Enrique Arenas en un visaje




Por
José Javier León

Vayamos primero al lugar común: Enrique Arenas (Coro, 1943 - Maracaibo, 2014) fue un maestro de generaciones. Comenzó la docencia muy pronto y frente a su escritorio tuvo alumnos que para su humildad lo aventajaban en lecturas y experiencias. Según él, temblaba cuando se generaban airadas discusiones que mezclaban las vanguardias con los últimos gritos de la crítica parisién. 

Eran los años 70. Venezuela buscaba fórmulas violentas para salir del atolladero y Enrique compareció en el ala cultural y más visible de los movimientos políticos que aguas abajo, en la guerrilla urbana o montaña arriba, se enfrentaban a los gobiernos de la llamada IV República. Fue un motor en la organización de los encuentros literarios del Occidente del país. Era él solo, un ateneo, una casa de la cultura, un simposio. Fue un incansable promotor y en esto no desmayó literalmente hasta sus últimos días. En la Biblioteca Pública María Calcaño, en Maracaibo, dejó organizado un homenaje al eminente hombre de leyes José Manuel Delgado Ocando.

Enrique era un apasionado del conocimiento, leía vorazmente de cinco libros al mismo tiempo haciendo uso de una extraña aritmética: si leemos de varios libros simultáneamente, leeremos más en menos tiempo. Cuando lo conocí exigía leer no a su ritmo pero sí con su pasión. Las dos cosas igual de difíciles aunque emularlo en la segunda, más. Poeta que le diera a leer sus poemas debía esperar lo peor, y Enrique no escatimaba: reconvenía, tachaba, tiraba a la basura, y comenzaba a hacer preguntas: el poeta reculaba en su amor propio herido. Pero aprendía, si había de aprender…

Enrique instilaba un método sabio y antiguo: no era dulce, pero tenía la risa fácil. Era estricto y exigía al menos una parte de lo que daba a manos llenas, a corazón lleno. Era solidario y desprendido. Cuando se trataba de servir, no ahorraba. Buscando los mejores horarios y espacios, prefería ir a la propia casa de sus discípulos y corría con todos los gastos. Quería enseñar y lo hacía con todo su cuerpo, con toda su humanidad. Era un humanista caribeño, de la estirpe de José Lezama Lima. Su crítica y su poesía fueron respetadas y extrañadas, en México y Argentina trabó amistades profundas. Prefirió leer y difundir, que escribir. Cuando intuyó el final quiso quedar un poco más fijo.

Se angustió hasta el final porque creía no haber enseñado lo suficiente; no haber leído lo suficiente; no haber visto lo suficiente. Recientemente, supongo que por sus limitaciones físicas, había descubierto el viaje quieto de la internet y navegaba buscando documentos insólitos; películas, canciones, series televisivas que lo remontaban a una infancia llena de temores y pesadillas. Enrique era amante del cine mexicano, de la comida abundante y sabrosa, de la amistad, de la conversación, no era engolado. Conocía idiomas y bromeaba en ellos sin ufanía; era un censor de palabras que el mal uso devalúa en moneda corriente: pueblo de a pie, aperturar, implicar… lo enervaban. Amó la lengua castellana, modulaba con gracia melodías italianas y bailaba como flotando.

Sufrió mucho por no haber conocido a tiempo las ventajas de la diálisis. Su cuerpo colapsaba mientras su mente seguía volando. Era un espíritu terrestre; un alma sencilla y sensible. La lectura y el mundo silencioso de los libros, perdieron a un amigo entrañable. El mundo que lo rodeó, que lee por compromiso y si acaso o casi nunca por placer, no sabe que Enrique fue la última página del libro grueso, de la biblioteca mal iluminada, de la cita deslumbrante… ignoto pez de la extrañeza que se sumerge en un tiempo otro, vibrátil como una segunda naturaleza.

Publicar un comentario

0 Comentarios