Charla
dictada en el marco de la realización
del Plan de Formación en Promoción Lectora,
realizado
en la Biblioteca Pública del estado Zulia «María Calcaño»
José Javier León
Transcripción
editada y preparada para su publicación,
con
comentarios y referencias
“El verbo
leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta 'el modo imperativo'.”
¿Qué mitos están asociados o
hacen parte de las creencias sobre la lectura? “Leer da sueño”, “la
letra con sangre entra” mito por cierto muy poderoso, que atravesó buena parte
de las prácticas docentes; “para leer se necesita silencio, soledad”, “para
leer hay que crear un espacio, un ambiente”;
“la lectura nos aleja de la realidad cotidiana”… en fin, creencias que
van configurando una imagen de la lectura, y es propio de los mitos que nos
hagan hacer las cosas de determinada manera.
Si tengo ciertas creencias, voy a
actuar de acuerdo a ellas. De ahí que los cambios culturales son difíciles porque atañen a las creencias,
a los mitos que se construyen social, culturalmente. Los mitos sobre la
lectura, el silencio, el apartamiento, la
soledad, que la letra con sangre entra, la lectura como hobby o
entretenimiento, o bien que la lectura es para eruditos, esas creencias y en
especial esta última, concibió toda una estructura social, cultural, en torno al libro y a la lectura. Pudiéramos
nombrar más pero estas me parecen esenciales a la hora de pensar cómo hemos
concebido la lectura, porque estas creencias generan condiciones para leer y
además, nos hacen contrastar algo evidente: si necesitamos soledad, silencio, y
alejarnos de la cotidianidad, empieza a suceder algo con respecto a la lectura,
pues ¿cómo se pueden dar en nuestra vida cotidiana esas condiciones? Es decir, ¿cuándo
ocurren esos particulares y especiales momentos de silencio, soledad o
aislamiento? ¿Cuándo y cómo logramos esos estados?
Hay formas de vida –¡y las conocemos muy bien!- en las que el
silencio sería casi una bendición o un milagro. Si ese silencio primordial, si
esa soledad o aislamiento se dan de manera extraordinaria, lo cual incluye una
placidez, un estar apartado del “mundanal ruido”, la lectura entonces se
restringiría a esos momentos particulares,
se tornaría exclusiva y terminaría siendo una práctica exclusiva, propia
de momentos particulares que sólo unos pocos podrían gozar. Porque, una vez que alcanzamos la calma o que
nos hemos apartado y que estamos tranquilos, acaso sea el único momento del día
-seguramente ya caída la noche- que tenemos para descansar y, obviamente,
abrimos el libro y nos dormimos. La lectura no se asocia en la práctica al
descanso, descansamos viendo televisión por ejemplo, porque nos pone en actitud
pasiva, pero la lectura exige acción, reflexión, y ello requiere esfuerzo.
Ahora bien, si la lectura exige para su realización momentos extraordinarios y
como exclusivos, entonces la lectura como tal será exclusiva y, por lo tanto,
excluyente. Es decir, puedo leer si cuento con ciertas condiciones las cuales
difícilmente se puedan generalizar.
¿Quiénes tienen acceso al
silencio, al apartamiento, a la calma, a la soledad de una biblioteca privada?
Los monjes, por ejemplo, pues tienen por su condición una disciplina que les ha
permitido históricamente dedicarse a la lectura y a la escritura. Hoy, para que
una persona se pueda apartar debe actuar como un monje, hacer las veces de tal,
lo cual es muy complicado y raro.
Si unimos varias cosas, entre
ellas las creencias y los mitos, que nos llevan como ya dije, a hacer
determinadas cosas; y si con respecto a la lectura tenemos asociadas prácticas
exclusivas y excluyentes, ¿cómo entonces va a ser nuestra lectura? Me explico,
si para leer necesito vivir casi como un monje, entonces, ¿qué concepto debo
tener de la lectura?
Lo cual me lleva a considerar lo
siguiente: la lectura conserva prácticas que ya no se corresponden con los tiempos
que vivimos. Si vemos imágenes sobre la lectura, observamos al lector o
lectora individuales y aislados, en un entorno bucólico, campestre, o en una
habitación poco iluminada, o bien como en una escena iluminada por Brahms. Se
trata de imágenes asociadas a determinadas creencias sobre la lectura. Hago
hincapié en ello porque nosotros que somos docentes, debemos preguntarnos,
¿cómo leemos?
