Apuntes sobre un libro de José Sant Roz

"Bolívar y Santander: dos posiciones contrapuestas"


«La razón de las divergencias entre Bolívar y Santander hay que buscarlas en el carácter de naturalezas totalmente opuestas. Cuando vemos en Venezuela presidentes pícnicos, floridos, macilentos y sedentarios nos viene a la mente el tipo de la figura de Santander. Se encontraba Francisco de Paula gordo, buchón, un tanto falto de color por los oficios de bufete, rodeado de caras lívidas, por mamparas, secretarios, adulación, intrigas, órdenes y contraórdenes. En tanto que el otro, el de las “infernales correrías”, vivía de las ideas que brotan a campo abierto, en medio de la compañía de los soldados humildes, del sano vagar sin sueldo ni buena mesa, en medio del aire fresco y el espectáculo de las montañas, arroyos, praderas, costas, sueños; lejos de todo lo que propende al comercio vil de los hombres: era Bolívar un Rousseau con espada y a caballo.»
J. S. R
Sólo como ejercicio me resulta interesante hacerme una imagen de la América del Sur, del Caribe y del Norte, de 1800. La idea de nación o estado en las que hasta entonces sólo habían sido zonas administrativas instituidas por las autoridades coloniales, se instalará mal que bien entrado el siglo XIX, no antes de la derrota del proyecto bolivariano y con la imposición del primer ejercicio de balcanización tutelado por la emergente y belicosa nación del Norte, que bien sabía por su parte, lo estratégico de controlar las dos bandas oceánicas, amén de neutralizar a sus vecinos comiéndose todo el territorio posible por arriba y por abajo. La doctrina expansionista de Jefferson y Monroe, sumada a los prolegómenos del Big Stick–instrumento político del Destino Manifiesto impulsado por Andrew Jackson (por quien Santander sentía especial admiración)- nos convirtieron en su «patio trasero», proceso que no ha concluido como lo certifican la militarización de Honduras, de Costa Rica, de Haití, y la violencia que hoy surca a México indudablemente vinculada a una estrategia muy particular de geofagia afín con las redes del narcotráfico, la misma que operaría en Afganistán por el control del opio, o en Colombia, por la cocaína.
Pero de lo que quiero hablar rápidamente para comenzar, es de ese ejercicio de imaginación que significa ver el mapa del imperio español, que surcaba toda América, desde el Virreinato de Nueva España hasta el del Río de la Plata, pasando por el del Perú, el profundo Tawantisuyo, y el de Nueva Granada, y concluir que las líneas invisibles, límites o fronteras son un fruto moderno de la geopolítica, pero sobre todo del trazado aéreo (y el control por tanto) de los territorios desde la altura abstracta de la razón geográfica.
No existía entonces esa mirada; no obstante, en el drama que se desarrolla en el libro Bolívar y Santander: dos posiciones contrapuestas, de José Sant Roz, el nimio detalle del nacimiento en un punto cualquiera de la vasta extensión del Virreinato de Nueva Granada, un 2 de abril de 1792, de Francisco de Paula Santander, definirá el destino de un proyecto de Nación que debía borrar precisamente las fronteras que con ese nacimiento paradójicamente nacieron, para separarnos a venezolanos y colombianos, al parecer y como todo parece indicarlo, para siempre.En efecto «Si el nacimiento de Francisco de Paula se hubiese dado un poco más arriba, a unos veinte kilómetros al norte de Cúcuta, en San Antonio de Táchira, por ejemplo, el destino de América Latina habría sido otro» (11).
Ese detalle, observado agudamente por Sant Roz, nos da justo al inicio de su libro el tenor del recorrido que haremos para reencontrarnos con los dos próceres, y, aunque sólo un detalle, crecerá a medida que la separación se hace más cruenta, más definitoria de los destinos que nos tocarán a los pueblos de dos naciones que se autollaman (y recelan como) hermanas. La separación geográfica invisible (ayer y hoy invisible) no obstante revela dos posiciones, y el contrapunto es el ritmo que le da forma al libro, y que podemos leer inmersos en un tempo sin duda novelesco.
Santander intentará «dominar la ira de la razón contra la fe, en cuyo centro, como un nudo de fuerzas fatales, se irán concentrando las sutiles formas del disimulo» (17), ello contrapuesto a la razón animada por la fe y el corazón abierto y franco de Bolívar, entregado a una verdad que lo dejó en su vida y en su muerte en la intemperie. Y como de razón con ira y menos fe se trataba, buscaría el neogranadino la instauración de una suerte de «religión civil donde el dios fuera un código ejemplar de leyes, por la cual debía regirse el llamado pacto social» (24). Esta religión lo conduciría al «mal letroso, virulento, muy propio de nosotros los hispanos» que nos lleva a creer «que sólo con palabras se pueden arreglar los males sociales» (26) y de la unión de este mal de las letras y la religión civil nacerá la perversión del leguleyerismo, que legisla sobre la corrupción al tiempo que la prohija. Santander, lector asiduo de Bentham como cree Sant Roz, se hará fiel a aquello de que: «Si un hombre roba los fondos públicos, él se enriquece, y a nadie empobrece, porque el perjuicio que hace a los individuos se reduce a partes impalpables…» (26).
