Emilio Lamo De
Espinosa
Madrid, España
En 1934, en su poema La
roca, el poeta T. S. Eliot escribía: «Invenciones sin fin, experimentos sin
fin, nos hacen conocer el movimiento pero no la quietud, conocimiento de la
palabra, pero no del silencio, de las palabras, pero no de la Palabra». Y
añadía: «¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento? ¿Y
dónde está el conocimiento que hemos perdido con la información?». Cuando
ciertamente vivimos anegados en información, con conocimientos crecientes, pero
con la misma sabiduría de hace tres mil años, si acaso, no sobra comentar esta
profunda intuición.
Pues, ciertamente,
información, conocimiento y sabiduría son tres modos o maneras del
conocimiento, pero de muy distinto alcance y desarrollo.
La información nos
proporciona datos, bits, nos dice lo que es y cómo es lo que es, y puede ser
digitalizada, archivada y transmitida. Hoy la encontramos en la red de la web
mundial, donde basta acceder a un buen buscador, como Google, para obtener toda
la información del mundo, la práctica totalidad de los libros clásicos y modernos,
toda la música, todos los datos que deseemos. Ya casi nadie consulta una
enciclopedia (por eso las regalan con los periódicos), pues es más rápido
consultar Internet, inmensa memoria de la humanidad y gigantesco depósito de
información acerca de todo. De modo que basta una barata conexión a Internet
para tener acceso a bases gigantescas de información.
El conocimiento es
otra cosa, es la ciencia, un saber que, a partir de muchos datos, y combinando
inducción y deducción, me dice no lo que es, sino lo que puedo hacer. La
ciencia es otro depósito, esta vez de teorías o modelos del mundo o, mejor, de
partes del mundo, y me dice cómo hacer esto o lo otro. El conocimiento necesita
información, por supuesto, pero lo importante hoy es que, al haberse democratizado
el acceso a la información, ésta cada vez vale menos. Lo importante no es tener
información; todo el mundo la tiene. Lo importante es discriminar la
información relevante de la que no lo es, separar información y ruido. Y eso no
es tarea de la información, sino del conocimiento científico. A medida que el
bit de información baja de precio, sube el valor del conocimiento.
Pero el conocimiento
científico tiene también sus límites. Pues la ciencia es un saber instrumental
que me muestra qué puedo hacer, pero de ningún modo qué debo hacer. Lo sabemos
al menos desde la crisis del positivismo clásico a comienzos del pasado siglo,
cuando ese gigantesco pensador que fue Wittgenstein, y aludiendo justamente al
tema de los valores (a la «muerte de Dios»), dijo aquello de que «sobre lo que
no se puede hablar, mejor es callarse». Pues poco sensato podemos decir de los
valores si los analizamos desde el discurso científico, de modo que, desde
entonces, con el neopositivismo, la ciencia se ha construido eliminando los
valores; la ciencia debe ser wertfrei, value-free. Y así es, pues de la
buena vida, de lo que debemos hacer o no, del sentido último de nuestra
existencia, sobre qué amar u odiar, qué es hermoso o repugnante, de eso poco
sabe la ciencia.
De eso, ciertamente,
se ha venido encargando la sabiduría. Una forma de saber que, superior a
la ciencia y, por supuesto, a la información, trata de enseñarme a vivir y me
muestra, de entre todo lo mucho que puedo hacer, lo que merece ser hecho. De
modo que, sin sabiduría, la ciencia no pasa de ser un archivo o panoplia de
instrumentos que no sabría cómo utilizar. Información, conocimiento y sabiduría
responden así a tres preguntas muy distintas: ¿qué hay?, ¿qué puedo hacer?,¿qué
debo hacer? ¿Todo así de claro? Por supuesto que no, pues, como señalaba antes,
los ritmos de desarrollo de unas y otras formas del conocer humano son muy
distintos. En 1999 había 500 millones de páginas web; actualmente se calculaba
que son ya 500 mil millones. Se estima que el volumen de páginas web de que
disponemos y, por lo tanto, el volumen de información accesible mediante
un simple enchufe a Internet se doblan cada tres meses a un ritmo frenético, y
lo cierto es que nadamos en masas de información.
