No es el wayuu el que necesita escribir; es el alijuna el que necesita leer


 
Texto para ser leído en el marco

de la VI Feria del Libro de Caracas 2015


LEER AL PAÍS


29 de julio, Sala Hugo Chávez, 6:00 pm


Apuntes para acercarse a la obra
de Miguel Ángel Jusayú


José Javier León




La tentación de ver a Miguel Ángel Jusayú (nacido en la Alta Guajira el 20 de agosto de 1933 según documento oficial y que murió en junio de 2009 en un accidente doméstico) como una suerte de Homero es un signo no muy evidente de colonización. La cultura blanca, criolla o alíjuna, hace que veamos a Jusayú como un indígena que hace hasta lo imposible para traducir su lengua y cosmovisión a la escritura dominante. El drama incluso de su vida, tiene mucho de esa visión del indígena que busca ganarse la vida salvando escollos ¡y vaya si Jusayú los tuvo!,y un reconocimiento en la cultura hegemónica.

Cuando miramos desde aquí, las piezas parecen encajar sin problema. La verdad, todo queda imperturbable. Y el éxito de Jusayú, el reconocimiento a su obra, nos exculpa y deja tranquilos y satisfechos.

Yo voy a intentar ver a Jusayú y su obra desde otra orilla. Desde el wayuu que tiene que mimetizarse para sobrevivir. Así el drama luce más enconado e irresuelto. En efecto, la estrategia de colonizar la lengua wayuu contribuye menos a un conocimiento de la cultura y cosmovisión indígena que a una manera más práctica de controlar la producción de significados.

Jusayú es una víctima de la imposición de la escritura, que busca circuir la oralidad indígena imponiendo el uso de una gramática, favorablemente producida por un lúcido hablante del wayuunaiki, con un talento descollante para abstraer las formas concretas de la oralidad infinita.

Jusayú se entregó por entero a la construcción de una escritura pero la presión para ejercer esa tarea titánica no provenía realmente de su gente y su cultura, sino de la población alijuna en la que él intentaba sobrevivir y que (como debió saberlo en carne propia) busca reducir y aplanar las diferencias para ejercer su dominio. Jusayú facilitó enormemente ese trabajo ayudando a establecer la gramática que habría de regir la producción de sentido. En rigor, no es el wayuu el que necesita escribir; es el alijuna el que necesita leer. Y si el texto se lo produce un wayuu aventajado en el uso del idioma, pues mejor. Un uso por demás que obviamente tenderá a la estandarización y a la reducción de las variantes dialectales, según la alta, media o baja guajira, amén de las formas que asumirán dentro de la creciente población urbana que hoy se desembaraza poco a poco de la vergüenza étnica que lo llevaba a callar y esconder su lengua y que a raíz del reconocimiento y la reivindicación bolivariana, tiende a usar cada vez más la oralidad como marca, diferencia y diferenciación, otorgándole un poder de identidad e identificación.

Estandarización, además, muy oportuna en el marco geopolítoco de una cultura como la wayu binacional y de fronteras invisibles movedizas como las arenas del desierto. De ahí el interés inusitado que despertó la curiosidad de Jusayú entre los lingüístas que harto saben de poder y control. Para nada resulta extraño que haya sido precisamente un religioso el padre Jesús Olza Zubiri, de la Universidad Católica Andrés Bello, quien lo protegiera a finales de los sesenta, y colaborara y firmaran juntos parte de la obra del maestro.

Ciertamente, el alijuna se complace en todo lo que deja de ser en su diversidad y pluralidad para convertirse a sus dictados. Y en esto reside buena parte del reconocimiento que hoy le hace a Miguel Ángel Jusayú. Me explico: ¿Quién valida la gramática si no el conocimiento lingüístico occidental?

La pregunta busca ser corrosiva pero es porque quiere resaltar las formas de la colonialidad que se reflejan en el más inocente de los gestos, aunque nada más sensible y más lejos de cualquier inocencia, que los visos de colonialidad en la lengua y ¡la gramática!

Cada vez que en la historia de la humanidad una cultura oral se enfrentó a las formas de la escritura fue reflejo del poder que comenzaba a tomar cuerpo de las relaciones sociales, en especial de las económicas. Debe saberse, contra la creencia generalizada, que la escritura no nació para la propagación y producción de conocimiento; al contrario, nació para fijar las formas de la administración. El conocimiento y la sabiduría no dejaron de ser orales a pesar del nacimiento de la escritura, y de hecho, cuando el conocimiento pasó a la escritura lo hizo remedando con figuras retóricas cada vez más complejas las formas de la oralidad. Los griegos acaso fueron los primeros en crear lenguajes despojados y matemáticos para expresar fórmulas del pensamiento, pero no fue sino en fechas recientes, históricamente hablando, que la escritura pasó a ser herramienta fundamental en la construcción de conocimiento y que, de hecho, la oralidad fue desplazada a la trastiendas de lo informal, de lo impreciso, de lo irracional incluso.

De modo que una cultura oral como la indígena wayuu que busca la escritura no es si no un nuevo avatar de ese ya milenario arreglo de fuerzas entre el pensamiento y la sabiduría que viaja en la palabra contra la escritura y sus formas administrativas de fijar conocimiento.