De las letras provendrá algo mágico y milagroso, comenta Sant Roz: «un documento firmado en palacio pasaba a los altos mandos y de aquí a la tropa, y pronto un rebullir de fuerzas se ponían en movimiento» (34), lo que sin duda hacía delirar a Santander, para quien la palabra escrita -«utilizada inteligentemente, tiene más fuerza que los ejércitos; y si se dosifica con ira (esa misma ira de la razón contra la fe), con agudeza, es una lava que corroe, que se esparce y que enerva a las masas» (40). Y de la idea de que las palabras podían ser más fuertes que los ejércitos a la monda y lironda cobardía había sólo un paso, así lo atestigua Camilo Torres, quien no tenía dudas de que Santander era un «cobarde e inepto para el mando… Él es la causa principal –decía- de la ruina de Cúcuta, pues, después de no haber tenido nunca valor para perseguir al enemigo, cometió la perfidia de abandonar a los vecinos de Cúcuta, suponiendo que iba a atacar al enemigo y dando la vuelta por Carrillo, de modo que no pudo ponerse en salvo ninguno de ellos» (55). Ante la cobardía, exclamaba Bolívar: «No comparéis vuestras fuerzas físicas con las enemigas, porque no es comparable el espíritu con la materia» (57).
Otro elemento que se suma a la falta de arrojo era la incapacidad para mandar «hombres semibárbaros como los llaneros de Casanare y del Apure», que «sólo apreciaban a los jefes que tenían un valor y fuerza corporal superiores a los demás, que domaban los caballos cerreros, toreaban con destreza y atravesaban a nado los ríos caudalosos» (67) Nada de esto era posible en Santander, el «instruido y civilizado», «él entraba en aquel número –dice Rafael María Baralt- que los llaneros llaman de pluma por mal hombre» (71).
Bolívar sin embargo, «comenzó a admirar su capacidad para ordenar papeles, organizar las rentas, disponer debidamente los recursos y disciplinar el aspecto fiscal de una empresa fabulosa que todavía no tenía nombre» (75). Era Santander –así lo califica Sant Roz- un «bufete andante» [hasta el amor tendría que hacerlo –dice en una ráfaga novelesca- «en su despacho entre papeles y tinta, entre libros y montones de correspondencia sin abrir» (161)], un «cerebro administrativo», un «oficial de pluma», lo que acaso explique que ningún parte de guerra refiera su nombre… y de paso justifique la imprecación del mulato y oficial Leonardo Infante a un Santander escondido bajo un puente en pleno fragor del combate: «Venga a ganarse como nosotros las charreteras» (97).
Pero su guerra estaba en otro lugar, en los pasillos de gobierno, donde se cuecen las intrigas como las habas, y el arma la pluma fuente. Aunque redactaba bien y dijera poco su escritura «pensaba que vivía porque escribía» señala Sant Roz, en lo que subyace ese cogito cartesiano que domina en la progresiva emergencia por aquellos años del homo economicus. Santander, sigue Sant Roz, «Padecía del exceso de la grafomanía, el jolgorio de los aplausos y el chirrido de los discursos» (189), en otro momento dice: «si a Bolívar se le conocía por sus guerras, triunfos y derrotas (…) Francisco era famoso por sus artículos, cuentos y proclamas, cartas y discursos, los cuales recorrían Colombia entera y otros países con frecuencia casi diaria» (438).
