La pandemia del coronavirus nos revela que el modo como habitamos la
Casa Común es pernicioso para su naturaleza. La lección que nos
transmite reza así: es imperativo reformatear nuestro estilo de vida en
ella, como un planeta vivo que es. Ella nos viene avisando de que, así
como nos estamos comportando, no podemos continuar. En caso contrario,
la propia Tierra se tendrá que librar de nosotros, seres excesivamente
agresivos y maléficos para el conjunto del sistema-vida.
En este momento, ante el hecho de estar en medio de una guerra mundial,
es importante que seamos conscientes de nuestra relación hacia ella y de
la responsabilidad que tenemos en el destino común Tierra
viva-humanidad.
Acompáñenme en este razonamiento, veamos:
El Universo existe desde hace ya 13,7 mil millones de años, desde que
ocurrió el big bang. La Tierra, hace 4,4 mil millones. La Vida, hace 3,8
mil millones. El ser humano hace 7-8 millones. Nosotros, el homo sapiens/demens
actual, hace 100 mil años. Todos, el Universo, la Tierra y nosotros
mismos, estamos formados con los mismos elementos físico-químicos (cerca
de 100) que se forjaron, como en un horno, en el interior de las
grandes estrellas rojas durante 2-3 mil millones de años (por lo tanto
hace 10-12 mil millones años).
La Vida, probablemente, comenzó a partir de una bacteria originaria,
madre de todos los vivientes. La acompañaron un número inimaginable de
microorganismos. Nos dice Edward O. Wilson, tal vez el mayor biólogo
vivo: sólo en un gramo de tierra viven cerca de 10 mil millones de bacterias de hasta 6mil
especies diferentes (La creación: cómo salvar la vida en la Tierra,
2008, p. 26). Imaginemos la cantidad incontable de esos microorganismos
en toda la Tierra, siendo que solamente el 5% de la vida es visible, y
el 95%, invisible: el reino de las bacterias, de los hongos, y de los
virus...
Sigan acompañándome en mi razonamiento: hoy es considerado un dato
científico, desde 2002, cuando James Lovelock y su equipo demostraron
ante una comunidad científica de miles de especialistas en Holanda que
la Tierra no sólo tiene vida sobre ella, ella misma está viva. Emerge
como un «ente vivo»; no como un animal, sino como un sistema que regula
los elementos físico-químicos y ecológicos, como hacen los demás
organismos vivos, de tal forma que se mantiene vivo y continúa
produciendo una miríada de formas de vida. La llamaron Gaia.
Otro dato que cambia nuestra percepción de la realidad: En la
perspectiva de los astronautas, ya sea desde la Luna o desde las naves
espaciales, así lo testimoniaron muchos de ellos: no existe distinción
entre Tierra y Humanidad... Ambas forman una entidad única y compleja.
Se consiguió hacer una foto de la Tierra antes de penetrar en el
espacio sideral, fuera del sistema solar: en ella aparece, en palabras
del cosmólogo Carl Sagan, como “un pálido punto azul”. Nosotros estamos,
pues, dentro de ese pálido punto azul, como aquella porción de la
Tierra que, en un momento de alta complejidad, empezó a sentir, a
pensar, a amar y a percibirse a sí misma como parte de un Todo mayor.
Por lo tanto, nosotros, hombres y mujeres, somos Tierra, que se deriva
de humus (tierra fértil), o del Adam bíblico (tierra arable).
