La única
guerra es la económica, incluso se podría decir parafraseando la conocida frase
de Carl Von Clausewitz: que la económica es la misma guerra, por otras vías. Y
hablo de económica y no de economía para darle el nombre que se le ha dado a
este proceso de desestabilización soportado en una idea distorsionada de
economía. Guerra económica la llaman, pero tal como entiendo, de economía no se
trata sino de hacer saltar los principios todos de la racionalidad y de
revestir la violencia con la que se pretende doblegar a un pueblo con el argot
y los modismos de la jerga económica. Para decirlo claramente: por ejemplo,
llaman “inflación” a un alza en los precios que no atiende a razón económica
alguna, salvo al capricho y a un hondo desprecio por el pueblo. Dicen “subió el
dólar”, cuando se refieren a una publicación arbitraria manejada por un grupo
complotado de infomercenarios contra la economía y la paz de Venezuela, página
que es utilizada por la clase comercial instintivamente apátrida como marcador de
sus precios para justificar sus estrambóticas ganancias.
Y antes
de comenzar la argumentación diré la conclusión: tal como están dadas las
cosas, no venceremos la guerra económica. La razón es simple: para vencerla hay
que vencer al capitalismo.
Los inocentes,
que son legión, aducen que en otros países se controla la especulación, la
inflación, los desequilibrios, sí, pero no relacionan lo fundamental: en dichos
países no gobierna el pueblo sino el capital. Y aquí los radicales –que no son
legión, pero llenan holgadamente un café- dirán que aquí no gobierna el pueblo,
y es verdad, pero ni a este poquito que no es todo el pueblo, el capital le acepta
que tome decisiones con alguna soberanía, con alguna, aunque sea tímida
independencia. Deben además admitir que este poquito, por más radicales que
sean, no hace parte de un gobierno oligárquico como el de Colombia, como el de
Brasil, como el de Argentina. Y al que diga que sí, le agradezco no avance ni
lea más, que con locos no hablo. Y punto.
Digo
entonces que en los tales países donde explotan a los trabajadores y a los
desempleados a placer, sin cortapisas y de modo natural, sin reservas ni
admoniciones de ningún tipo, es decir, donde opera el capital y la mano
invisibilísima del mercado sin contratiempos ni sospechas ni recelos, en esos
países toda la tierra y toda el agua y toda la energía tiene dueño, dueños
privados, corporaciones bien representadas en lustrosas familias. Pero aquí, en
Venezuela, a partir de Chávez, la tierra –no toda- pero sí una parte de ella,
está en manos de campesinos. El mar –no todo, pero si en alguna medida
importante- está en manos de organizaciones pesqueras y la pesca de arrastre,
se alejó de las costas. La energía es acaso la más barata del planeta, igual el
agua, aunque ciertamente no llegue a todos de la misma manera. Y por no hablar
de petróleo, o de gas y otros minerales y riquezas, del Arco Minero, por
ejemplo, que significa hoy por hoy una fuente de riqueza impensada antes de
tomar decisiones sobre ese casi mítico territorio entregado a garimpeiros y
mafias de toda laya, decisiones que exasperaron a los politicuchos -que por
cierto desprecian la octava estrella- con algún rasgo de soberanía repito,
sobre un tema tan neurálgico como el oro, sostén de la economía por venir…
En fin,
vivimos en un país que, aunque no es gobernado por el pueblo según dicen los
intelectuales de izquierda, el capital privado internacional –y todo el capital
es por antonomasia internacional-, que gobierna muchos sectores, ansía
controlarlo extendiendo todos sus tentáculos en las fuentes primarias de la
riqueza nacional. Y hete aquí que se han encontrado con algunos escollos.
Mas digo
yo, si no fuéramos, aunque sólo un poco soberanos, no hubiera razones para
sanciones, bloqueos, amenazas y agresiones. En los países cuyos gobiernos no
oponen resistencia, el capital opera sin limitaciones y todo –para él- fluye de
maravilla. Aquí, crea distorsiones que hacen o pretenden hacer irrespirable la
atmósfera cotidiana, el diario vivir. Cada día tiene sus problemas, el asunto
se complica cuando el capital enloquece y pierde los estribos y se sale de
quicio. Es lo que aquí tenemos, todos los días.