Otro mal que nacía de este culto insano a las letras -«la verbocracia es casi una enfermedad ligada al medio nuestro» (286) sentencia Sant Roz-, era el de creer que las Constituciones traerían la paz y armonía en países que apenas nacían a la libertad, «donde las ciudades eran unas demoniópolis llenas de mezclas contradictorias de esclavos, aventureros, caudillos y ladrones disfrazados de patriotas y liberales aturdidos por lecturas que no comprendían ni muchos menos sentían» (191). Nacían constituciones rígidas pero sus más virulentos defensores, no pocas veces actuaban según el recado de Bentham: “Las leyes que van más directamente al objeto o blanco de la sociedad, deben preceder a aquéllas cuya utilidad, por muy grande que sea, no es evidente” (119). A estos sutiles legalismos, respondía la pasión de Bolívar: «¿Por qué esos simétricos, esféricos y perfectos legalistas no se dan cuenta de que debería yo estar en el Perú, en Cuba o Puerto Rico, en la Argentina o Chile, en cualquier parte donde haya tiranos y donde el peligro de la esclavitud amenace nuestra América?» (192)
El «reumatismo constitucional», o mejor, la inefable excusa en forma de ley que esgrime el poder para que no se haga justicia, impidió que el Congreso colombiano regateara y finalmente negara los recursos para la Campaña del Sur, la misma que se cumplió victoriosa sólo por el esfuerzo gigante de Bolívar y Sucre, el hombre de la guerra. Gloriosa acción que sin embargo recibiría el comentario cínico –así lo califica Sant Roz-, del Vicepresidente, luego de llevarnos con su acuerpada y tersa narración histórica de la angustia libertadora que sabía que todo pendía de precarios hilos y que sólo la voluntad por encima de todo podía dar el triunfo, a la virulencia, a la inquina y envidia de los letrados, y, en especial, del propio Santander: «Mi placer y mi júbilo lo son tanto más grandes, cuanto que usted ha obtenido este primer triunfo sin necesidad de auxilios enviados por el gobierno» (191), auxilios una y otra vez solicitados, una y otra vez retaceados, y, como para llevarlo todo a un punto exasperante, le escribe a Bolívar, en guerra contra los últimos restos del imperio español, que desesperaba por refuerzos que nunca llegarían, ¡que ya le estaban arreglando una Quinta que sólo costará «mil quinientos pesos, pero puede quedar de gusto y muy digna del Libertador de Colombia»! (190). Venía Bolívar, dice Sant Roz
después de haber andado cientos de kilómetros de Guayaquil a Bogotá, de atravesar páramos desiertos, en un calvario de dos meses de tensión; después de haber vencido a 22.000 españoles en el Perú con soldados desnudos, famélicos, afrontando obstáculos espantosos, guerra, peste, muerte y, para completar, sometido a la susceptibilidad de magistrados casi todos corruptos y traidores; cuando se suponía que llegaba a salvar a Colombia hundida por los propios diputados en una vorágine de desafueros; ¡entonces vienen y le hablan de leyes violadas...! (357)
Reclamaba Bolívar «un permiso para poder pecar contra las fórmulas liberales» porque los «justísimos ciudadanos (y Santander el que más) no quieren asistir a los combates, ni dar con qué ganar a los mataderos, por no faltar a las leyes del decálogo» aunque luego de la victoria «vienen a distribuirse los despojos» (194). «¡Qué buena era la Vicepresidencia –le dijo Bolívar sardónico- con veinte mil pesos de renta y sin el peligro de perder una batalla, de morir en ella, ni ser prisionero, o pasar por inepto o cobarde, como le sucede a un general del ejército!» (326).
«Usted no tiene ley –le decía el sibilino a Bolívar- ni responsabilidad alguna, y yo tengo una constitución y mil leyes…» (212). «…yo no he debido oír sus demandas, sino según el lugar que les diera las leyes colombianas» (225). «O hay leyes o no las hay; si no las hay ¿para que estamos engañando a los pueblos fantasmas?, y si las hay es preciso guardarlas y obedecerlas, aunque su obediencia produzca el mal» (227). El mismo Páez reconvendrá diciendo: «le pusimos la República en las manos, nos la han puesto a la española» (283).
«¡Vivan –clamará nuestro héroe ante tanto filisteísmo- los que no han conocido otra Constitución que la salvación de la patria» (197). Sabía Bolívar que, «Nadie oirá el grito de la ley, porque la ley ha sido utilizada para exaltar a los caudillos, para encender la intriga y devorarse unos a otros» (304). Bolívar, desafiando el fetichismo de la letra y la ley reclamaba con la única razón que responde a la realidad y a la vida: «preferían arruinar al país inundándolo en sangre como si la República se hubiera hecho para la Constitución y no la Constitución para la República» (311). «Los pérfidos destruirán a Colombia por destruirme» (389).
En el corazón del libro, nos vamos a encontrar con unas palabras del Libertador desesperadas y tremendamente lúcidas:
Nosotros libertaremos al pueblo para servirle, no para atarle (…) Esta situación me desespera, tengo un desaliento mortal y un desgano absoluto de mandar en las actuales condiciones (…)
Yo mi general, no quiero presidir los funerales de Colombia.
Mientras el pueblo quiere asirse a mí por instinto, ustedes procuran enajenarlo de mi persona con las necedades de Gaceta y oficios insultantes.
Está bien, salven ustedes la patria con la Constitución y las leyes que han reducido a Colombia a la imagen del palacio de Satanás, que arde por todos sus ángulos.
Si usted y su administración se atreven a continuar la marcha de la República bajo la dirección de sus leyes, desde ahora renuncio al mando para siempre, a fin de que lo conserven los que saben hacer milagros.
El día de mi entrada en Bogotá quiero saber quién se encarga del destino de la República, si usted o yo.