Fíjense lo siguiente,
posiblemente hoy leamos más, claro, no más libros que antes, que ayer, pero sí más. La información que necesitamos está
escrita, y es natural leer. Pero lo que sí
es cierto es que no estamos leyendo libros extensos o poesía, pero sí un montón
de “información” que llega escrita.
Por eso pregunto, ¿cómo leen
ustedes? Si ampliamos el concepto éste recogerá una cantidad enorme de
prácticas lectoras. Ahora bien, ¿a qué concepción de lectura nos referimos en
el ámbito de la docencia? ¿Qué leemos, en tanto que docentes y estudiantes? Hay
ciertamente, diversos tipos de lectura. La lectura en dispositivos, la lectura
en el salón de clases que tiene un uso y una particularidad; pero ¿cómo es la
que hacemos?
Regularmente hablamos de una
lectura “de uso” que no tiene nada que ver con los mitos que mencionamos antes,
porque no necesitamos para esa lectura ni ser monjes ni anacoretas, se trata de
una lectura directa, práctica, en fin instrumental. Comentaba una docente en un
salón de clases con cuarenta niños, ¿dónde puede estar el silencio?
Evidentemente mitos como el silencio para leer se estrellan contra la realidad.
Si bien la lectura pública es la que practicamos en el salón de
clases, esa lectura a viva voz y para un auditorio, acaso nos haga falta la
lectura óptica (como la clasificara Simón Rodríguez), la lectura silenciosa y
personal. ¿Con cuál de los dos tipos de práctica lectora construimos nuestro
concepto de lectura?
Pues bien, parto de estos mitos
por las asociaciones que hacemos cuando comenzamos a reflexionar sobre la
lectura, aunque no sean ciertas ni se correspondan del todo con la realidad.
Por otro lado, cuando hablamos de “malos hábitos” de lectura, utilizamos como
referentes ideales las formas “clásicas” de leer que ya hemos nombrado:
silencio, soledad; las cuales repito, difícilmente se dan en la realidad, dadas
las condiciones de vida en que vivimos.
Buena parte de nuestras posturas
y “correcciones” vienen de creer que hay una manera “correcta” de leer y es
entonces cuando vemos esas maneras asociadas al silencio y a la soledad, imágenes
bucólicas propias de tiempos pasados. Me refiero entonces a ciertos mitos que
permanecen asociados a una cultura del libro y que se corresponden con circunstancias
que ya no tenemos pero que siguen actuando cuando evaluamos las formas
“correctas” de leer según esos parámetros.
Por cierto, ¿qué pensamos de
quien lee? Admiración, dicen algunos. Muchos piensan que se trata de un ser
extraño.
El tiempo que tenemos para la
lectura no es el mismo que teníamos diez, veinte, treinta años atrás, hablando
en términos culturales, no personales. Para tener tiempo hoy hay que recurrir a
prácticas casi religiosas porque ciertamente, debemos sacar tiempo de donde no
lo hay, pues existen un montón de actividades que nos impiden desarrollar una
que requiere un uso tan exclusivo del tiempo. No es lo mismo, obviamente, leer
un tuit, un poema (breve, claro) que leer una novela. ¿De cuánto tiempo disponemos hoy para
la lectura?
Leer una “información” no
requiere mayor concentración, podemos estar en el fárrago de la vida cotidiana
y tener acceso a un teléfono móvil, además la redacción está diseñada para ser leída
en esas circunstancias, para esa
inmediatez. En otras palabras, hacemos hoy lecturas “rápidas” de información
hecha ex profeso, es decir, vaciada de esa manera debido a un conjunto de
intereses bien particulares.
Muchos hoy somos lectores de titulares.
Si pasamos del título leemos a lo más las tres líneas donde presumimos muy de
antemano que está resumida la noticia. Y si avanzamos en la lectura aparece por
ejemplo la frase “Leer más”… ¿cuántos de nosotros le damos a “Leer más”…? Y en
el Facebook aparece luego la opción:
“Seguir Leyendo”. Se trata de invitaciones menos a continuar la lectura que a
abandonarla. Parece decirnos más bien: ¿De verdad quiere seguir leyendo?
