yo venía de los bosques húmedos
en mi equipaje la inocencia
en sí mismo dobladita
olorosa a preguntas
me quitaron
bosque y humedad
el equipaje revolvieron
las preguntas me las fui respondiendo
con el tiempo y de a poquito
ahora no sé de qué sirve la inocencia
ni me importa
Lydda
Franco Farías (San Luis, Falcón 1943 – Maracaibo, 2004) hizo de la poesía su
vida. Esto es sin duda un lugar común porque los poetas y las poetas, lo son,
cuando su vida toda se entrega a la poesía hasta el punto de que terminan
confundidas, vida y poesía.
No es
fácil entregarse, dice Gustavo Pereira, al más duro de los oficios. No es fácil
porque la palabra poética no ha tenido tiempos mejores, no es esperada y en
muchos casos no es bien recibida; está cargada de tiempo, de memoria, y este
mundo y quienes lo habitamos, estamos de paso y como apurados, entregados a un
frenesí sin objeto. La palabra poética, aguafiestas, nos recuerda que sólo la
muerte es eterna y que por más que corramos la nada nos espera, y con ella el
olvido. Esa verdad late en las entrañas de la poesía, y los poetas nos la
revelan para sacudirnos y convocarnos a la vida, a experimentar sin apremios la
lentitud de las cosas, a entregarnos esa rara serenidad que se confunde con el
vértigo; rayo sosegado que ilumina y oscurece.
Lydda se
entregó al dolce far niente del hacer poético. Cultivó una familia solidaria y
amante de la amistad. Pero en un accidente terrible, cuando regresaba a
Maracaibo después de un evento poético en Coro, perdió la vida su hija Mirna y
un amigo que las acompañaba, Francisco Godoy, extraordinario poeta. Lydda sobrevivió
pero nunca se repuso. Dos años después, y luego de un recital de poesía en un
Festival Internacional celebrado en Caracas, y del que regresó entusiasmada,
murió de sus muchos y acumulados males. Gozaba de poca salud, decía, pero
gozaba, y mucho.
Lectora
perspicaz había comenzado, instigada por su amigo Enrique Arenas, a escribir
luminosos y sabios ensayos sobre el mester de poesía.
En sus últimos días corregía Aracné (2000), hoy parcialmente inédito, pero
justo sería decir que toda su obra es prácticamente desconocida. Esto último
puede sonar contradictorio si referimos sus libros: Poemas circunstanciales
(1965) –recogido por la censura eclesiástica, perseguido y la misma Lydda
expulsada de Coro; Summarius (1985) –con tantas erratas que la fe de erratas
tenía erratas-, Recordar a los dormidos (1994) –pequeña edición universitaria y
prácticamente local-, Descalabros en obertura/ Mientras ejercito mi coartada
(1994) –extraordinario libro y tal vez con la mejor difusión, menos por un plan
sistemático que por la generosidad de los amigos y porque aconteció en el marco
de un evento en Maracaibo que convocó a escritores y poetas de todo el país-,
Una (1994) y Bolero a media luz (1994), ambas ediciones también regionales y
con escasa difusión; todo ello hace imposible tener una imagen franca y
coherente de su hacer poético.
Lydda fue mucho menos leída que gratamente escuchada; asistió a numerosos
recitales y hasta una lectura nacional de poesía se hizo en su honor, pero esto
no fue acompañado con una buena edición de su obra, acaso por el celo de la
capital y su conservador coto cerrado de poetas y poetisas «consagrados», pero
sobre todo por la renuencia de Lydda al autobombo.
Su
inteligencia, gracia y mordacidad calaban perfectamente en las fiestas
poéticas, en los congresos y eventos; allí reinaba. Su presencia y su risa
ocupaban todos los espacios. Las fiestas por sus cumpleaños eran apoteósicas:
música, poesía y amistadas de todas partes se daban cita en su pequeña y
humilde casa de San Jacinto, en Maracaibo, a la sombra literal de un cactus
frondoso.
En sus
últimos años fue asidua de hospitales y largos reposos. Un día se escuchó por
radio que había muerto Ida Gramcko, la casi homofonía y la casualidad de que
estuviera recluida, hizo que muchos la dieran por muerta. Fueron a la clínica y
la encontraron muerta de risa, recibiendo las flores y escuchando la promesa
que no se cumplió de que ahora sí iban a editar toda su obra como lo merecía.
Salió de la clínica, se recuperó y nada: las obras completas –al parecer- son
sólo póstumas, y en el caso de Lydda, ni así.
La poesía
venezolana, las nuevas generaciones, los que ya no podrán escucharla, merecen
leerla. Su obra puede redefinir el canon poético latinoamericano. Pero el hecho
de vivir y morir en provincia la ha mantenido en un secreto rumoroso.
Su nombre pese a todo, ha comenzado a levantarse por entre las nuevas
generaciones, pertinaz se cuela entre las grietas de la literatura nacional.
Ediciones nacionales con una mínima parte de su poesía, han salido a la luz. La
de Monte Ávila y la generosa antología poética de la Biblioteca Popular para
los Consejos Comunales, editada por el Perro y La Rana, sobre todo esta última,
le hubieran encantado.
Esperamos
sí, que su presencia cobre cada vez más cuerpo y que su voz, viva y líquida se
haga definitiva. Su libertad y lucidez son imprescindibles en estas horas de
construcción patria.
La necesitamos.
1 Comentarios
te amo Lydda...yo soy de esas nuevas jóvenes que te leen y se inspirar a escribir y a vivir.
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