Yo no quiero enterrar a mi madre, si ella se entierra viva. La culpa será suya, o del Congreso que la ha reducido a esos extremos, por el acto indigno y torpe contra Páez. (332-333)
Estamos sin duda ante el paroxismo del drama de las letras y los letrados biliosos, de las constituciones aéreas, contra las necesidades y las circunstancias. Bolívar sabía leer en la realidad, en los hombres y mujeres de su tiempo [los conocía, dice Sant Roz «por los gestos, el movimiento, de las manos, la mirada, la curva de los labios, el silencio y el tono de la voz» (354)] en el paisaje, en los ritmos de la vida, y escribía, pensaba y actuaba con el estímulo de una realidad feraz, expresiva, dramática. Era letra viva. Las constituciones en cambio letra muerta y empujaban a las nacientes repúblicas a una guerra que ya dura 200 años, como el mismo Bolívar lo avizorara en 1826 tras el fracaso del Congreso de Panamá (251).
Afirma Sant Roz: «El Páez y el Santander de ayer están repartidos en mil pedazos en el extenso repertorio de nuestros códigos y divergencias» (335). Aparece entonces su planteamiento, dirigido contra los rígidos legalismos, contra la rectitud hipócrita de los formalismos que tanto daño han hecho y hacen, y que no son sino la guarida del poder real en las sombras: los pueblos –dice Sant Roz interpretando lo que duramente aprendió Bolívar- «no podían regirse por constituciones de períodos tan largos, donde las contradicciones y complejidades aparecían por docenas en cada aldea, en cada grupo» (396), a lo que se sumaban la guerra y la escasez de recursos. Sant Roz despliega aquí un análisis delicado. Afirma que Bolívar podía con su voz y su presencia aplacar los gritos y artimañas de las facciones, que con su influjo en Colombia, dice citando a Restrepo, habría asegurado la mayoría en la Gran Convención. Pero, «¿a qué costo?, él no era un cínico…» (418) Si se imponía por su influencia, por su grandilocuencia, por su don de gentes, dejaba en claro el uso de su propia figura para sus propios intereses –los suyos eran los de la patria, pero ¿cuántos estaban dispuestos a creer en su corazón si hasta lo acusaron de querer coronarse emperador?-, dejaba en evidencia ante sus detractores y para la posteridad que se catapultaba sobre sí mismo, sobre la construcción o representación social y popular de su persona para devengar réditos políticos; hacerlo era usarse a sí mismo. Prefirió la tragedia: optó por la conciencia, por la lucidez colectivas, por una madurez imposible, por retirarse con el corazón destrozado, prefirió la clarividencia cáustica y una esperanza desilusionada.  Sobre este requiebro que sólo estaba a la vista de sus íntimos y a la luz cenital de una historia –como esta que nos cuenta Sant Roz- que procura reencontrarse con ese venero de honda humanidad y esperanza de que como él amemos a la patria sin esperar nada a cambio, sobre este parpadeo luminoso, se abalanzaron las hienas.
En aquella convención donde se consolidarían los desastres de la futura América, se engendró el crimen del 25 de septiembre contra el Libertador y Urdaneta, la guerra a muerte entre los partidos, la idea de la vulnerabilidad de Bolívar, y que la guerra civil era un hecho saludable y victorioso para hacerse de preseas y privilegios políticos. Esto provocó la sublevación de José Hilario López y José María Obando en Pasto, la rebelión de Córdova en Antioquia, la muerte de Sucre, la crisis del gobierno de Mosquera, el acto criminal de Páez, proscribiendo a Bolívar de su propia patria y, en fin, la pertinaz división política que arrasó nuestros pueblos durante siglo y medio.  (425)
Rota la amistad de Bolívar y Santander, la violencia y la maledicencia aumentarán y no cejarán hasta la muerte del Libertador y más allá. «Santander no perdona medio para desacreditarlo a Usted dentro y fuera de Colombia (…) –le escribe Miguel Peña al Libertador- Santander es enemigo muy temible; todas las arterías de Maquiavelo están en su cabeza y todos los crímenes de la edad media están en su corazón» (438-439). Comienzan a discurrir recelos, sospechas, resquemores, odios. «Hay que ponerse muy en guardia con Sucre –decía Santa Cruz al general La Fuente-, con quien toda desconfianza y prudencia no es bastante. Es preciso, precavernos con mil ojos con él, siempre franco y siempre justo» (377). ¡Siempre franco y siempre justo! ¡Qué peligro en medio de ese estercolero!