Hay lecturas que nos exigen estar
tranquilos, en silencio, porque hay sustancias
distintas para decirlo de alguna manera.
No es lo mismo tomarse –si vale la comparación- un jugo que comerse un
sancocho, estamos hablando pues, de tiempo. Si ello comienza a preocuparnos, es
que hemos ido tomando conciencia de que necesitamos el tiempo, es posible que a
la hora de ver qué leemos, haya lecturas que requieren de nosotros más tiempo,
y sobre todo, ciertas condiciones. Si vamos a leer a Dostoievski o Tolstoi
vamos a necesitar ciertas condiciones, pero lo que necesitamos leer hoy,
¿requiere tiempo, y en todo caso qué tipo de tiempo?
Preguntarnos estas cosas entre
docentes es pertinente. Nosotros tenemos un “modelo” del leer y de la lectura,
asociado como ya hemos dicho a ciertas prácticas, y sobre la base de ese modelo
evaluamos la lectura de los niños y jóvenes y concluimos en muchos casos que no
están leyendo como corresponde. La pregunta es: ¿cómo corresponde y con respecto a qué? Sin embargo, estoy
convencido de que ellos “están leyendo”, lo que pasa es que no estamos
convalidando su lectura, porque
tenemos unos mitos arraigados que ellos no tienen ni pueden reproducir. Se
trata entonces de un problema generacional, y también de degeneración porque –según mi criterio muy personal- la modernidad
le ha traído serios problemas a la reproducción de la vida. Insisto, nosotros
necesitamos para ciertas cosas de la vida y de lo humano, tiempo. Nosotros
necesitamos tiempo –y del mejor- para ser madres y padres; necesitamos tiempo para
enseñar cosas que valgan la pena, cosas verdaderas, de vida o muerte.
Necesitamos tiempo para que maduren las cosas, un tiempo de gestación interna, un
tiempo interior, uno que nos permita encontrar en nosotros la verdad. Como
seres humanos necesitamos tiempo, y la lectura –que es de lo que aquí hablamos-
está asociada al tiempo de manera crucial.
Los jóvenes y adolescentes
que sí leen sobre sus temas de interés, aunque lean de un modo que a nosotros
puede parecernos que no es lectura, se enteran de los avatares de sus héroes y
artistas a través de un tipo de escritura cargada de inmediatez y los medios
están diseñados para esa inmediatez. Lo que trae como consecuencia que el
tiempo como sustancia donde maduran procesos internos, ya no exista.
Esa escritura inmediata que provoca la sensación de que el tiempo
vuela, ¿de qué está llena? De moda, de páginas rojas y rosas, de efectos, de momentos “importantes”, de
“accidentes”, y todo ello termina componiendo “la vida de…”, y lo que sabemos
es un sinfín de detalles superfluos que los medios exaltan. Y eso es lo
que la gente sabe de… No es la vida
del artista, del futbolista, del político, sino (sus) pedazos (¿su vida hecha
pedazos?), retazos desconectados de la –verdadera- vida de dichos sujetos. Hay
gente que sólo es eso que aparece en las pantallas, hasta el punto de que lo
más humano a que puede llegar es a aparecer –a dejarse ver- en “traje casual” o sin maquillaje.
Estamos leyendo en una forma del
tiempo en la que ya no somos plenamente humanos. Si para poder amar
necesitamos tiempo, mas todo lo que consumimos es inmediato, ¿qué pasa con el
amar? Para comprender las que llaman los filósofos “verdades últimas”, las
verdades verdaderas, necesitamos tiempo, mas toda la información que parece
tener importancia es la que se lee en un titular. Nos están a-condicionando para
percibir la realidad al ritmo de los titulares. Pregunto: ¿cómo se
cultiva tiempo así? La verdad creo, estamos ante una cultura que (nos) está
vaciando de tiempo, de modo que la sensación y la percepción de la realidad que
nos dice que “no tenemos tiempo”, va acompañada de unos lenguajes que nos hacen
superar la necesidad de tener tiempo. O sea, no necesitamos tiempo para
informarnos de “esa” realidad que nos están mostrando y “montando”. Ya no
tenemos tiempo pero ya no importa porque todo está concebido y diseñado para
ser consumido en cápsulas.
