Discusión. El porvenir de un género clásico
en EE.UU. revive con libros que reivindican una prosa que no muere y que puede
“ver a través del lenguaje”.
Por su fe en el poder salvador de las
palabras adecuadas en el orden apropiado, a nada se parece tanto el ensayo como
a una oración secular. Ese, por lo menos, era el objetivo original. El ensayo
ha demostrado ser díscolo, lo cual ha sido el gran secreto de su longevidad. El ensayo, que inventó en
Francia Michel de Montaigne en el siglo XVI y perfeccionaron en Inglaterra
Samuel Johnson y William Haslitt, encontró Estados Unidos muy agradable:
“EE.UU. –y hasta su nombre, según algunas fuentes– es en parte producto de la
brillantez ensayística del artesano inglés Thomas Paine”, escribió Christopher
Hitchens, uno de sus mejores exponentes modernos. Su salud, sin embargo,
nunca estuvo garantizada. Virginia Woolf tuvo que tranquilizar al público en
1922: “Sí, estimado lector: el ensayo está vivo. No hay motivo para
inquietarse”, a pesar de que los periodistas hablaban sobre la muerte de “esa
anciana dama de la literatura con aroma a lavanda.” “Todos dicen siempre que el
ensayo ha muerto”, observó John Leonard en 1982. “Siempre se lo dice en
ensayos.” El ensayo no muere. Es demasiado proteico. Se hace cada vez más
indispensable, dado que aprende a imitar, y luego a amplificar, nuestros
sentidos. El ensayo es una forma de ver a través del lenguaje, y en el
lenguaje. Toma y filtra. Y, si nos gustan las formas artísticas promiscuas y
libres, el ensayo les hace honor. Joan Didion lo puso en duda en los 70 al
admitir en El álbum blanco que escribir sobre su experiencia “aún no me ha
ayudado a entender qué significa”, y una forma que ya era flexible se hizo aún
más elástica. La “anciana de la literatura con aroma a lavanda” se había
aflojado el corsé. Sólo determinado tipo de ensayo literario conserva cierto
almidón. La reseña de libros, por ejemplo, con su formalidad y sus
abstracciones, su control del ego y la agresión. No le va el éxtasis de la
duda, sino que pasa de certeza en certeza.
Rodeado de esas limitaciones, se anuncia en
el estilo. Basta con pensar en las reseñas sin firma de Virginia Woolf en el
Suplemento Literario del Times. El “anonimato era ideal”, explica James Woods.
“Sin duda Woolf sabía que su prosa se firmaba sola, por lo cual sus ensayos,
tanto en lo relativo a textura como a contenido, proclamaban su autoría.” Eso
vale también para el propio Woods, un periodista de The New Yorker que tiene su
teoría claramente delineada –y rígida– sobre cómo funciona la ficción y qué
debe lograr. Formado en la tradición evangélica, posee una fe en la ficción que
es absolutista y teleológica. “No fue sólo el ascenso de la ciencia, sino tal
vez el ascenso de la novela lo que contribuyó a matar la divinidad de Jesús”,
ha escrito. Lee de forma mesiánica, buscando que la ficción responda las
preguntas que alguna vez contestó la religión. El libro de Wood, The Fun Stuff:
And Other Essays posee muchos de los placeres de sus libros anteriores, The
Broken Estate (1999) y The Irresponsible Self (2004): la misma estructura
compacta, el humor lacónico, el genio para la metáfora (Flaubert, “el agonista
del estilo, asesinaba repeticiones como insectos.”) Una y otra vez nos lleva de
vuelta a Chejov, Tolstoi, Flaubert. Nadie es mejor en lo que respecta a
advertirnos sobre influencias con esa familiaridad rayana en el chisme: así
como “casi seguramente” Orwell tomó su “ojo para el detalle didáctico de
Tolstoi”, nos dice Wood, Ian McEwan, por su parte, “aprendió mucho sobre
cautela narrativa y control del disgusto de Orwell.” Ningún crítico se acerca tanto
al texto. Pero The Fun Stuff es notable por lo que no comprende. No hay
introducción. Wood no establece tesis ni un tema unificador. Tratándose de un
escritor tan propenso a la construcción de sistemas, el silencio es
desconcertante. En sus argumentos estrechamente entretejidos, le da espacio al
lector, y también a una nueva búsqueda. Deja atrás las posibilidades de la
ficción para demorarse en sus limitaciones, en los libros que exploran lo que
pasa cuando el lenguaje se vuelve insuficiente y la narración cae: en la forma
en que las despojadas frases de los últimos relatos de Lydia Davis flirtean con
la mudez y destilan dolor; en la manera en que Leaving the Atocha Station , una
novela del poeta Ben Lerner sobre un estadounidense en el exterior, busca “lo
que no puede revelarse ni confesarse en la narración”; en cómo La carretera ,
el Grand Guignol apocalíptico de Cormac McCarthy, evade su propia pregunta
central: “Mientras pueda usarse el lenguaje para contar lo peor, lo peor no ha
llegado. (…) ¿Dónde termina la narración, el lenguaje?” También vemos esa
atracción por las narrativas del exilio, la memoria no confiable y la
ciudadanía incómoda, por gente “robada por la historia”, tal como describe a un
escritor oriundo de Bosnia, Aleksandar Hemon. A Wood le gusta la conciencia
bifurcada, el placer del inmigrante al rescatar las posibilidades de la lengua
inglesa: el gusto de Nabokov y Hemon por la adjetivación de extrañas
ramificaciones o la perspectiva “arrobada y vagamente distanciada” del narrador
holandés de Netherland, de Joseph O’Neill, que ve Nueva York como una “basura
de luz”. The Fun Stuff ofrece lecturas movilizadoras de Hemon y O’Neill, W. G.
