, sustituyendo escribir por enseñar, apuntan certeramente a lo que deseo trasmitir: “adéntrese
en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a enseñar. Averigüe si ese móvil extiende
sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión,
inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido enseñar. Ante todo, esto: pregúntese en
la hora más callada de su noche: "¿Debo yo enseñar?". Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta
profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria
pregunta con un "Sí debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta
necesidad, erija el edificio de su vida.”
De eso se trata. De
enseñar en el límite, allí dónde gravitan la vida y la muerte, las cosas
últimas. Enseñar, erigiendo sobre esa decisión el edificio de la vida.
El otro maestro que me viene a la memoria es Paulo
Freire, a quien conocí de pasada en la Escuela de Letras pero al que, pasado el
tiempo volví con mayor amplitud. De él aprendí que “el enseñar no existe sin el
aprender, y con esto quiero decir más de lo que diría si dijese que el acto de
enseñar exige la existencia de quien enseña y de quien aprende”. Insistía
Freire en que el maestro debe enseñar “no como un burócrata de la mente sino
reconstruyendo los caminos de la curiosidad -razón por la que su cuerpo
consciente, sensible, emocionado, se abre a las adivinaciones de los alumnos, a
su ingenuidad y a su criticidad- el educador que actué así tiene un momento
rico de su aprender en el acto de enseñar. El educador aprende primero a
enseñar, pero también aprende a enseñar al enseñar algo que es reaprendido por
estar siendo enseñado.”
Finalmente, años después llegué al principio, al
origen de las ideas sobre la educación que hoy me acompañan y que más quiero
hacer mías. En especial, confieso que cada tanto me detengo a tratar de penetrar
el sentido de estas palabras que Simón Bolívar, el Libertador, pronunciara
recordando a su maestro, Simón Rodríguez: “A esa mi edad (nueve años) me
parecía maravilloso hacer lo que se me diera la gana. Robinson me sometió pues
a un proceso de objetividad. Alejó de mí la
enseñanza y de ella la virtud y la verdad para dármelas solas, preservándome de
vicios el corazón y de errores el ánimo. A veces cuando me aburría me lo
explicaba: Debo –decía– dejar por sentado señorito Bolívar, que su educación no
debe conocer mucho menos saturarse de nada. Si puedo hacer por usted el de
llevarle hasta la edad de doce o trece años, sin que sepa usted distinguir su
mano derecha de la izquierda, sé que cuando esto ocurra, desde las primeras
lecciones que voy a darle se abrirá su entendimiento a la luz de la razón, sin resabios
ni preocupaciones. Nada habrá en usted que pueda oponerse a la eficacia de sus
afanes, en breve, doy a usted mi solemne compromiso, de que será sino el más
sabio, el más aguerrido hombre en particular, que será un portento en la
historia del mundo.”[4]
Cuando esto leo y releo, pienso en mi y en todo cuanto
se pueda decir sobre la docencia, los maestros, la ciencia y el conocimiento, y
las palabras de Rodríguez, “…su educación no debe conocer mucho menos
saturarse de nada. Si puedo hacer por usted el de llevarle hasta la edad de
doce o trece años, sin que sepa usted distinguir su mano derecha de la
izquierda…” me conmueven y me invitan constantemente a revisar mi
relación con los estudiantes, con lo que creo que sé y lo que creo que deben
aprender en función de qué proyecto de país, en función de qué futuro.
Me asalta además la pregunta: cuán lejos estoy, o
estamos, de aquellas palabras, de todas las que nos repiten hoy y siempre que
enseñar va más allá de los conocimientos aunque, paradójicamente, tales
palabras cargadas de fuerza y silencio y noche, provienen de personas en las se
concentran siglos y tradiciones, es decir, que han hecho del conocimiento
memoria vital, fuerza creadora.
Por eso más recientemente, William Ospina, escritor
colombiano, nos decía bellamente: “… que son grandes maestros los que abarcan
todo el saber y transmiten toda la tradición, pero que también son grandes
maestros los que critican esa tradición y los que se rebelan contra ella. En
los momentos claves de la historia se cruzan esos jóvenes con miradas de
ancianos y esos ancianos con alma de niños, y desbaratan el mundo.”[5]
Necesitamos entonces, queridos colegas, saber, pero
sobre todo, saber borrar, entender que lo que sabemos se vuelve nada frente al
todo, y que el enseñar es una aventura conjunta, un viaje que hacemos con
nuestros estudiantes, con esos jóvenes que llegan por azar a nosotros con una
fe ciega en que sabemos, que somos portadores de conocimientos, casi libros o
biblioteca vivientes. Y sobre esta base lapidada por tabúes y fetiches levantada
durante siglos de dominación y patriarcalismo, nos toca, con humildad, comenzar
a descombrar, a limpiar, a deshacer prejuicios y temores comprendiendo que nos
necesitamos para caminar juntos, que nada podemos solos, que nos hacemos y nos
debemos los unos a los otros… y que en ese andar, calificaciones, exámenes,
evaluaciones, no sólo están de más sino que responden a formas caducas de
control y despotismo que, la verdad, niegan la vida en lo que de más profundo y
significativo tiene.
La enseñanza no se confirma con la respuesta unánime
de un salón uniformado sino con la convicción conjunta de que más allá de los
muros, hay puertas y ventanas abiertas a la aventura, a la creación, al
nacimiento de lo nuevo. Y en ese camino nos encontraremos todos, felices de no
saber, toda ciencia trascendiendo.
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