Apuntes sobre Bolívar



En el 2011 me invitaron a escribir para el catálogo de una exposición de pintura dedicada a Bolívar. Creo que fue Audio Cepeda, y si mal no recuerdo coordinaba Pdvsa La Estancia. Para entonces publiqué el texto en un antiguo blog que desapareció y ya no lo recordaba. Tampoco lo tenía entre los archivos digitales porque la memoria anterior se averió. En fin, rebuscando entre papeles, actividad propia de vacaciones, apareció. Lo publico de nuevo y lo comparto. En estos momentos y siempre, Bolívar es actual.

 

Entendemos mejor el dolor que la gloria. En el dolor -humano definitivamente- podemos pensar; en la gloria no; la gloria es irracional; sólo nos es dado admirarla; vería desde lejos, e inalcanzable; ver la gloria -siempre ajena- nos deja sin palabras; nos vuelve cosas y como cosas, insensibles. ¿No nos sembraron el culto a la gloria, las fiestas patrias de la oligarquía?
La gloria es un placer extático. Pasmo, súbito y fugaz. El dolor en cambio, y la tristeza son la certeza del cuerpo en el tiempo, su peso en el mundo. Sabemos por el dolor que estamos vivos. Y si la memoria está viva es precisamente porque duele.

Cuando la historia se convierte en memoria gana cuerpo y presencia. La memoria es el pasado vuelto presente, dolor encarnado; la historia, en cambio, vuelve el tiempo puro espacio. La memoria torna cuerpo el pasado, lo hace tangible, palpable, sensible. La historia no tiene más destino que escribirse y quien [la] escribe queda necesariamente fuera del texto. La historia es externa; la memoria, eterna.



La memoria pide la palabra y se hace con palabras que discurren. Y si no son de aire sino escritas, se desprenden del texto; gravitan. La ráfaga de humanidad no construye cultos ni templos, se queda a ras de vida. Ese desprecio por lo fijo, lo aprovecha el Poder para levantar efigies en piedra o bronce. La memoria oficial borra los cuerpos y su presencia casi humana para imponer el respeto mudo, la imagen vacía de los héroes. La memoria del poder se construye con duros materiales porque su sueño es la petrificación. No hay poder eterno, [vana ilusión], pero el poder sueña la eternidad y la reclama para sí, remedándola en la finitud de la materia.

No cabe duda de que los raptos de humanidad profunda existen y se expresan en las distintas formas que en la cotidianidad asumen las imágenes de los héroes y las heroínas, éstas por cierto hace rato más cerca del pueblo que de la historia oficial. Menos madres votivas que lanzas aguerridas.

Las multiplicadas réplicas copian el gesto heroico, el perfil mayestático, la medalla, la apostura celestial, la mirada y la frente altivas, serenas, infinitas. No importa la calidad del artista o de la obra, el gesto en esencia es el mismo, el cuerpo se yergue vigoroso y el pecho ostenta plenitud. Las formas de la eternidad se reproducen incluso en baratijas: los mismos ojos negros atraviesan el tiempo y nos interpelan.

Aparece Bolívar para decimos, pese a la distorsionada historia oficial que alabó las formas despóticas del poder, que ciertos hombres y mujeres existieron y dieron sus vidas -y lo perdieron todo- por la Patria -venciendo el olvido-. Las oligarquías volvieron piedra el recuerdo de los Padres de Todos y abusaron de sus nombres para rubricar fingidamente sus destinos, para crearse abolengos heroicos. Fueron también los más decididos a borrar la humanidad, los dolores, los sacrificios y pesares de quienes se volvieron, porque la vida es pertinaz, rumor secreto, digna rabia de los pobres.

Cuando su humanidad, cuando el Bolívar de carne y hueso, el que atravesó el continente afiebrado, conmoviendo ejércitos de desharrapados para dar cumplimiento a lo que parecía imposible. Cuando lo vemos compartir la soldada y la soldadesca. Cuando lo vemos caer y levantarse, comprender y avizorar el futuro. Cuando definitivamente aparece cada cien años, es porque los pobres lo invocan, porque se hace coro en las bocas.

Cada tanto, el nombre de Bolívar vuelve en los rostros curtidos de los olvidados de esta tierra la misma que tantas veces cabalgó trajinando su sueño de Patria Grande. Cada tanto, baja, literalmente de la piedra, del bronce, del recuerdo pétreo de las oligarquías y de sus papeles oficiales. Pero sabemos con una certeza de hierro, que su nombre no será utilizado
nuevamente en vano -y burlado- por aquellos que desde 1830 celebran su «muerte». Para ellos Bolívar no volverá a nacer. Con la misma fuerza no obstante, sospechamos que su nombre, hoy, de boca en boca en la América morena, en Nuestra América, en la insurgente Abya Yala, con la misma fuerza que reclama nacimiento, nos acompaña en su esfuerzo de seguir vivo y, a nuestro lado lucha.

Su lucha como aquella, es la nuestra, y de nuevo pende sobre la historia hecha memoria el apotegma de Walter Benjamin: «ni los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence».

¡Necesario es vencer!


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