Lapusilanimidad y el odio de Santander [«Aborrezco de muerte a Bolívar y todo cuanto le pertenece» (400) llegó a declarar el que ni una letra iba a escribir en su contra], y el cúmulo de desastres que avivaba la alegría de los EEUU –que veía con beneplácito los proyectos de Bolívar efectivamente destruidos (384)-, entraban en los cálculos de la rapaz potencia a la hora de sustituir al caraqueño como líder de la región. Éste sabía bien qué esperar de la nación del norte, Santander en cambio iba en camino de la más abyecta admiración: «Ya estaba quedando claro, que por estas debilidades de Santander, su posición con relación a la política de los Estados Unidos y su sistema se iban a ir haciendo cada vez más opuestas a las del Libertador» (112). En efecto, comenta Sant Roz:
El progreso de Estados Unidos lo avergüenza porque Colombia, por culpa del hombre de las malditas correrías, vivía imbuido en un filantropismo aberrante: Eso de querer darle la libertad a los esclavos, eso de buscar un humanismo delirante cuando no había todavía progreso ni industria... Un país como Estados Unidos es fuerte y organizado porque le da prioridad al trabajo y a la función de los bancos: hacen falta hombres preparados para el comercio; el comercio es la razón de la civilización moderna (593)
Un aspecto que toca Sant Roz, profundo pero resbaladizo, por momentos sutil como una visión que se deshace, tiene que ver con cierto desequilibrio que presentaría la psique de Santander, más allá del hecho si se quiere superficial de la falta de valor, de la vanidad, del arribismo, de la codicia, de la envidia. Esto otro es mucho más profundo y avizora una personalidad enferma, perturbada, desconcertante. La primera referencia proviene de O’Leary, quien cuenta el momento en que tras algunas circunstancias adversas, se solicitó la deposición de Santander:
El principal promotor de la deposición —dice O’Leary— fue el coronel Rangel. Observando éste la apatía con que Santander miraba las privaciones de las tropas y el descontento de los oficiales, le hizo en nombre de éstos y en distintas veces algunas observaciones. Vio Santander como impropio de un subalterno las palabras de Rangel, y tanto por orgullo como por espíritu de contradicción insistió en las medidas que había adoptado. El disgusto se hizo general y Santander aparentó no perturbase. Resolvió Rangel removerle de un puesto que desempeñaba con más terquedad que lustre. Con todo hizo todavía un último intento para persuadirle a que oyese los justos reclamos de los oficiales. Se dirigió a su habitación, donde le encontró tan tranquilo como si nada sucediese. —Coronel —le dijo Rangel— estamos en la necesidad de salir de este lugar, las tropas están disgustadas y los caballos muriéndose de hambre y de sed con la sequía. —Yo también debo morir algún día —fue lo que respondió Santander.
He tratado de penetrar en el sentido de esa frase, «Yo también debo morir algún día», en el contexto de la situación narrada por el edecán del Libertador, cuando se requería una decisión y una acción aplomadas, y he llegado a la conclusión parcial de que la frase no es siquiera una salida sino la súbita traslación a otro espacio (en rigor puramente mental), una respuesta que no es una respuesta porque «responde» –más bien hace como si respondiera- a un diálogo que no está teniendo lugar en ese momento ni es por supuesto por el que está siendo ásperamente requerido. Es lo que logra Ionesco en el Teatro del Absurdo, o lo que entrevemos en ciertos diálogos zen, que sacan de quicio la razón vaciándola... pero claro, no es este ni remotamente el caso, de lo que se trata aquí con Santander es de simple y llana locura. La frase deja sin palabras porque borra todo lo que está a su alrededor y abandona en un solo y único plano a Santander, literalmente des-contextualizado. Ante este tipo de respuestas propias de un razonamiento estéril, Sant Roz deduce la confusión que debió sentir Bolívar el cual, por ejemplo, cuando le reclamaba con los aires políticos más altos sobre la libertad de los esclavos, éste le respondía con remilgos que, llegado el caso no sabría cómo evadirse de las reclamaciones de los propietarios! (141). ¿Cómo puede enfrentar ese argumento, el siguiente enérgico e incontestable planteamiento de Bolívar?: «Me parece una locura que en una Revolución de Libertad, se pretenda mantener la esclavitud.» (142)
Esta delicuescente locura de Santander nos permitiría aclarar gestos, acciones, actitudes fuera de tono, fuera de lugar, propiamente de un desequilibrado que pretende sin embargo quedar oculto tras la mampara del cuerpo de las leyes. El colmo, si se quiere, es este argumento con el que se niega a legitimar a un hijo suyo «por subsiguiente matrimonio, porque cuando yo conocía a su madre, ella ya había sido conocida por otros» (621).