Sucede que nosotros, olvidando que somos esa porción de la Tierra misma,
comenzamos a saquear sus riquezas en el suelo, en el subsuelo, en el
aire, en el mar, y en todos los niveles. Buscábamos realizar un
arriesgado proyecto de acumular lo más posible bienes materiales para el
disfrute humano –en realidad para el de un pequeño sector poderoso y ya
rico de la humanidad–. El desarrollo de la ciencia y de la técnica de
hecho se ha orientado de cara a ese propósito. Pero, atacando a la
Tierra, nos atacamos a nosotros mismos, que somos Tierra pensante. Y tan
lejos ha llegado la codicia de este pequeño grupo voraz, que,
actualmente, la Tierra se siente agotada, hasta el punto de haber sido
afectados sus límites infranqueables. Es lo que técnicamente llamamos la
Sobrecarga de la Tierra (the Earth overshoot): sacamos de ella
más de lo que puede dar. Actualmente ya no consigue reponer lo que le
quitamos. Entonces, da señales de que está enferma, de que ha perdido su
equilibrio dinámico, recalentándose, formando huracanes y terremotos,
nevadas antes nunca vistas, sequías prolongadas e inundaciones
devastadoras. Y más aún: ha liberado microorganismos como el sars, el
ébola, el dengue, la chikungunya y ahora el coronavirus. Son
formas de vida de las más primitivas, casi al nivel de nanopartículas,
sólo detectables bajo potentes microscopios electrónicos. Y pueden
diezmar al ser más complejo que la Tierra ha producido y que es parte de
ella misma, el ser humano, hombre y mujer, poco importa su nivel
social.
Hasta ahora el coronavirus no puede ser destruido, sólo podemos
impedirle propagarse. Pero ahí está, produciendo una desestabilización
general en la sociedad, en la economía, en la política, en la salud, en
las costumbres, en la escala de valores establecidos...
De repente hemos despertado asustados y perplejos: esta porción de la
Tierra que somos nosotros, puede desaparecer. En otras palabras, la
Tierra misma se defiende contra su propia parte rebelada y enferma.
Puede sentirse obligada la Tierra a hacer una amputación, como hacemos
con una pierna necrosada... Sólo que, esta vez, es toda esa porción
tenida por inteligente y amante, que la Tierra no puede ya aguantar y va
a tener que acabar eliminándola.
Y así será el fin de esta especie de vida que, con su singularidad de
autoconciencia, es una entre millones de otras existentes, también
partes de la Tierra. Ésta, continuará girando alrededor del sol,
empobrecida, hasta que haga surgir otro ser que sea también expresión de
ella, capaz de sensibilidad, de inteligencia y de amor. De nuevo
recorrerá un largo camino para modelar la Casa Común, con otras formas
de convivencia –esperamos– mejores que la que nosotros hemos modelado.
¿Seremos capaces de captar la señal que el coronavirus nos está
enviando, o seguiremos haciendo más de lo mismo, hiriendo a la Tierra
autohiriéndonos en el afán de enriquecerse de unos pocos cueste lo que
cueste?
En este momento, ante el hecho de estar en medio de una guerra mundial, es importante que seamos conscientes de nuestra relación hacia ella y de la responsabilidad que tenemos en el destino común Tierra viva-humanidad.
Acompáñenme en este razonamiento, veamos: El Universo existe desde hace ya 13,7 mil millones de años, desde que ocurrió el big bang. La Tierra, hace 4,4 mil millones. La Vida, hace 3,8 mil millones. El ser humano hace 7-8 millones. Nosotros, el homo sapiens/demens actual, hace 100 mil años. Todos, el Universo, la Tierra y nosotros mismos, estamos formados con los mismos elementos físico-químicos (cerca de 100) que se forjaron, como en un horno, en el interior de las grandes estrellas rojas durante 2-3 mil millones de años (por lo tanto hace 10-12 mil millones años).
La Vida, probablemente, comenzó a partir de una bacteria originaria, madre de todos los vivientes. La acompañaron un número inimaginable de microorganismos. Nos dice Edward O. Wilson, tal vez el mayor biólogo vivo: sólo en un gramo de tierra viven cerca de 10 mil millones de bacterias de hasta 6mil especies diferentes (La creación: cómo salvar la vida en la Tierra, 2008, p. 26). Imaginemos la cantidad incontable de esos microorganismos en toda la Tierra, siendo que solamente el 5% de la vida es visible, y el 95%, invisible: el reino de las bacterias, de los hongos, y de los virus...
Sigan acompañándome en mi razonamiento: hoy es considerado un dato científico, desde 2002, cuando James Lovelock y su equipo demostraron ante una comunidad científica de miles de especialistas en Holanda que la Tierra no sólo tiene vida sobre ella, ella misma está viva. Emerge como un «ente vivo»; no como un animal, sino como un sistema que regula los elementos físico-químicos y ecológicos, como hacen los demás organismos vivos, de tal forma que se mantiene vivo y continúa produciendo una miríada de formas de vida. La llamaron Gaia.