Leo “noticias” con un “cuerpo”
que no necesita concentrarse. Puedo estar haciendo cualquier cosa y
enterarme de los “últimos acontecimientos”. Y hay más, podemos decir que los
lenguajes y los ritmos del lenguaje producen
su tipo de lectura, su lector o lectora, por cierto, las cotidianidades de
ambos sujetos –hombre y mujer- son bien distintas (familiar, social,
económicamente hablando), de modo que sus modos de leer también lo son. Hay
pues, “momentos de lectura” distintos. Otra cosa, los lenguajes producen
lecturas, es decir, los tipos de lenguaje generan su lectura, su lector o
lectora.
La lectura entonces tiene que ver
con los estados de ánimo, con el tiempo que se tiene, con los lenguajes
apropiados al tiempo con que se cuenta, como se ve, son relaciones muy
complejas. De ahí una pregunta sería: ¿qué actividades asociamos a la lectura?
Porque pensamos, como ya vimos
hace rato, que la lectura era para muchos fines, instrumental. Hablamos también
de una lectura como metodología, o como recreación. Ahora bien, como docentes
deberíamos saber que hay ciertas prácticas asociadas a la lectura. Pareciera
por ejemplo, que un oficio como el de los mecánicos no parece estar de buenas a
primeras ligado a la lectura, mas sin embargo, como se está leyendo hoy es
posible que el mecánico esté efectivamente leyendo. Pues lo que está sucediendo
es que el libro como tal ya no hace parte esencial de la actividad lectora. Hay
una cantidad de plataformas y dispositivos que contribuyen a la lectura, pero
el libro como tal no está.
Generacionalmente hablando el
libro está asociado a una cultura que hoy sin duda está en cuestión. Si está
perdido el amor al libro y lo vemos como una falta, es tal vez porque estamos
forzando las circunstancias para que congenien prácticas lectoras disímiles. El
tiempo para leer de hace décadas incluso siglos, no es el de hoy.
Creo que hay lenguajes para la inmediatez de hoy, lenguajes que se
acoplan a la idea del tiempo que hoy tenemos, la misma que ha
presentado problemas porque se ha reducido el tiempo que le dedicamos a lo
trascedente, a lo que al menos yo aún creo, es lo humano verdaderamente.
Yo, por ejemplo, no puedo amar light, amar con libros de autoayuda,
porque ese “amor” está escrito para ser concebido en un tiempo fugaz. Si vemos
los valores que se promueven en la televisión con respecto a la amistad o el
amor, entendemos esto más fácilmente. En efecto, desde los 80 para acá hay toda
una cultura del flirteo –una palabra un poco en desuso- que tiene que ver con
esa manera de ser que no exige
compromiso. “Estamos, no estamos, no nos fue bien, ok, chao contigo”. Pero eso
se llevó a la familia y pasó a formar parte de su cotidianidad, hasta el punto
de que lo que antes se calificaba como disfuncionalidad hoy es “normal”.
Estamos ante un cambio en la dimensión
vivencial del tiempo, en el cómo nos relacionamos con el tiempo. O sea, ¿necesitamos
vivir hoy hondamente las cosas, concentrarnos y profundizar hasta el límite?
Pareciera que no, y aunque lo podemos hacer tal vez sea por puro fanatismo,
pues nada ni nadie nos lo está exigiendo. Es más, si podemos resolver las cosas
de manera rápida y fácil, sin mayores esfuerzos, probablemente tendremos éxito.
Pues se promueve una cultura del éxito construido sin esfuerzo. La expresión
“con el sudor de su frente” asociada al éxito sin duda está también en desuso.
Los trabajos asociados al
tiempo se ven afectados y comienzan a decaer. No se cultiva la práctica, el
hacer y el deshacer, el ensayo y el error, hacemos cosas que den resultados
esperados porque aplicando una regla o receta. Cuando rechazamos estas formas
fugaces de ser y hacer respondemos con nostalgia a lo que en nosotros queda de
cuando valorábamos el tiempo, la espera, la paciencia, los ritmos de la
maduración.
Hemos detectado con preocupación que los niños no manejan bien la
lectura y la escritura, pero he conocido profesionales que tienen problemas al
respecto aun teniendo la lectura y la escritura como parte esencial de su profesión.
