Absoluto de pacotilla

Pequeña nota sobre la idea de «propiedad», con incisos varios sugeridos/tomados
de Como escribir con erizo[1] de Octavio Armand

Por
José Javier León

Noviembre, 2012

«Porque su belleza es lo sostenido (en) el umbral: traspasarse»
o. a.

La idea es simple como un espejo: lo propio es lo que arrancamos del tiempo. La cosa sobre la que recae la idea de propiedad queda fuera, suspendida del tiempo, no pesan sobre ella los accidentes de la historia.

[«En este aliento, que tú sacas
y repites para que sea mío,
sobro yo.
Sobro yo para que sea mío» (p. 8)]

Claro está, queda fuera de este tiempo que llamamos cotidiano, este que decimos y sentimos vivir, es decir, de la vida. Que salte a otro, no nos consta… hasta tanto nosotros mismos seamos poseídos, arrancados de esta cotidianidad, literalmente ex-pulsados, vale decir, sin pulso. Pero, siendo nosotros mismos sacados del tiempo, nada sabremos de ese otro tiempo porque no existe manera de saber algo sobre lo que no está en el tiempo. En otras palabras, sólo es conocible lo que está en el tiempo.
La propiedad entonces es incognoscible, nada podemos saber de ella, salvo que ha sido arrancada al tiempo, a lo cotidiano. Dicho así, la propiedad es lo que desaparece.

[«…indicios de una escritura que se va de las manos. Vaciar el signo rebasándolo. Lo indecible, aquí, es lo que se dice sin que nada lo diga… » (p. 14)]

Algo hecho propio pierde su consistencia digamos material, endurecida, hecha de tiempo, queda fuera de nuestra vista y de la de los demás; deja de existir; de ser. Lo propio no existe.
La propiedad entonces, o decir «esto es mío», es una frase que esconde un profundo desconocimiento de la lógica y la metafísica. Nada es «sólo mío», a menos que lo suspenda del tiempo, lo arranque de la sustancia temporal y lo hurte de tal manera hasta de mí mismo (puesto que yo no podré sino seguir en el tiempo) que termine no sabiendo que tal (cosa) hice, que a tal cosa la saqué, la eximí del tiempo tal como lo experimentamos. Lo que quiero decir es que tal cosa dejó de ser hasta para mí, desapareció incluso de mi vista, y es posible que, una vez hecho lo hecho, lo olvide (pero esto no puedo saberlo porque no podemos volver del olvido…), porque no se puede pensar o recordar sino lo que ha ocurrido y ocurre en el tiempo; y lo propio es lo que está o ha saltado fuera del tiempo, lo que ha quedado fuera de la vida, de las circunstancias, los accidentes, la muerte.
La propiedad, vista así, es la única materialidad –aunque imposible- de lo absoluto. Es la única forma concreta de lo absoluto, sólo que «forma» y «concreto» no se presentan materialmente, es decir, no se pueden ver ni sentir ni medir, es por lo tanto una extraña materialidad, algo así como el concepto de la materialidad, un absoluto a escala o a la mano de nosotros los mortales, alcanzable –sólo que con manos íngrimas-; pensable –aunque las figuras a las que alcancemos sean apenas fíbulas de niebla-. No ha saltado eso-hecho-propio a una especie de Absoluto hegeliano, no; hablo de algo cercano aunque igualmente imposible: esto que existe, de-pronto lo saco del tiempo, es decir, lo hago mío. Ahora bien, hasta de mí –que sigo en el tiempo- lo he expurgado, lo he perdido. Lo mío es lo que yo mismo he sacado de mí. No hay manera de que algo sea mío porque me haya sido entregado. Sólo puedo hacer mío lo mío, por un gesto exclusivamente propio, francamente egoísta. Si algo me es dado me es dado en el tiempo, puesto que todo lo que ocurre y me ocurre, ocurre en el tiempo.
Hacer algo que está digamos a mi alcance ya sólo-mío es, como ya lo dije, sacarlo del tiempo, hurtarlo a la cotidianidad, expulsarlo del campo de acción e interacción de los otros. Convertirlo en algo sin sentido (arrojado fuera), por insensible, por inasible.