«Por sabiduría popular sabemos que los espíritus más conservadores son los más arbitrarios [Sant Roz afirma, para sumar otro rasgo pérfido al perfil del colombiano «que aquellos que tienen fuerte tendencia hacia los negocios (…) son por naturaleza verdaderos tiranos» (264)]. El momento entre muchos otros de revelar esa sombra maldita, la tiene el Vicepresidente cuando ordena «Sin Consejo de Guerra ni Tribunal» (120) el fusilamiento de Barreiro y sus 38 oficiales, hechos prisioneros en los campos de la gloriosa Boyacá. En otro caso de abuso de poder y por tanto de vil asesinato, lo refiere José Manuel Restrepo cuando intenta justificar las acciones de Santander en el caso de José Sardá:
«…Que los gobiernos absolutos condenan así a los reos, nada tiene de extraño, pero si en un gobierno de leyes como el de la Nueva Granada se haya querido introducir la feroz inmoral legislación de que un particular pueda por órdenes privadas, clavar impunemente un puñal o traspasar con balas el pecho de un desgraciado, que ha conspirado contra el gobierno de su patria, es una doctrina que amenazaba toda legislación humana; ésta prescribe siempre como una garantía las fórmulas para quitar la vida a los criminales. Es lamentable que el buen juicio y la rectitud de Santander hubiera tenido esta aberración, originada acaso de sus fuertes pasiones» (476)
Pero se trataba menos de una práctica curtida por la reciedumbre de la guerra que un tipo peculiar de carácter, animoso de sangre. En el caso de un ajusticiamiento colectivo, Santander «escogió a dedo de la lista los que debían ser pasados por las armas»
Este procedimiento, discurre con inveterado cinismo, fue improbado generalmente; y en efecto es muy delicado para un mandatario desatender en semejante caso las recomendaciones de un tribunal… y ponerse a entresacar a cuáles mata y a cuáles conmuta la pena; operación odiosa en la que puede entrar la animadversión personal (636)
Apunta Sant Roz, girando en torno a esta locura atrabiliaria del granadino:
Al menos Bolívar tenía que eliminar a los españoles en la guerra, porque no veía o no encontraba otro medio para contenerlos, pero Francisco, desde su pacífico salón de la Vicepresidencia, parecía gozar al ver sacrificar o aniquilar realistas, decía: «Yo encuentro interiormente un placer en hacer matar todos los godos» (124)
Tal conducta hizo presentar a la revolución «como un teatro de sangrientas venganzas», nadie se explicaba, insiste, «ese placer insensato en ir y recrearse mirando cadáveres tibios de enemigos». A la matanza, siguió un baile. Total, le escribió al Libertador: «Si ellos nos degüellan cuando caemos en sus garras, ¿por qué no los podemos degollar nosotros si caen en nuestras manos?» (126). Con ímproba inmadurez decía en las postrimerías de su vida, lejos de toda reconsideración: «yo también hice lo que hicieron otros, y por ello no hay culpa, y por ello reincidí muchas veces en lo mismo» (128).  ¡Y pensar que esto lo decía el Señor de las Leyes!
            Otro rasgo de su personalidad era su preocupación por los cotilleos, nimiedades, corrillos y habladurías palaciegas y callejeras. Bolívar lo reconvenía: «Rousseau decía que las almas quisquillosas y vengativas siempre eran débiles y miserables y que la elevación del espíritu se mostraba por el desprecio de las cosas mezquinas» (182). Argumentos a los que Santander respondía con golpes de abanico: «Por mi parte jamás le diré ni indirecta (a Nariño) ni nada que pueda ofenderlo (y aclara) mientras Su Señoría no me toque» (183).
            En otro punto donde descollaba por lo bajo era a la hora de pedigüeñar. Bolívar le reclamaba con su estilo: «¿Cree usted que la gloria de la libertad se puede comprar con las minas de Cundinamarca?» (146). En otro momento decía: «La generosidad del Congreso indica que yo soy capaz de aceptar con gusto una gracia que sin ofenderme hiere mi delicadeza, porque siempre he pensado que el que trabaja por la libertad y la gloria no debe tener otra recompensa que gloria y libertad» (190). Pero el incansable colombiano insistía en pagar con especies, y, en un momento de exasperación el Libertador «desde el abismo de la guerra venezolana» le pregunta: «cuáles son las propiedades que usted quiere que se le adjudiquen». El colombiano reclamaba la propiedad de Hato Grande pero en el Decreto con su firma –la del hombre de las Leyes,  como ironiza Arturo Albella- las fechas son falsas: «La fecha que Santander le puso al Decreto fue la del 12 de septiembre de 1819. Es decir, tres días antes de su nombramiento para la Vicepresidencia. Tal vez era la mejor forma de guardar las apariencias» (147). Por cierto, el historiador Julio Hoengsberg, referencia que hace Sant Roz leyendo la historia «guiñando el ojo de vez en cuando», como él mismo dice, trata de defender a Santander alegando que –muy al modo de razonar del colombiano- ¡Páez, Montilla y Urdaneta exigían satisfacciones económicas tan parecidas a la que exigía el Vicepresidente! En esto del dinero y las menudencias, queda poca capacidad de asombro: mientras Bolívar literalmente deja el culo en el caballo recorriendo Sur América, «el Congreso de Cúcuta delibera sobre cuánto se le asignará a los diputados por legua recorrida» (175)
Es que, como dice Sant Roz, para Santander lector de Bentham, «los bienes materiales estaban por encima de lo político y de las satisfacciones sexuales y religiosas» (160). Le recomendaba Bolívar a su amigo «No te dejes sugestionar por dogmas extraños ni perturbar la cabeza por cosas que no tienen asidero en nuestra patria, ni en el país que estamos llamados a construir de la nada» (164).