Otro dato que cambia nuestra percepción de la realidad: En la perspectiva de los astronautas, ya sea desde la Luna o desde las naves espaciales, así lo testimoniaron muchos de ellos: no existe distinción entre Tierra y Humanidad... Ambas forman una entidad única y compleja. Se consiguió hacer una foto de la Tierra antes de penetrar en el espacio sideral, fuera del sistema solar: en ella aparece, en palabras del cosmólogo Carl Sagan, como “un pálido punto azul”. Nosotros estamos, pues, dentro de ese pálido punto azul, como aquella porción de la Tierra que, en un momento de alta complejidad, empezó a sentir, a pensar, a amar y a percibirse a sí misma como parte de un Todo mayor. Por lo tanto, nosotros, hombres y mujeres, somos Tierra, que se deriva de humus (tierra fértil), o del Adam bíblico (tierra arable).
Sucede que nosotros, olvidando que somos esa porción de la Tierra misma, comenzamos a saquear sus riquezas en el suelo, en el subsuelo, en el aire, en el mar, y en todos los niveles. Buscábamos realizar un arriesgado proyecto de acumular lo más posible bienes materiales para el disfrute humano –en realidad para el de un pequeño sector poderoso y ya rico de la humanidad–. El desarrollo de la ciencia y de la técnica de hecho se ha orientado de cara a ese propósito. Pero, atacando a la Tierra, nos atacamos a nosotros mismos, que somos Tierra pensante. Y tan lejos ha llegado la codicia de este pequeño grupo voraz, que, actualmente, la Tierra se siente agotada, hasta el punto de haber sido afectados sus límites infranqueables. Es lo que técnicamente llamamos la Sobrecarga de la Tierra (the Earth overshoot): sacamos de ella más de lo que puede dar. Actualmente ya no consigue reponer lo que le quitamos. Entonces, da señales de que está enferma, de que ha perdido su equilibrio dinámico, recalentándose, formando huracanes y terremotos, nevadas antes nunca vistas, sequías prolongadas e inundaciones devastadoras. Y más aún: ha liberado microorganismos como el sars, el ébola, el dengue, la chikungunya y ahora el coronavirus. Son formas de vida de las más primitivas, casi al nivel de nanopartículas, sólo detectables bajo potentes microscopios electrónicos. Y pueden diezmar al ser más complejo que la Tierra ha producido y que es parte de ella misma, el ser humano, hombre y mujer, poco importa su nivel social.
Hasta ahora el coronavirus no puede ser destruido, sólo podemos impedirle propagarse. Pero ahí está, produciendo una desestabilización general en la sociedad, en la economía, en la política, en la salud, en las costumbres, en la escala de valores establecidos...
De repente hemos despertado asustados y perplejos: esta porción de la Tierra que somos nosotros, puede desaparecer. En otras palabras, la Tierra misma se defiende contra su propia parte rebelada y enferma. Puede sentirse obligada la Tierra a hacer una amputación, como hacemos con una pierna necrosada... Sólo que, esta vez, es toda esa porción tenida por inteligente y amante, que la Tierra no puede ya aguantar y va a tener que acabar eliminándola.
Y así será el fin de esta especie de vida que, con su singularidad de autoconciencia, es una entre millones de otras existentes, también partes de la Tierra. Ésta, continuará girando alrededor del sol, empobrecida, hasta que haga surgir otro ser que sea también expresión de ella, capaz de sensibilidad, de inteligencia y de amor. De nuevo recorrerá un largo camino para modelar la Casa Común, con otras formas de convivencia –esperamos– mejores que la que nosotros hemos modelado.
¿Seremos capaces de captar la señal que el coronavirus nos está enviando, o seguiremos haciendo más de lo mismo, hiriendo a la Tierra autohiriéndonos en el afán de enriquecerse de unos pocos cueste lo que cueste?
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