El problema sin duda está generalizado. Ahora bien, si preguntamos qué trabajos
ameritan la lectura de manera permanente, necesaria y sustancial, y decimos de
manera un tanto ligera que todos, pregunto: ¿de verdad todas las profesiones
ameritan ese tipo de lectura? Pregunto: ¿un médico necesita leer? Se dirá, ¡claro!,
pero entonces re-pregunto: ¿está leyendo? Y otra más, ¿qué lee?
Por mi parte tengo casi la
certeza de que los profesionales no estamos leyendo. Se ha generalizado el
corta-y-pega aunado a que la propia estructura de los libros-de-texto facilita
esta costumbre. Es más, se generalizó de tal manera ¿que para muchos investigar
es precisamente hacer eso: cortar y pegar. En contrapartida, si le damos a un
grupo de estudiantes un texto para la reflexión acompañado de una pregunta
abierta, probablemente respondan que la respuesta a dicha pregunta no está, y
ocurre porque la tendrían que desentrañar leyendo a veces como se dice “entre
líneas”. Además, necesitan que la relación pregunta-respuesta sea 1 a 1,
exactamente como están hechos los manuales y recetarios, o los llamados
libros-de-textos y “enciclopedias escolares”. Asistimos a una manera de leer (esta del corte y pega, que
atiende a una estructura pre-vista del texto, a un orden de jerarquía
convencionalizado) que ya no es libresca sino al orden de la “información”, la
cual no nos exige tiempo porque de hecho nos informamos –cada vez más y más-
rápido.
Lamentablemente se ha extendido
una cultura sin cultura, una cultura que no amerita de la práctica de la
lectura, pues todo está hecho para que no se lea… es una suerte de pensamiento
“transgénico”, según la aguda expresión de Edgar Hernández (uno de los asistentes
a la charla), es decir que no precisa de tiempo para madurar sino que está
hecho para ser consumido rápidamente y así mismo rápidamente desechado.
Nuestra cultura del libro tiene
al menos 5 mil años. Desde el Poema
de Gilgamesh, donde encontramos mitos que serían la base de los mitos de
Occidente, como el viaje al infierno y que aparecería en La Divina Comedia o en Una temporada
en el infierno de Rimbaud; desde ese Irak que según Bush Jr., en su
ignorancia de gringo tejano era “un oscuro rincón del mundo”, pues allí donde
nació la escritura en las tablillas hasta hoy, en las tabletas, o sea desde el
barro sumerio hasta las tabletas de cilicio, ¿qué ha cambiado? Dice por cierto
una canción de Buena Fe, duo cubano, hoy seguimos llorando como el hombre de
Neanderthal.
(Coro)
a la
luz o a la sombra
en el mar o la tierra
va desnuda la vida
porque el sentimiento no se puede clonar
y aunque sigan labrando el camino a la gente
con tecnologías
seguiremos llorando
como el neanderthal.
Con ciertas ventajas la tableta
puede sustituir al libro que conocemos, porque podemos leer en la
oscuridad dado que el dispositivo emite su propia luz, podemos además modificar
el número del tipo de la letra, una ventaja para los que no tienen los lentes
apropiados, además en la tableta pueden estar todos los libros que queramos,
hablamos de bibliotecas enteras.
Ahora bien, nosotros no podemos caer
en la trampa de lo digital porque aunque ciertamente tiene sus ventajas, el
libro en papel es insustituible pues sencillamente no se borra a menos que el
agua y los animales lo afecten seriamente. Mas si se conserva como se debe
podemos tener libros por siglos, como de hecho hoy existen, a pesar de que por
cierto, el ejército invasor de la OTAN destruyera miles en Irak. Y lo hizo,
estoy casi seguro, porque un mundo que tiende a lo digital tiende también a lo
fugaz, pues lo digital es muy precario.
Hace un rato hablábamos de los
lenguajes que se acoplan al diseño de los nuevos “cuerpos”, o sea nuestro
cuerpo actual pareciera no necesitar tiempo: comemos cosas rápidas, hacemos
amistades rápidamente, en fin, hacemos por lo general cosas “rápidas”, entonces
tenemos un cuerpo que se adapta a esos ritmos con las consecuencias que ello
trae: amamos menos, cultivamos menos, nos dedicamos menos a las cosas; por lo
tanto, hacemos lecturas también rápidas, regularmente ligeras. Lo cual no está mal, pero bueno, la vida no siempre es light.