Sebald, Ismail Kadare y V. S. Naipaul. Pocos pueden analizar con tanta economía
y sofisticación la forma en que el extrañamiento corroe y fortalece el
carácter, agudiza y nubla la percepción. Le interesa lo que hacemos con
nuestras heridas; cómo, para el extraño y el inmigrante, el saber puede ser una
protección: dominio, venganza. “Tengo que demostrarle a esta gente que puedo
ganarle en su propia lengua”, le escribió un joven Naipaul a su familia en
Trinidad durante los años solitarios que pasó estudiando en Oxford. En el
ensayo de Wood sobre George Orwell se encuentra su conexión con esos relatos:
era un alumno becado en la escuela de Orwell, Eton, “que alternaba entre la
gratitud por cada bendición cara y el anhelo de hacerlo explotar.” Entiende la
“vergüenza productiva”. En el último ensayo, “Packing My Father-in-Law’s
Library”, un autorretrato oblicuo, Wood trata de encontrar un lugar para una
colección de libros muy grande y excéntrica. Es una puesta en escena del
clásico ensayo “Desembalo mi biblioteca”, de Walter Benjamin, pero donde
Benjamin cultiva laboriosamente sus fetiches, Woods se desespera. Lamenta que
una biblioteca tenga tanta importancia para su coleccionista y tan poco valor
para los demás. Fantasea sobre alguien que, misteriosamente, se lleva todos sus
libros. Qué libre se sentiría. Es un fin elegante, un punto de desvanecimiento
donde todas las líneas se cruzan. En todo momento se agotan las palabras, se
agota el tiempo. Los libros permanecen, pero sin nadie que libere su sentido
son basura.
El
“problema” de la realidad
Daniel Mendelsohn, un colaborador de The New
Yorker y de The New York Review of Books, podría ser nuestro crítico literario
más irresistible. Su libro, Waiting for the Barbarians: Essays From the
Classics to Pop Culture , presenta lecturas de la cultura elevada y baja, desde
Anne Carson hasta “Avatar”, y toma como eje la perdurabilidad de los temas
clásicos. Su abordaje es sistemático y pedagógico. Da comienzo a sus libros con
el anuncio de sus principales temas y la explicación de sus estructuras. En How
Beautiful It Is and How Easily It Can Be Broken, hasta ofrecía sus calificaciones.
Esta
nueva recopilación es igualmente lúcida y más segura: en lugar de vacilar en el
vestíbulo, sombrero en mano, y presentar su CV, Mendelsohn entra con un
majestuoso “No se preocupen.” Estos ensayos abordan “el problema de la
realidad”, nos dice, el “extraordinario borramiento de la división entre
realidad y artificio” que hicieron posible nuevos géneros y tecnologías. A
Mendelsohn, por otra parte, le gusta especialmente el análisis que demuele esa
distancia, que rastrea el éxito o el fracaso de un trabajo hasta el carácter de
su creador. Susan Sontag padece la misma hamartia (error trágico), según
Mendelsohn, a quien le fascina infinitamente la forma en que la falta de
autoconocimiento hace inevitable la autodelación. Sontag pertenecía al siglo
XIX, escribe, lo que explica las “aspiraciones que iban a contramano de su
temperamento y su talento”. Insistía en que se la conociera como narradora,
cuando las mismas cualidades que la hacían una crítica tan emocionante –la
conciencia de sí y la “incapacidad de resistirse a toda oportunidad de
interpretar”– la convertían en una novelista torpe y banal. El yo, para el
experimentado ojo clasicista de Mendelsohn, está gloriosamente escindido. Es
imposible reconciliar sus contradicciones; el yo casi no puede detectarlas. Por
más pesimista que pueda ser, no es nunca alarmista (hay que recordar ese “No se
preocupen”). Practica una forma de crítica amable y tranquilizadora. Su
intelecto es un alambique purificador que restablece la calma y el contexto
histórico. “Lo que otros podrían ver como declinación y caída parece, cuando se
lo observa desde la perspectiva privilegiada de la historia, más bien
desplazamiento, adaptación, reorganización. Esa moderación constitutiva da a su
prosa ritmos de legato, juicios lánguidos; podría tratarse de un gato que juega
con su presa. Buena parte de la diversión de leer a Mendelsohn es su sentido
lúdico, su irreverencia y su carácter impredecible, sus francas respuestas