[«Y el mundo entonces no deja de ser lo que no es mundo…» (p. 26)]

Por cierto, el afuera al que he aludido y que en el transcurso de la nota volverá a aparecer, contempla el «afuera» de las entrañas, porque irnos hacia dentro del cuerpo –y no me refiero a esos viajes ñoños al interior, digamos sicológicos o espirituales- sino el viaje literal a las vísceras, suponen también un exterior esca(pa)tológico, un mundo otro, donde lo más propio –las tripas, por ejemplo- nos son completamente desconocidas. Visto así, el viaje a las entrañas es una aventura radical de pérdida de identidad, de disolución del yo, un ir al interior que es un viaje a la descomposición antes de que ocurra, un viaje a la cifra del gusano y la carroña. ¡Dios, qué más impropias que las propias vísceras! De modo que el salto hacia afuera puede ocurrir, de hecho ocurre, también hacia dentro, y muchas veces es simultáneo. «Sal y toca el mundo, repites con prestigio de víscera» (p. 26).  Ano y cielo comulgan. Inversiones y  retorcimientos. Mierda y estrellas: «la lengua en el culo y ser profeta» (p. 27). O bien, «las vísceras resecas de una res que vuelve a brillar apestando en un pozo» (p. 19)

Y, pensando aquí sotto voce, si lo que es arrancado del tiempo es lo propio, entonces nada más propio (del donante-muerto, digo) que el corazón donado para un trasplante; propiedad privada devenida «mercancía» pura; vida fuera de la vida, tiempo muerto vivo. ¿Cómo el leproso acaso, «viudo en carne propia» (p. 34)

Eso que ha atravesado el umbral del sentido, es decir, lo propio, lo que a fuerza de no tener sentido porque está arrancado al flujo de la historia que es la materialidad del tiempo humano es, si se quiere, lo no-humano. Pero viniendo de nosotros es -por un extraño, sin duda extrañísimo acto de voluntad en tanto que es voluntario el acto de extrañar- es, repito, humano, pero de una rara cualidad humana… es como si fuera de entre las dimensiones de lo humano esa dedicada a los productos del exilio, como si existiera algo como una instancia o sustancia poblada de cosas o algos despojados de circunstancialidades, características, eventualidades, que son las que en definitiva –a ras de historia, calle, enfermedades y rentas- hacen lo humano, nos dan la sensación de la vida o el tiempo. Hablo de una suerte de espacio sin tiempo, sin embargo puramente temporal pero sin muerte, en lo que existe lo que ya no existe –porque no está aquí con nosotros- pero que no es la muerte: «te llenas la boca de moscas y no dices; mueves la carne como si estuviera ya podrida y no haces bulla» (p. 23). «Hablo del vacío, que es más difícil que la muerte y menos probable que la vida. Hablo de un cuerpo que en ciertos instantes reconocemos como nuestro pero que nos queda mal, donde no cabemos o sobramos (…) Hablo de un instante en que me digo (¿me digo?): -Volverás, tendrás que volver. Como si te esperara tu propio cuerpo» (p. 59). Es nuestra propia y voluntaria región de la muerte, en la que estamos aunque no estemos, poblada además por las cosas a la que hemos llamado «mío» «mía» (familiares y extrañísimas) y que, dicho y hecho esto, han salido de nuestras vidas… pero no para siempre…
De esa rara eternidad regresan sin embargo (pueden regresar) si las reintegramos al fluir del tiempo y de la vida. Pero la verdad hay que decirla: una vez que hubieran sido arrancadas del tiempo desaparecen no sólo de nuestras vidas sino de nuestra conciencia; hechas propias las olvidamos, nos desentendemos de ellas porque sólo nos entendemos con las cosas en el tiempo, con las cosas impropias. De modo que, si sólo por un raro azar algo (una vez hecho) propio regresa a la vida, vale decir, regresa a la muerte, no regresa como algo que una vez fue propio, sino como algo que fue de nadie. Llega como algo nuevo, nacido de nuevo, mordido por lo absoluto: «como el lado que falta a cierto triángulo, como un vacío» (p. 58)   