Es posible que hoy, dado el cuerpo
que hemos venido construyéndo-nos, no necesitemos “acariciar el libro”, “oler
la tinta”, entre otras cosas porque en una tableta no cabe un libro sino una
biblioteca y porque nadie en su sano juicio acariciará una tableta que en ese
momento esté reproduciendo un libro… Acariciar el libro hace parte de una cultura
de la sensualidad que ya no tiene lugar en la cotidianidad, el cuerpo y
las prácticas a él asociadas son hoy distintas. No podemos llegar al salón de
clases con el libro que tenemos en la cabeza (propio de una cultura libresca de
10, 30, 50 años atrás, porque ciertamente al menos yo, heredé una cultura del
libro que me desborda y que se remonta siglo atrás).
Por cierto, y ya para terminar,
nosotros pertenecemos por la raíz judeocristiana a la cultura del libro, para
nosotros entonces el libro es toda una presencia. Ello sin duda se transporta al salón de clase
y allá hacemos una suerte de culto al libro (aunque lamentablemente agregaría,
no su cultivo), mas ese culto
pareciera sólo reverenciarlo y esa actitud acaba por distanciarlo. Lo que se
reverencia, lo sagrado, lo sacro, no se toca: noli me tangere, no me toques porque soy de otro mundo. El libro
que atiende a ese culto y a esa reverencia tiene algo de ese “no tocar” por eso
hay bibliotecas en algunas casas –antes era usual hoy no lo creo tanto- que no
se podían tocar -o al menos estaba prohibido para los extraños a la casa- y
desprendían como un aura que los convertía en libros de exhibición, como si con
ellos se expresara la sabiduría que habitaba en ese hogar. Ese libro –así
guardado y protegido- sin duda confería un estatus social y un estatus de
sapiencia. Todo ese desatino hasta
llegar al colmo de bibliotecas de papel tapiz, bibliotecas por metro y
bibliotecas con libros que sólo eran el lomo con imitación del cuero mientras
que las tapas recubrían bloques de anime. O sea, libros como decoración.
Ahora bien, eso de alguna manera
va al salón de clases con nosotros, por ejemplo, en la cultura memorística. Cuando
evaluamos nos cuesta mucho separarnos de la memoria, de la capacidad de
retención del estudiante, de su capacidad de repetir, de caletrear. Y el
conocimiento memorístico viene asociado al libro porque años atrás (y no muchos
por cierto) el que sabía era “el que se sabía la Biblia de memoria”. ¿El niño predilecto de la maestra, el ojo de
la maestra como se le decía antes, no era aquél que repetía la lección con
puntos y comas, sin titubeos ni equivocaciones? Y hoy ¿qué vemos en los
llamados “cierres de proyecto” sino niños “repitiendo lo aprendido” es decir
“lo memorizado”? Aunque sabemos que eso no
es conocimiento no obstante ocurre y es lo que hacemos que hagan los niños
y los nuestros incluso. Es aquí donde se expresa lo de la raíz judeocristiana:
como el libro es sagrado lo que dice es sagrado, y si es sagrado no puede ser
dicho de otra manera sino como está dicho, de ahí que la memoria y lo sagrado
van juntos. Están juntos en el libro y el libro llega, repito, con toda esta
carga a la escuela.
Y también, cuando recortamos y
pegamos estamos apelando a una memoria que antes era orgánica (estaba en
nosotros y dependía de nosotros, de nuestra falibilidad humana) pero que ahora
colocamos con fe ciega en un dispositivo externo (sin duda más fiable, más
perfecto, ¿más sagrado, por tanto?) Ya no necesitamos tener guardada la información
en la cabeza porque el dispositivo digital nos alivia de ese “peso”. Antes del videobeam nuestras exposiciones estaban
en nuestra memoria, ahora se traslada a las láminas que leemos religiosamente. Ya no es un apoyo, sino que es nuestra memoria –externalizada. Trasladamos un atributo humano –la
memoria- a un dispositivo tecnológico –los pendrive.
Ya no necesitamos memorizar nada.
Si la memoria está asociada al libro,
pero ésta desaparece –o sea, es borrada de nuestro cuerpo y trasladada a un
dispositivo externo y ajeno a nosotros- ¿qué nos queda?
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