Pero en ese país –la gran nación bolivariana- no estaba pensando Santander, quien le escribió mezquinamente a Bolívar, entonces en Ecuador, que era «preferible cuidar nuestra propia casa antes que la ajena» (172). Santander, atareado con los compromisos sociales seguramente dignos de tan alto dignatario «mataba el tiempo jugando ‘ropilla’ en casa de doña Manuela» (174).
Pero ese contraste entre el Bolívar en guerra contra un imperio sorteando los disparates y los complots de una majada de imbéciles, es el contrapunto novelesco, dramático, que construye Sant Roz entre la crónica de los últimos meses de vida de Bolívar y el exilio dorado –literalmente dorado- que cumplió Santander de gira por Europa, limpiando su imagen luego de que todos las miradas se dirigían a él como uno de los tramadores de la noche de los puñales del 25 de septiembre en Bogotá.
En efecto, el 20 de octubre llega el Libertador a Quito, después de firmar un tratado de paz con el gobierno del Perú, «a la hora en que Santander se encontraba aplaudiendo en un teatro de Hamburgo» (461). El grafómano desde que salió de Cartagena, «no ha hecho sino hablar de términos náuticos, datos sobre el tiempo, la marea, los vientos, el estado general del mar y la consabida conversión de pesos en monedas extranjeras» (466). El día que con un mensaje verbal informaba Bolívar al congreso «que estaba determinado a que los pueblos siguieran el curso que les pareciera, fuera incluso la división en estado federados», opción que aborrecía, del otro lado del Atlántico Santander apuntaba en su diario: «He dado a cambiar 8 onzas de oro valor de 128 pesos fuertes nuestros. En la mesa me ha hablado un inglés de O’Leary, y me ha dicho que su familia está miserable en un lugar de Irlanda. En el cambio perdí uno por ciento» (472). Ese mismo desdén es el que la historiografía ha dedicado a O’Leary por haberle entregado su vida a la causa bolivariana. Por cierto, no viene al caso pero en una biblioteca en una casa turística descuidada pero con buen ver en la Isla de Margarita, en una habitación donde se encontraba un mueble que fungía de biblioteca conté una treintena de tomos de la obra de O’Leary, numerados y un poco al descuido. Me asombré de la dedicación, de cómo nos separaron las oligarquías de cosas tan fundamentales, como de aquel Diario de Bucaramanga  de Perú de Lacroix, ese mismo desdén que hizo saltar a Santander del drama familiar de alguien que entregó su vida lejos de su patria y de los suyos, al menudeo de sus miserias, nos lo hicieron dar a nosotros, desviando nuestras miradas de lo esencial para ponernos a contar calderilla.
En momentos en que Bolívar se debatía entre entregar el poder a las «pasiones más miserables, a los deseos más viles», porque sabía «que entregar el mando era abrir las compuertas para la degollina», del otro lado de este sueño, imagen empleada por Sant Roz para llevarnos de una realidad a la otra, Santander estaba en la representación de una ópera italiana «esperando que los hechos, sin que él siquiera moviera un meñique, trabajaran en su favor» (480).
Al tiempo que Bolívar recibe los bandazos de la intriga nacional, Santander entra en la Bolsa de París, donde se reúnen los banqueros y donde, en letras de oro, refulgen las plazas mercantiles de Europa, y exclama: ¡Qué edificio tan magnífico! (483)
El 8 de mayo Santander en Francia asiste a una soirée, luego se sintió indispuesto por lo mucho comido y bailado y se aplicó unas sanguijuelas; el 12 de mayo Bolívar escribe: «No necesito de nada o de muy poco, acostumbrado como estoy a la vida militar» (488). Mientras Bolívar todo lo daba [«El último soldado que recurriese a él (nos cuenta Posada Gutiérrez) recibía cuando menos un peso, caballos, espada, hasta su ropa misma» (484)], Santander solicitaba «otra remesa de 4 mil pesos a Arrubla, desde París, además de un crédito de 20 mil francos para recorrer otros países europeos» (500). «Qué felicidad la de esta gente –dice Sant Roz- que tenían a dónde irse sin cargo alguno de conciencia» (512), mientras Bolívar sobre las ruinas de la patria, traspasado de dolor, escribía a Restrepo:
Yo creo todo perdido para siempre, y la patria y mis amigos sumergidos en un piélago de calamidades. Si no hubiera más que un sacrificio que hacer y éste fuera el de mi vida, o el de mi felicidad, o el de mi honor... créame Ud., no titubeara. Pero estoy convencido de que este sacrificio sería inútil, porque nada puede un pobre hombre contra un mundo entero, y porque soy incapaz de hacer la felicidad de un país, me deniego a mandarlo. Hay más aún: los tiranos de mí país me lo han quitado, y yo estoy proscrito, así yo no tengo patria a quien hacer el sacrificio.
