Por
José Javier León
Una poderosa corriente poética recorre las letras venezolanas, el telurismo, conectada a una cosmovisión en la que el, o la poeta, la imagen de su cuerpo, se hace parte de la tierra y el cielo, en unión con los elementos. Un cuerpo que posee en sí la historia del cosmos, como decir desde el polvo de las estrellas originarias que le dieron nacimiento, hasta el de hoy, que es arena y patio; arco que une el más remoto pasado, el concierto infinito de las cosas y el ahora de las presencias con el estar en gracia o en cuenco, como dice Venus Ledezma, una manera de decir, vientre, cavidad, cueva, útero y a la vez, manos juntas, taza, plato, hontanar nutricio.
Es esta una tradición que une en un solo haz a Vicente Gerbasi y a Ramón Palomares, a Ida Gramcko y a Ana Enriqueta Terán, entre muchas otras voces esenciales. Es la voz hecha paisaje, extensión y hondura a la vez. Desde esta perspectiva, los dolores del alma se confunden con la gestación del mundo, y el aquí es una ráfaga del antes, que atisbamos a través de resquicios y hendiduras.
El cuerpo –o lo que suponemos sea- deviene una suerte de sustancia que siente y presiente, que está, pero se transfigura en niebla, en oscuridad, en agua, en bosque, «tomaré forma de humo/ o montaña», dice en Péndulo (p. 82), libro con el que ganó la III Bienal Nacional de Literatura «Lydda Franco Farías», poeta de la que su poesía es eco por cierta fruición a la hora de usar palabras undosas y en desuso, por cierto desparpajo y aplomo, y por expresiones que son ráfagas de lucidez, que recuerdan también, de paso, a Miyó Vestrini: «Si escojo una piedra/ es para volverla un pájaro enfurecido», dice en el inédito Apariciones.
Es así como un sujeto u objeto cualquiera, de pronto deviene por mor de la perspectiva universal y alucinada, en fenómeno celeste, en huella antediluviana, una suerte de fósil físico o espectral, tangible o vacío, que nos habla del pasado inmemorial o familiar, hecho de un hoy que se desvanece.
En Paso de aves, así se refiere –o transmuta- Venus Ledezma a un anciano trabajador del campo en el páramo andino:
(…)
el viejo
tendido
en los vientres abiertos
en los pasos de antiguos glaciares
dioses cabalgando
con la luna a cuestas
bajo rojas ruanas roídas
(…)
En De pequeñas caídas se refiere a otro de estos lugareños, con semejante tratamiento semidivino:
cuentan que su fuerza
era de un telamón
(p. 54)
El cuerpo del que hablamos funciona como pivote entre el aquí y el allá, el ahora y el siempre. Lo vemos en el poema ya citado, cuando en el triángulo familiar, Venus, por supuesto transfigurada, convertida en atarraya lanzada a la memoria, vaga por las quebradas… recogiendo los recuerdos derribados. Entonces su madre, la abre para ver al padre:
me sujeta los nudos que aflojan las distancias
y me arroja de nuevo
a las edades perdidas (p. 19)
Luego, como respondiendo a esta inmersión, en la página 35, en otro poema, dice:
cuando abrí los ojos
el río murmuraba sereno
un segundo antes
fui sangre succionada de su boca
revoltijo de carne echada a la corriente
bajo el líquido
creí volver al amnios primitivo
el mundo sólo era un eco (p. 35)
En la poesía de Venus Ledezma, el nacimiento es caída es muerte es revelación. De ahí que la madre sea central, lugar del nacimiento primigenio y de la muerte que, en su poesía, es volver al vientre, es decir, renacer. Para la poeta re-hacerse es re-nacer-se, esto es, darse nacimiento a sí misma, ella en (su) madre convertida.
Como pasa con las matrioshkas, porque «A fin de cuentas, toda madre es hija de su madre. Como la imagen de la muñeca rusa “matrioska”, que contiene una igual dentro de la otra. Es una especie de imagen fractal o droste, recurrente, que se contiene en sí misma hasta el infinito».
Dice Venus en Apariciones:
Habla por mí
una casa en otra casa
y esa dentro de otra
(…)
Esta casa me saja
y se mete en la otra
cocida de tapia
Nos deja en la orilla de esta idea Eleonora Arenas:
«Para habitar una casa, es necesario soñar en ella, expresa Gastón Bachelard en su libro La poética del espacio (1986). Soñarla no solo es imaginarla, recrearla, sino asumir poéticamente sus entrañas e íntimamente sus velos; reconocernos en sus temblores, sus misterios, y que en esa búsqueda de unidad con lo revelado ocurra el hallazgo momentáneo de un cuerpo secreto que susurre, lata, nos geste, nos haga también morada, pasadizo, proyección en la estadía de un vientre que nos expulsa y nos acoge, nos atraviesa y ama, nos escribe.»
Todos estos movimientos trenzan un bucle que, de forma total o absoluta, en Péndulo, adquiere la forma de juego liminal, en un tono serenamente repujado.
«hija, matarte es mi regalo
por eso te llevo al vacío
para tu propia caída
porque toda caída
te nacerá
te hará saber
verás que es la misma
del principio
cuando te expulsé a la vida…
(pp. 70-71)
Como reflexiona Araceli Soní Soto hablando de la madre en César Vallejo, «La diosa madre es el núcleo de ese arquetipo que ha inspirado una percepción del Universo como unidad sagrada y viva, en la que se mezcla una red cósmica que une los órdenes de la vida manifiesta y oculta, cuyo centro ha girado en torno a la creación».
Justo a eso nos referimos cuando en el cuerpo que se desdobla, lo real y lo mítico, lo presente y el vacío, el cuenco y la casa, valiéndose del telos del sueño, generan una danza en la que todo gira «sobre la mano de mi abuela», porque como dice en Apariciones:
Bastó el eje del cuerpo
como un tornillo infinito
En verdad, todo gira en el universo, reproduciendo espirales en un espacio «sin tiempo ni gravedad»,
donde soy
mi vericueto
mi túnel
mi obra repujada
(p. 34, de Péndulo)
Y si bien, como aparece en este mismo libro, en la página 50:
Aún no aprendí
a dar redondez
sobre mi eje
Sabe que:
El truco
es soltar
no hacer
dejarse ir como flotando
Lo que germina
es tiempo
capullo en que larvo…
(p. 54, de Péndulo)
La misma intuición la tuvo Octavio Paz cuando afirmó «La tarde circular es ya bahía: / en su quieto vaivén se mece el mundo». Ahí, en ese interregno «a merced del viento», en el que el movimiento es fijeza y el tiempo crece por dentro, el poema que es la casa, la única, la materna, se torna sombra y pálpito, abismo y lecho, «paraíso/ sin nombre/ de dios».
Leer a Venus Ledezma, es por ello de algún modo nuestra biografía más íntima, nuestro patio de añoranzas y acechanzas, recuerdo y espanto, borra, cipa y barro, candil para iluminar el día y reloj para decir, soy, aquí estoy, «hecho de mí/ y sin mí».
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