emocionales: abre la boca de asombro al ver “Avatar”, se deshace en lágrimas
durante la ópera “Satyagraha” de Philip Glass. Fuerza la forma en direcciones
que Francis Bacon nunca imaginó. Eso no equivale a decir que no puede ser
brutal. Despacha a Jonathan Franzen con tanta eficiencia que se puede oler la
pólvora. Al analizar Zona fría , una recopilación de ensayos “escasa e
insustancial”, así como la irritada respuesta del novelista al seleccionárselo
para el Club del Libro de Oprah, Mendelsohn atribuye el hábito de “superioridad
despectiva” de Franzen a un caso de adolescencia eterna tan agudo que raya en
el “autismo estético y político”. “El carácter se revela” es el lema del libro,
pero como destaca Mendelsohn en su ensayo sobre Mad Men, fortalezas y
debilidades con frecuencia tienen el mismo origen. El mero hecho de que la
estructura no se sostenga no significa que no podamos disfrutar del panorama.
Como cultura, nos caracterizamos por nuestro gusto por las ruinas. La
herramienta peligrosa Desde que su primer libro, The Morning After: Sex, Fear
and Feminism, se publicó en 1993, Katie Roiphe ha sido el tábano profesional
del movimiento feminista y se ha dedicado a señalar lo que considera sus
excesos. Ha condenado las normas que prohíben el acoso sexual con el argumento
de que tales limitaciones privan a los empleados de una “vívida cultura
oficinesca”. Encuentra a las feministas culpables de infligir a los lectores
una generación de flácidos novelistas hombres, demasiado temerosos y
políticamente correctos como para estar a la altura de sus estridentes
predecesores. Su preocupación por la defensa de la sexualidad masculina
recuerda a Rebecca West, a quien Christopher Hitchens describió de manera
memorable como “una mujer de soberbia inteligencia cuyo feminismo pasaba ante
todo por el respeto y la preservación de la verdadera masculinidad”.
Es una lástima que la grandilocuencia de su
escritura sobre política de género desvíe la atención de su escritura sobre
libros. Los diez ensayos literarios centrales de In Praise of Messy Lives:
Essays son traviesos y
adorables; el lenguaje es coloquial y muy
pulido. Es imposible leer periodismo de la misma forma después de leer a Roiphe
sobre la manera en que los tics estilísticos de Joan Didion –su uso irónico de
las comillas, su atención a la noticia como narración– se han convertido en
clisés del género. Separada de un texto, Roiphe se muestra menos segura. Como
podría señalar Mendelsohn, las características que hacen de ella una crítica
animada –su irascibilidad y su ojo implacable, su predilección por pronunciarse
más que por persuadir– le juegan en contra como ensayista personal. Los
trabajos sobre la deprimente obsesión de su círculo por la salud y la
delegación de la domesticidad se hacen personales y muy ácidos. La paranoia y
la falta de proporciones florecen profusamente en esos temas. Si la ficción hechiza, los
ensayos crean complicidad, una complicidad que el escritor debe proteger. En
cuanto un lector empieza a advertir inconsistencias, se vuelve contra uno.
La personalidad es “la herramienta más peligrosa y delicada” del ensayista,
escribió Virginia Woolf. También la más tentadora. Observamos sus riesgos en el
caso de Roiphe y sus recompensas en las mayores innovaciones del año: My Poets,
de Maureen N. McLane, y Madness, Rack and Honey, de Mary Ruefle. Los dos libros
alternan entre lecturas rigurosas distanciadas y febriles interpretaciones,
hasta distorsiones deliberadas. Su crítica es temperamental y lúbrica, animada
por la pasión y el anhelo, pero siempre minuciosa. Este mismo ensayo,
impersonal y elitista, que se posiciona en la autoridad, parece, en
comparación, anticuado, vulnerable. ¿Cuánto tiempo más podrá florecer cuando el
fragmento seduce más que el argumento y la personalidad es más fácil de transmitir
que el estilo? ¿Los escritores querrán seguir ocultándose en público de esta
forma durante mucho más tiempo? No se preocupen. El ensayo nos sorprenderá y
nos sobrevivirá.
* Editor de The New York Times Book Review © The New York Times
Traducción de Joaquín Ibarburu
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