Pero entre el ir y venir de las cosas, cuando la apropiación las arranca del tiempo y las lleva más allá de nosotros, existe claro está, una frontera: «superficie impenetrable a la cual hemos entrado –metáfora esencial-» (p. 58). En las páginas 46 y 47, atisbo, creo, un umbral. La figura es convencional y cotidiana (tiene la materialidad común de las cosas de aquí): una «ventana». Para que funcione debe estar biselada, ofrecer un vacío rutinario de cara a nuestros días ayunos de eternidad y asomar su nada hacia el otro lado. No obstante las ventanas de nuestra explicación «Pertenecen sobre todo a la calle –vale decir, a lo otro- y son un pequeño vacío contra ese margen especulativo o teológico que es una acera puesta en la noche» (p. 46). La ventana es el elemento arquitectónico donde se trasmuta la materia en nada, en su salto (in)material al aire de los enigmas. En la ventana, exactamente en el vano, caben todos los sentidos, pero como caben entre dos espejos que se reflejan, que se devuelven la imagen del/en sentido inverso: «La ventana sugiere lo que piensa de ti un loco; lo que recuerda de tus formas un ciego; lo que sabe de tus silogismos un idiota». Umbral de las metamorfosis y del vértigo, la ventana «Es un pulpo…», «esa arquitectura transparente y su tinta te mancha, te borra, hasta que alguien se asoma, como reclinándose sobre tu superficie vacía, succionada, y las ventosas ya no están sobre la piel sino en el viento» (p. 46)

«El espejo está en tus ojos» (p. 48). Ventana, espejo, eco y vértigo: como los ojos que miran sin mirar una vieja fotografía de familia, que al tocarla la borran: «Simple presencia contra contemplación. Negación de la negación» (p. 52). Ventana superficie, vano extenso, vacío extendido: «La superficie del poema nos borra como la superficie del agua borra a la gaviota» (p. 58).

¿Y si el que pasa al otro lado soy yo y no un objeto cualquiera? ¿Si me hurto del tiempo y me olvido de mi mismo? Es decir, ¿si me poseo y me olvido y me pierdo? ¿Cómo hablaré? ¿Qué diré? ¿Quién seré? ¿Cómo me regreso? « ¿Por qué has vuelto? ¿Quién eres?» (p. 66).

Esa experiencia, creo, la escrisiente Armand: «Tocas tu propia carne/ y no se abre. / Gritan tu nombre/ y no lo oyes. / Preguntas sin andas solo/ y no contesto» (p. 50)

«Y hay que volver, también, al ciego echando sus labios como semillas en la acera, cortando hipotéticos abismos con la mano, como si hablara sin saber dónde tiene los labios…» (p. 52)

Sin embargo, de esa rara eternidad llegan hasta nosotros, aquí en el tiempo, sin venir del todo, intuiciones hechas ruido, relámpagos, caracoles, palabras, como a una playa llegan los escombros de la civilización. No ya un ser, humano tal vez, «sino eso: una ruina de carne respirando contra el polvo» (p. 25).

[«Lo que hay de sombra, adentro, me pertenece pero para vaciarme. Todo será volver al cuerpo. Morir será volver al cuerpo y matar aquella sombra vacía que nos vacía» (p. 45)]

El tiempo fuera del tiempo no cuenta, literalmente hablando. Ni pesa, ni pesan allí las palabras. Palabras humanas, digo, palabras para decirlo prosaicamente, con sentido.

[«…lo que se iba a decir se reduce a lo indecible: una mudez como de objeto que no obstante y por ello mismo permite comprobar la materialidad del discurso» (p. 13)]

Las palabras que nombran aquello que está fuera del tiempo, en esa suerte de muerte sin muerte, (triángulo sin geometría), de intemporalidad sin absoluto, son palabras también –sin paradoja- hechas propias, es decir, palabras-propias, arrancadas del tiempo.

[«…abrir el cuerpo bajo la lluvia, como los muertos. No hay otra perfección. Basta» (p. 53)]

Absoluto de pacotilla, hecho a escala nuestra, el que nos merecemos, el que podemos conocer si conocer es vaciarse, antes del Gran Salto. 

[Permítaseme terminar con una cita que, si de algo ha servido este texto, acaso la ilumine –y con ella, deslizo esta modesta sugerencia, el libro-; y acaso nos lo devuelva como el mar a las manos de esta orilla:

«…Cuerpo/ imagen/ espejo: ninguno existe cuando sólo los tres ocupan la mirada. Entonces sólo la mirada existe, rebotando entre lo que imanta y rechaza. Imantar es rechazar. Esa extrañeza de estar al margen se parece al triángulo sin geometría. La superficie del poema nos borra como la superficie del agua borra a la gaviota. Pero la gaviota se da como voracidad contra la entrada y al entrar nosotros somos devorados. De esa superficie impenetrable a la cual hemos entrado –metáfora esencial- salimos como el lado que falta a cierto triángulo, como un vacío. Salimos, en suma, como el pez en la voracidad de la gaviota.» (p. 58)]





[1] El libro fue editado por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de los Andes, en Mérida, en marzo de 1982, pp. 74

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