Paso de
aves en
clave Po-ética
Por
José Javier León
“el
tiempo de otro vuelo
se mece en el agua
ha de nadar un cielo adentro”
Toda poética es de alguna manera una ética, una forma de vivir
(pero) trascendente, que va más allá de lo cotidiano aunque se
expresa en y desde lo cotidiano, vale decir desde la experiencia del
día (a día). Leer así poesía, depara descubrimientos,
definiciones no sólo diversas sino inéditas, en estado de
nacimiento y por tanto reveladoras de un ser y hacer que es un decir.
Leamos Paso de aves,
de
Venus Ledezma, en clave de poética y tendremos una y otra vez acceso
a ese concepto numinoso que, como la corza frágil y el lebrel
efímero, vislumbramos cuando se fuga. ¿Qué es el poema si no un
“diminuto resplandor/ entre el silencio”? (p. 5). Para percibirlo
“sólo basta aquietarse”, “internarse en la mudez”, “entonces
nos abruma/ el concierto de todo lo existente” (p. 6).
Aunque no vivamos
como dios manda, dice Venus, aunque “nos hayamos deshabitado/ en el
fondo/ persiste el latido” (p. 7). En efecto, “un soplo de
hondísima voz/ se hace paso/ tímida y delicada”. Es la conjunción
de los elementos en el instante de las revelaciones, un tiempo que
late en las venas y ondula en las cuerdas del decir, del escuchar,
que está presto para respirar, hacerse aliento, saltar al tiempo de
los comienzos.
Porque “en lo
hondo/ frente al sol/ se camina en un
respiro (…) con todo el resplandor adentro” (p. 9), “mirando un
azul/imposible de alcanzar”. Pero siempre, aspirando a la quietud,
doblegados y llorando por dentro para hacernos dignos de escuchar eso
indecible como “una música de árboles” (p. 9).
El
silencio primordial “pasa entre tú y yo/ como una palmada/ antes
del candil” (p.10); pero antes de esa luz “hemos oído el cruce
de la noche” y hemos creído en la muerte que entraña, por eso nos
“dilatamos en su compás”, felices en la penumbra, tragados por
el espesor de las sombras.
Aprender
a vivir es ciertamente aprender a morir, y la noche es madre y
maestra. Preciso es que trepemos las horas hasta llegar “a la
cúspide del día” (p.11), dejando atrás, abajo, escombros,
migajas, “concavidades fétidas”. Todo porque intuimos “el
vasto misterio”: que tras la palabra “aletea un abismo” (p.
11); que la palabra “toca el mundo” (p. 24).
Lo que es
de
muchas formas se presenta, puede ser un “estruendoso aguacero”
que recorre el cielo y “vemos venir desde muy lejos” (p. 13),
desde muy hondo. En efecto, “La música/ atraviesa el ojo del
tiempo” y “trae resplandores y silencio” (p. 27). Los acordes
de esa música abren surcos y por debajo, en el fondo, suena el río
(p. 33).
De lo que se trata es de andar -poéticamente- “siempre al reflejo
del agua/a la caza del sonido” (p. 38) “contemplando en la
corriente/ resplandores/ oyendo la certeza de las hojas” (p. 39)
La
poeta abre puertas súbitamente y se desdobla. Serena, quieta, torna
al río. Seco, las blancas piedras son tetas lamidas por “largas
lenguas de aguas”. Lo
que es,
viene “por los bordes del monte”, camina soberbia. Arrastra con
algo de pesadumbre el misterio y el no saber “coser las palabras/
como los gallos su amanecer” (p. 43).
Lo que es,
llega con su contundente y sordo silencio apoderándose del sueño y
nos descubre que no estamos solos mirando el cielo que (nos) ciega.
Si nadie habla es la (ti)niebla que nos atraviesa. Noche y silencio,
nos encuentra ateridos por el frío esencial: “bien pude ver la
noche/ cuando mutaban las chicharras” (p. 44)
Todo
ocurre cuando las “lágrimas de la infancia/ resucitan” (p. 17)
-”llanto acumulado” que se resuelve en un “racimo de acordes”,
“una silueta de notas” que se eleva (p. 34)-. Lo
que es mendiga
“un sonido/ de la casa” (p. 44) materna, busca el patio, la
garganta del gallo (“adivinadora de todos los humos del nuevo día”
p. 25), para decirse y ser.
adentro de la noche
dentro
muy al fondo
donde el silencio reposa
y el firmamento del corazón se abre
está ―bien metido―
un ojo de gallo
esperando
el tiempo de su canto (p.
26)
Lo que es,
“vive en las grietas” (p. 20), oye desde lejos y escurre su
silencio por los resquicios, “al final de la tarde” (p. 21)
cuando volvemos a ser sabios y buenos.
Una
de las formas de dar con nosotros es usar la piel como mapa, “uno
que dé con las grietas” (con las heridas, con las cicatrices, con
los recuerdos). Ese recorrido “va fisurando la memoria”, “la va
abriendo como una flor”, haciéndose “de días y noches” (p.
40)
Lo que es,
habita esa “hendidura” (p. 35) donde las palabras vuelven a su
origen y (es como si) ya nos las entendiéramos. Como cuando “un
sueño habla” (p. 36) (¿o hablamos en sueños?) y
pensamos/volvemos al vientre de la Madre:
nuestro vientre me lo ha gritado
seguiremos naciendo
de su misma cavidad húmeda
hasta el
día de nuestra muerte (p.
37)
Esa
caída abismal “sobreviene” (p. 23) al atardecer.
Es desde/en ese laberinto donde se ve la plenitud del cielo. Cae
también la poeta en un foso y un baile de hojas en lo alto le abre
el cielo y la empuja al monte que es una “hilera en el poniente”
tejida en su cabeza.
De
la sabiduría de saberse en ese hundimiento sobreviene la calma, la
“otra quietud” (“dilatada quietud” dice Venus) que es
-poéticamente- honda inmersión en los sentidos (p. 31).
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