El
capital presiente que, si no controla todo, puede quedar sin efecto su natural
corruptor de las relaciones entre los seres humanos y las cosas. El capitalismo
necesita para vivir, la muerte. Me explico: para vivir, necesita convertir en
mercancías las cosas, incluso a los seres humanos, pero debe recordarse que las
mercancías son sólo cosas inanimadas, las mercancías no se comen ni respiran ni
sienten. Están como muertas, siempre como en tránsito, aunque fijas, como si la
correa que las mueve flotara en un espacio-tiempo abstraído de la realidad, más
bien de la vida. Cuando me como el plato de arroz no como una mercancía,
mercancía fue en el anaquel, pero si engullo tal plato y no otro, probablemente
yo mismo fui convertido en mercancía, y me comí el plato de arroz que a su vez
me devoró.
Si estas
metamorfosis dejasen de suceder, es decir, si no hay mercancías sino cosas y
seres humanos relacionándose, es decir, si no todo es convertido en materia
inerte, sino que, como seres humanos vivos nos relacionamos y compartimos para
la vida buena, el capitalismo deja de ser, deja de matar.
Por eso
su lucha a muerte por seguir matando, por seguir convirtiendo-nos en
mercancías.
Para
sobrevivir al capital la respuesta es ser más humanos. Y una manera de serlo es
produciendo lo que necesitamos para sobrevivir. Se dirá que con el capitalismo
ya eso mal que bien sucedía, mas esa percepción es producto de una inversión que,
según Marx, nos hizo creer que, estando muertos –es decir, sin producir lo que
necesitamos de manera soberana e independiente- estábamos vivos. Pero no era
así. Se trataba de un remedo de vida, que le hace perfecto bien al capital, a
los dueños del capital, a los pocos que viven sólo porque nos viven, es decir,
nos explotan, es decir, nos matan.
Si para
sobrevivir comenzamos a producir por nuestros propios medios lo que
necesitamos, nos haremos más y más humanos. Si comenzamos a vivir, no sólo a
comer, sino a viajar, a escuchar música, a leer, a estudiar lo que se nos
antoje, a soñar por cuenta propia, todo eso nos hará más y más humanos. Lo cual
trae como consecuencia –fue lo que ocurrió aquí con la revolución bolivariana-
que el capitalismo se repliegue. Mas el capital entrevió que eso estaba
ocurriendo no sólo en Venezuela sino en toda la región, y vino por sus fueros a
tratar de recuperar el terreno perdido forjando viejas y remozadas estrategias
para tornar mercancía todo a su alcance. Para ello explotó lo que de la
atracción por Tánatos tenemos. Y en la carrera por convertirlo
todo en mercancía y en muerte llegó al paroxismo: el linchamiento como
espectáculo, show business macabro, la quema inquisitorial de inocentes.
La
inminencia de la guerra civil nos estalló en la cara, pero he aquí que, los que
manejan los hilos de la vida y la muerte, los desalmados, enervaron otras
formas de matar: convertir en mercancía de manera desquiciada, desafiante,
todo, absolutamente todo. Ya venía ocurriendo, pero de lo que se trata es de
–como sucedió en las calles- quemarlo todo, que el mercado devenga hoguera, que
todo se queme de manera demencial. Al desaparecer la violencia callejera, era
preciso hacerla aparecer de otra manera, lo más rápido posible, urgentemente,
como la respuesta por parte del capital a los resultados en las elecciones
cuando propios y extraños vieron con asombro cómo un pueblo asediado votó -pudo votar pese a todo- mayoritariamente por
la paz. Con las guarimbas la muerte se hizo mediáticamente cotidiana, en
promedio cada día un muerto; en el mercado salvaje la muerte ha de ser –también-
cotidiana, todos los días un nuevo precio. Hasta la exasperación, hasta el
paroxismo.
Donde
haya vida, el capital hincará sus dientes.
Nos toca
extender, expandir la vida, buscar los mecanismos para ser cada vez más y más
humanos, desmercantilizar, aprender a producir y a intercambiar productos, no
mercancías. Nos toca vivir, hasta que el capitalismo –ojalá sea pronto- deje de
matar. Igual que nosotros en lo particular no venceremos sobre la guerra
económica, el capitalismo en general, en su plan de muerte global será detenido
–lo está siendo de hecho- por el deseo de vivir –emergente, pluripolar y
multicéntrico- de la humanidad. Por eso digo que nosotros, particularmente, no
venceremos a la guerra económica. Serán la humanidad, los pueblos, la solidaridad,
quienes lo derroten.
Amanecerá,
y lo veremos.
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