Ese mismo día Santander escribía en su diario, allá en un lugar cerca de Munich:
Sábado. Segundo aniversario de la revolución de Bogotá que me ha causado tantos perjuicios personales. Pagué el alojamiento que costó por todo (incluso la composición de mi reloj) cuarenta y cuatro florines y salimos de Munich a las 6 de la mañana... Continúo viaje al Tirol alemán para luego pasar al Tirol italiano.(515)
             El contrapunto nos acompaña hasta el final, hasta aquel 17 de diciembre de 1830. Ese día Santander visita la iglesia de Santa Praxedes y observa la columna donde azotaron a Cristo. «Instante de abrumadoras visiones, frente a páginas que resaltaban palabras de Salustio Crispo (que lo señalan y acusan): ‘lo justo y lo bueno se observa más por natural inclinación que por las leyes’» (526).
            Muerto Bolívar, el antiguo orden colonial comienza su lenta irrigación, porque como dice Sant Roz: «Toda la colonia estaba en el corazón, en las argucias, en las venas, en los nervios de señor Francisco de Paula Santander». Muerto Bolívar, «los elementos que antes desintegraban a la patria en una lucha centrífuga se unen en sus localidades en un amalgamiento sorprendente» (539). Se unen para seguir complotando, para seguir asesinando y desmembrando el cuerpo de la patria que un solo hombre había logrado mantener unido in extremis. Como le hace decir Sant Roz a Florentino González: «Cuando se ha logrado la libertad, don Vicente, los libertadores son un estorbo; por eso sobraban Sucre, Urdaneta y Bolívar» (572). Se estaba pues creando el caldo de cultivo que habría de permitir una horrísona perversión: los Santander de toda laya, los José María Obando [«el asesino más simpático que he conocido» alabanza proveniente de Jean Baptiste Boussingault (655), y siguiendo en esto de los piropos como dicterios, el mismo Santander decía: «Obando es muy salvaje y demasiado bueno» (677). Como en otros casos, no se cumplió el deseo de Bolívar para con Obando: «Abandonadlo a la maldición que lo persigue o arrojadlo a la corriente del Guáitara» (699)] y José Hilario López, asesinos de Sucre, todos los conjurados en contra de Bolívar y sus sueños de libertad, «habían encontrado la fórmula para vivir como criminales y morir como santos próceres» (580). La absolución a todos sus crímenes sobrevendría con un decreto que, en su artículo 2, rezaba: «Ningún granadino podrá ser reconvenido en lo sucesivo ante ninguna autoridad ni tribunal en razón de su conducta política anterior al restablecimiento del gobierno legítimo en mayo de 1831, sobre el cual se establece un Absoluto Olvido Legal…» (590).
            Con el curso de la sangre y el terror, se fue abriendo también el curso del progreso, discurso y praxis que las oligarquías han tenido claras, casi se puede decir que con milimétrica clarividencia…:
Cinco, diez años con Obando en el poder –soñaba Santander- pacificamos para siempre al país. Una mano muy dura limpiando el ejército y con una política de puerta franca al progreso, internando la civilización en la selva, en las tierras de Pasto. Para esta obra se requiere un carácter sin contemplaciones, una fuerza sin el escrúpulo ni la cortapisa moral de la religión; el sentido maravilloso y admirable del trabajo, la sublime aplicación del utilitarismo a la realidad social, el materialismo, ¡hay que ser prácticos, reales, con los pies sobre la tierra! (601)
La historia sigue, como hemos visto por los acontecimientos recientes, cobrando vidas, por un lado la gigantesca fosa común de La Macarena, y por el otro, la designación de Uribe como parte de la comisión que investiga los crímenes de Israel contra la Flotilla de la Libertad con ayuda humanitaria a Gaza. Baste esta sola referencia de nuestra actualidad para que leamos el extraordinario libro de José Sant Roz como bitácora para estos días de crímenes, conjuras y legalismos delirantes, pero también –qué duda cabe- de esperanzas.
 
Maracaibo, 02 de septiembre de 2010
               
           
Los números señalan las páginas del libro correspondientes a la edición de 2008 hecha por Colectivo Editorial Proceso, Caracas, Venezuela, la misma a la que se puede acceder con el enlace arriba citado.

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