Digo esto porque en el corazón humilde del maestro Jusayú se concentró ese drama que es el de la humanidad entera. El niño que nació en la Alta Guajira y que a los doce años perdió la vista, que creció entre los suyos pero muy joven se enfrentó a los problemas de la exclusión y el racismo, que superó la mendicidad con un esfuerzo propio y tenaz, empleando por cierto la escritura para sobrevivir y más que eso, construirse un destino, ese joven, que fue maestro e investigador, es una síntesis del paso de la cultura oral a la escritura, pero es también una conquista por parte de la escritura, de la oralidad.

Su cuento más celebrado, “Ni era vaca ni era caballo”, narra la llegada de un elemento desconocido para un niño wayuu en el silencio largo de la península de la Guajira: de un camión. Ese camión, por cierto, termina devorándolo... Si Jusayú es un eslabón entre la cultura oral wayuu y la escritura occidental, el camión es el eslabón entre la economía pastoril de la oralidad wayuu y el comercio y contrabando de la economía alijuna. Varios elementos son dignos de recordar: al niño del cuento le explican sus familiares entre otras cosas, que el camión funciona con gasolina, entonces imagina que podría hacer veloz como el camión a su burro Kuna pero termina matándolo. Ya la pulsión de la velocidad, absolutamente innecesaria en el ambiente pastoril es un signo de fractura interior y de entrega a sueños ajenos. Del castigo de sus padres huye a la ciudad de los alijuna con unos comerciantes wayuu, éstos regresan a sus tierras pero el niño se queda sufriendo penalidades; finalmente aprende el idioma y se acostumbra a vivir entre los alijunas hasta el punto de no querer separarse de ellos.

Pienso que no hay escritura más triste que la que producen los sujetos desgarrados, que han perdido tierra y arraigos, y la de Jusayú es por ello heroica y triste. Su trabajo intelectual es testimonio de sobrevivencia, y a su lengua se aferró en lo que más firme tiene: la gramática, si acaso, el suelo de las fundaciones. Pero su drama de hombre sencillo, amante de su pueblo y sus tradiciones, lo llevó a soñar que escribía, a escribir que soñaba, a convertir la escritura en un largo jayeshi. No sé, pero lo leo, y me requiebro.

El fetiche de la escritura, del cual apenas percibimos su alcance, aquí por ejemplo nos arropa como el agua a los peces en la pecera, ordena el mundo de la oralidad y busca fijarlo, re-presentarlo. La oralidad escrita es la muerte de la oralidad.

La memoria prodigiosa de Jusayú me lleva a pensar en la intensidad de la cultura oral de la que él fue, acaso si no el más visible, un último eslabón, junto a su amigo Ramón Paz Ipuana.

Como si todo un mundo, una memoria, una civilización que se pierde, que en todo caso comienza a transformarse fruto de los intercambios con otras culturas, más agresivas e irrespetuosas, se concentrara en un hombre para que éste salvara parte de su identidad más honda haciendo mano de un útimo recurso: la escritura.

Cuando ponemos atención a sus cuentos, que lo hicieron merecedor del Premio Nacional de Literatura de 2006, cuando atendemos a su increíble memoria, debemos considerar que si bien creció viendo el paisaje de la Guajira y escuchando a los mayores, muy jovencito perdió la vista y muy pronto también comenzó el drama para superar las limitaciones que le causó la ceguera, su ser indígena y provinciano. Imagínense además, a un joven ciego en una ciudad como la Caracas de 1950. Aquí estudia en el Instituto Venezolano para Ciegos y aprende el braille. En 1956 viaja a Medellín para continuar estudios y cuando regresa a Venezuela enseña sin remuneración a wayuus a leer y escribir. Se inscribe en Maracaibo en la recién creada Asociación Zuliana de Ciegos y trabaja como maestro, aunque debe retornar a las calles de la ciudad ejerciendo un curioso oficio (para un ciego armado de una máquina de escribir): escribiente.

Usó la escritura, la gramática la lingüística, para sobrevivir pero para reivindicar la memoria oral de su pueblo dejó la escritura escurrirse entre sus manos: los cuentos e historias wayuu, confesó, los escribía de los sueños.Lo que he hecho -decía- es copiar los sueños, grabar los sueños, por eso duermo con la máquina de escribir al lado del chinchorro, el grabador, cuando me paro, cuando me despierto, recuerdo el sueño y lo escribo, lo grabo, por que escribir un cuento es más difícil que escarbar oro, por eso escribo lo que sueño. Fantasmas, malos espíritus, diablo, cualquier anécdota también puede transformarse en un cuento. Para escribir uno debe dormir lo suficiente, no debe haber plaga, no debe haber ruido.”

Sí, la escritura que nace de la oralidad -o la oralidad escrita- debe remedar las formas del sueño, la linealidad de la escritura se enfrenta así a la discontinuidad del sueño (máquina de escribir o grabador...), la lógica diurna de la escritura a la lógica nocturna de lo que sólo se explica, se comprende y cobra existencia inapelable, al interior del sueño.

Y para concluir, lo otro que subyace en la cita: el cuerpo antena, el cuerpo vaciado que recibe imperturbado por los accidentes externos, las hondas resonancias de la raza, la voz de los mayores, y ello por la vía del sueño, El laapüt, tiempo-espacio interior, mítico y sagrado de la cultura wayuu.



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