El ritmo de
desarrollo del conocimiento es más difícil de medir, pero diversas
estimaciones rigurosas concluyen que el stock de ciencia válida se ha
venido doblando aproximadamente cada 15 años, que es también el ritmo al que se
doblan las revistas científicas especializadas y el branching (la
ramificación) de especialidades científicas. Y, desde luego, nadie puede poner
en duda que se trata de uno de los pocos ámbitos donde podemos hablar con rigor
de progreso, pues es difícil dudar que hoy sabemos (o, para ser más precisos,
conocemos) bastante más que hace 100 años, y entonces más que hace 200,
etcétera. Razón por la que no pocos (yo entre ellos) creemos que, si hay una
variable independiente que pueda explicar la historia, ésa es el progreso de
los conocimientos. Y todo parece indicar que, tras las dos previas revoluciones
científicas, la que pone fin al neolítico para iniciar la historia de los
primeros imperios, y la revolución científica europea del siglo XVII, la actual
revolución científico-técnica no ha hecho sino comenzar. Podríamos visualizarlo
diciendo que ambos crecen en progresión geométrica, pero la información lo hace
cada tres meses y el conocimiento, cada 15 años. Sin embargo, la sabiduría de
que disponemos no es hoy mucho mayor de la que tenían Confucio, Sócrates, Buda
o Jesús, no parece haber mejorado mucho en los últimos tres mil años y, lo que
es peor, no sabemos bien cómo producirla. Tampoco diría que ha retrocedido,
pero sí que es casi una constante que ha variado poco o nada en los últimos
siglos. Razón por la cual la lectura de la Ética a Nicómaco, de
Aristóteles; el De constantia sapientis, de Séneca, o el Sermón
de la montaña, de Jesús de Nazaret, tienen hoy tanto valor como cuando
fueron publicados, mientras que (como decía Whitehead) la ciencia progresa
olvidando sus clásicos, y nadie que desee saber óptica lee hoy la de Newton.
Pues si hubiéramos progresado en sabiduría como lo hemos hecho en conocimiento,
esos viejísimos textos morales carecerían de valor, como carece de valor actual
el Tratado elemental de química, de Lavoisier.
Y hay más aún. Pues
si bien es cierto que la ciencia carece de sabiduría, sin embargo se autodefine
–y es aceptada casi siempre- como única forma de saber válido. Como ya señalara
Thorstein Veblen en 1906 en el primer texto de sociología de la ciencia, «el
sentido común moderno sostiene que la respuesta del científico es la única
auténtica y definitiva». Puede ser, pero da la maldita casualidad que no
responde, ni puede responder, a las preguntas más importantes. No otra cosa
dirá Habermas mucho más tarde: «Cientifismo significa... la convicción de que
no podemos ya comprender la ciencia como una forma de conocimiento posible,
sino que más bien debemos identificar conocimiento y ciencia».
Pero en esa medida,
en la medida en que aceptamos, erróneamente, que la ciencia es el único saber
válido, ella misma se transforma en un disolvente de todo otro saber
alternativo posible, y, por lo tanto, en disolvente de todo saber de fines, en
disolvente de la escasa sabiduría de que disponemos. Con el resultado
paradójico de que cada vez sabemos más qué podemos hacer (cada vez podemos
hacer más cosas), pero sabemos menos qué debemos hacer, pues incluso la poca
sabiduría de que disponemos la menospreciamos. Ciertamente, invenciones sin
fin, sin finalidad, sin objeto. Así, por poner un ejemplo, sabemos que
podemos clonar seres humanos, pero, ¿cuándo y por qué es razonable hacerlo?
Vivimos, pues,
anegados de información, con sólidos y eficaces conocimientos científicos, pero
ayunos casi por completo de sabiduría. Sospecho que Eliot tenía toda la razón y
nuestro problema es que no somos capaces de producir sabiduría, al menos al
ritmo al que producimos conocimiento.
Cronología de la
tecnología de la información
3000 a.C.: Aparece el
ábaco
1823-1840: Charles
Babbage diseña la calculadora automática
1946: Primera
computadora electrónica de alta velocidad, ENIAC: funciona mil veces más rápida
que las máquinas de cómputo anteriores.
1947: Gordon Bell
inventa el transistor.
1959: Robert Noyce
inventa el circuito integrado: todo un circuito electrónico sobre una diminuta
placa de silicio.
1966: IBM presenta el
primer disco de almacenamiento.
1971: Marcian Hoff
inventa el microprocesador.
1975: Primeras
computadoras personales.
1980: Seattle
Computer Products presenta el sistema operativo QDOS, que luego Microsoft
llamará
MS-DOS.
1984: Apple Computers
presenta la Macintosh: primer entorno gráfico en el que basta apuntar y pulsar.
Windows le seguirá en 1985.
1990: Aparecen las
primeras computadoras portátiles.
1993: Se comercializa
Palm Pilot y complejos dispositivos manuales.
1994: Seagate
presenta un disco con una transferencia de más de 100 megabytes por segundo.
1995: Se estandariza
el DVD, con una capacidad de almacenamiento que supera en más de 8 veces la de
un CD.
2000: Microprocesador
AMD de 1 gigaherzio.
Futuro: entrada y
salida de lenguaje natural, inteligencia artificial, procesadores,
nanocomputación y computación de sistema distribuido.
Fuente: PNUD, Informe de DH 2001, p. 34
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