Para
los antiguos griegos la Academia era posible tras un foso simbólico que la
separaba de manera que no llegaban hasta ella las voces de la calle. En la
Academia, los filósofos, los amantes del conocimiento, se reunían para debatir
con los instrumentos de la razón, con el razonamiento, con el uso racional de
la inteligencia, los problemas últimos, el origen y la finalidad
de las cosas. Allá, atrás, quedaban la calle y sus voces, sus estridencias, el
populacho. Desde entonces, o al menos desde que esa imagen de la universidad se
universalizó y tergiversó, en la academia rumian su saber los sabios y en la
calle parlotean los no académicos, los incultos.
Esta
imagen sin duda clasista y racista se ha mantenido por varias razones. Principalmente
porque del conocimiento se ha hecho un fetiche. Sólo saben los elegidos. Y
hasta sus altos designios y predios nadie que no calce las suelas del saber
puede acceder. Por otro lado, estas sociedades modeladas para el ejercicio del
poder despótico, necesitan que haya voces autorizadas, con credenciales, que
legitimen las operaciones de desposesión, los diversos modos de estafa que han
diseñado los poderosos para hacerse del trabajo y el sudor de los muchos.
Porque
no hay manera de justificar la pobreza, el hambre, la exclusión, sino detrás de
malabarismos verbales y tecnicistas que alejen la verdad y la hagan
inalcanzable para el pueblo confundido. El saber experto es experto es mantener
el pueblo a raya. A través de sus medios crean una ilusión de sabiduría
inexpugnable y sin tacha que sirve para justificar los ataques a la naturaleza,
a la economía, a la política, a la vida ciudadana, hasta el punto de hacerla
invivible pero comprensible y aprehendida en términos de caos o de crisis.
El problema
fundamental reside en las formas de la separación. El pueblo llano y raso no
tiene acceso a las fuentes del saber porque esto supondría una inversión en los
valores. El pueblo no es el que sabe, hay una casta de sabios (hoy técnicos,
ingenieros, médicos, profesionales, funcionarios) que saben todo lo que de tantos
asuntos debe saberse y además son los que saben qué debe hacerse. Las lagunas
entre la realidad y la acción están llenas de palabras cargadas de sentencias,
frases hechas, retóricas y en la mayoría de los casos, huecas.
Este
es el escenario por todos conocido. Por estas academias pasamos, sin
verdaderamente incidir en sus prácticas, sino como unos más, entre
contemplativos y desinteresados. Porque para ser sabios (con esa sabiduría que
brinda esa academia) hay que contar con medios. Las academias tradicionales
están diseñadas para separar y elevar y hacer incomprensible e inobjetables las
operaciones del poder cuando va –y de alguna manera siempre va- contra el
pueblo. Se busca enturbiar con razonamientos de manera que el poder proceda con
sus aparatos de dominación y destrucción, justificando la explotación, los
desahucios, la falta de democracia, la destrucción de las selvas, los ríos y
los bosques, el ataque sistemático a los bienes comunes, a los bienes de todos.
La academia que conocemos, está diseñada para justificar las operaciones del
capitalismo depredador. Y lo hace sobre la base de que el saber técnico está
fuera del alcance del pueblo el cual debe sufrir callado los embates de la razón
ilustrada.
Veamos
televisión a la hora de los noticieros o programa de opinión, y veremos cómo
desfilan los que saben. El pueblo sólo participa de lejos, para opinar desde la
calle llena de ruido, no desde el silencio sonorizado de los estudios de radio
y televisión, desde donde habla y sentencia el poder en todas sus formas.
Esto
es lo que conocemos y contra esto irrumpimos, nosotros el pueblo
empoderado y consciente de la estafa generalizada dispuesto a invertir el
mundo, a ponerlo de cabeza, a darle a la verdad y a las verdades del pueblo,
estatus de saber, estatus de poder.
Para
eso nació la Universidad Bolivariana de Venezuela. Y para nacer plenamente
debe salvar el foso creado por la antigua academia, que la separaba del pueblo
y acallaba sus voces. La UBV debe ser la voz del pueblo acometiendo la tarea
que siempre estuvo relegada para la casta de sabios y poderosos: pensar.
Pero
no se trata como en aquel caso de un pensar para que fuerzas oscuras hagan y
deshagan, no es un pensar para velar y ocultar la expoliación y la destrucción
en función de los intereses del capital. Se trata de un pensar que establezca
como marco la dignidad, la soberanía, la igualdad, la libertad, la salvación
del planeta. Este pensar no busca explicar para justificar lo injustificable,
se funda y persigue la comprensión del mundo para transformarlo, para desviarlo
de la ruta que lo lleva al despeñadero, al colapso que ofrece el capitalismo
como futuro.
La UBV
es una universidad donde el saber técnico debe revelar las razones del hacer
teniendo como marco la dignidad y el respeto a los poderes creadores del
pueblo. Un saber técnico entendido como razón práctica, cultivada en la realidad,
y enfocado en la construcción de la vida. Un saber técnico pleno de poesía,
esto es, de poiética, de potencia creadora. La ciencia y la tecnología del
pueblo y para el pueblo es necesariamente filosofía que persigue el buen vivir,
y no se puede vivir bien si no se está en armonía con el mundo.
La UBV
debe pues, vencer la paradoja de salvar el foso que alejaba a la academia de
las voces de la calle para que en ella hable la calle. ¿Pero, cómo ha de
hablar? ¿Cómo lo hacemos en la calle? Visto está que no siempre llegamos a
acuerdos cuando todos nos desgañitamos para imponer nuestras razones o
criterios. De la academia necesitamos el tiempo y el espacio de la reflexión,
pero de la calle necesitamos su realidad, su calor, su presencia hecha
cotidianidad.
Una
manera de salvar la distancia que los antiguos llamaban khorismós
es que la UBV esté en la calle y con la gente, que la sabiduría se haga en
todas partes y que todos y todas, tengamos lugar y tiempo para exponer
detalladamente, haciendo uso racional de nuestra inteligencia y
desinteresadamente, nuestras razones y criterios, sin apremios ni distingos. La
universidad ha de ser un ágora, un espacio público pleno de ciudadanía, un
espacio para el diálogo donde reinen la compasión, el respeto y la admiración,
principios básicos de la convivencia humana. Pero acaso lo más importante, que
después del discurrir hasta las últimas consecuencias, decidamos en conjunto
qué hacer y hacerlo juntos, pues la verdad se prueba en la práctica. Y luego, volver sobre lo hecho, hasta que se
parezca a nosotros, al nosotros colectivo, al nosotros de lo común.
Finalmente,
y como mejor lo dijeron Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, “El
conjunto de las conversaciones que una ciudad mantiene consigo misma, si se le
deja discurrir hasta el final, si se le da suficiente tiempo, el tiempo que
quiera tomarse la Historia hasta consolidar eso que se llama el espíritu de un pueblo, no puede
equivocarse.”
Si es
el propio pueblo quien piensa su hacer, difícilmente dejará de ser. Al
contrario, será más y mejor cuanto más sabio.
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