Sobre los problemas



Tenía desde hace mucho tiempo ganas de reencontrarme con este texto. Cambiar de computadora y averías, me hicieron sospechar que lo había perdido. Mas lo encontré. Tiene unos elementos que me parecen pertinentes para enfrentar las crisis y los problemas. Para no pretender elevarnos por encima de nadie cuando la verdad no está a la vista sino ensombrecida por la finitud proverbial de todos los límites. Lo dedico a Juan Sotillo, a Elaine Centeno y en especial, a mis compañeros de trabajo.



«El misterio regula todo acceso a la verdad»



Rafael Lara-Martínez





Puede resultar extraño, pero no recuerdo haber manifestado en alguna institución u organización en la que me encontrase, yo, no la institución sino yo, estar en problemas, tener problemas. Escribo esto porque, al contrario, tal vez lo más común es que no dejemos de escuchar diariamente expresiones que contengan diversos grados de argumentos problemáticos, para llamarlos de algún modo. El asunto es que cuando escucho que alguien afirma cosas por el estilo de «observamos en la institución muchos problemas», y de seguidas profiere una enumeración -a veces- caótica (porque eso se expresa regularmente no por escrito sino de «vivísima» voz) de los «problemas», observo no esos problemas sino el problema de expresarse de ese particular modo; sobre este problema es que voy a pronunciarme sotto voce, per escritam viam. Procedo. Quien enuncia que los problemas existen no se precave (o sí, depende de la conciencia y de las ansias) de que sólo existen para él. Los problemas son sólo nuestros, no de todos, por la sencilla razón de que opera un elemental sentido de las perspectivas. Cada quien observa los problemas desde su única y distinta posición. Esto elemental se estrella contra el entendido general de que en efecto el «problema» cuando lo es nos afecta a todos. Mas lo cierto, pero se nos escapa (porque es más fácil cerrar que abrir, al cerrar –los ojos, las puertas, la razón- nos damos la ilusión de que el peligro se aleja), es que el «problema» denunciado es sólo un aspecto de una serie continua de situaciones problemáticas, complejas, plurales, multifactoriales, en las que estamos ciertamente inmersos todos, imposible de manejar desde un solo punto de vista, por lo que requieren lo que se dice el concurso de todas las miradas posibles. Lo denunciado es sólo un aspecto del problema y acaso no de ese general, total y verdadero problema, sino ese asunto que nos preocupa en particular y que queremos hacer total, hacerlo extensivo a todos. El asunto que observo es que quien enuncia que existe tal o cual problema lo hace no desde el conocimiento del mismo (de su solución ni hablar), sino desde una instancia de poder inaugurada por su manifestada y evidenciada denuncia. Veo el problema, luego existo (existe lo que yo veo, como aquel le dio existencia a lo pensado por él). Lo que se escapa o no se quiere reconocer o el atolladero sin más al que llegamos más o menos siempre, es que los problemas bajo esta lógica formulados no tienen solución, todo porque responden a la mirada única del enunciador de problemas, la arquetípica esfinge en espera de su Edipo. (¿Está de más afirmar a secas que los problemas no tienen solución?) Toda esfinge (al enunciador de problemas le vamos a dar este mote, aunque desborde ciertamente o sea excesivo ante la calidad de los planteamientos, acertijos y enigmas reducidos hoy a su mínima expresión, a su írrita profundidad) se distancia, se coloca en las afueras, en el límite de la razón, en un más allá donde la vida y su confusión no llegan, un lugar de preclaridad, en todo caso un claro en el bosque de las confusiones, de los embrollos. Desde esa señera distancia y altura se pronuncia no un edicto sino un enigma. Como sabemos, no es la ciudad asolada la que resuelve el enigma sino un otro individual – único- que asciende por eso mismo a rey. Asunto pues, de poder, éste de enunciar los problemas. Ahora bien, los problemas humanos no se resuelven unívocamente, como ocurre en la mitología, (bueno, la verdad es que ni ahí se solucionan, pues a la vista está y de ahí aprendimos que sólo se aplazan, que el ejercicio de la fuerza lo que logra es correr la arruga, aplazar para después, la solución que no llegará jamás, pero que se empeñará en cubrir, sepultar bajo resmas de planes y proyectos.) Afirmo entre –estos mismos- paréntesis que los problemas del poder no son los de la ciudad asolada, los problemas del Poder no son los del Pueblo. El Poder ve los problemas desde una única perspectiva –la suya-. Si otros participaran en la construcción del avistamiento del problema aparececían “problemas”, no uno sino muchos, no una solución o un conjunto de ellas, sino muchas o un conjunto de conjuntos. Cuando el Pueblo se plantee los (sus) problemas el Poder se disolverá en el todo(s). (En descargo de la propia esfinge ¿no será por eso precisamente que el enigma que le propuso a Edipo se respondiera con «el ser humano»?, ¿que la respuesta contuviera de alguna manera todas las respuestas?). Hemos visto como el provisional Edipo ascendido a rey posterga la solución del conflicto, pasada la ilusión de que su sola (alta y señera presencia) sería capaz de una absoluta solución (de ahí que el poder no solucione sino que absuelva). Desvanecido este ensueño la conflictualidad emerge y otro nuevo Edipo surge para enfrentarse cara a cara con el enigma. Como a las claras resulta que enunciar el problema es un asunto de poder, el interés (evidente) de quien enuncia el problema es tomar el poder (pero el problema por lo que hemos visto –insito- no existe y si existiera no pudiera solucionarlo. Sólo tiene solución –y existe- el problema, en todo caso los problemas, enunciados por todos y resueltos por todos, resolver que no se traduce en solución de continuidad sino en problematización de la continuidad, manera un tanto perifrástica de nombrar la vida. Se enuncia el problema con la intención de tomar el poder, luego lo toma y todo lo demás se borra. Su problema no existe, pero tampoco puede acceder al problema de todos, negado precisamente por la absolutización de su problema, del problema visto por él. Toma pues, el poder, pero se trata de un poder absurdo, que se sostiene sobre la negación de los problemas de todos. Estamos ante la evidencia de un poder necesariamente absoluto, que devendrá -por qué no- autoritario, despótico. La única manera de escapar a esta absolutización es renunciar al poder, esto es, renunciar a ser Edipos y Esfinges, optar por la ciudad asolada, por ser los invisibles. Está visto que el enunciador de problemas se eleva en su atalaya para suspender el transcurso del tiempo y pronunciar su secreta admonición, pretendiendo la detención del tiempo mientras desfilan por su voz los «problemas». La esfinge no existe, pero Edipo sí. Edipo crea le esfinge y el enigma; sabe la respuesta porque el enigma es su espejo. Los problemas (enunciados desde una visible posición de poder) no existen, pues la vida (para nosotros, los invisibles) es el único y verdadero problema, y la solución es vivir, vivir todos. Sólo que en esto de vivir muchas cosas se complican, sobre todo porque existen los pocos que quieren vivir a despecho de los muchos. En un planeta con cada vez menos, los pocos quieren todo, naturalmente. (Para justificar esta naturalidad volvieron natural lo que no lo era, las leyes que protegen los privilegios, por ejemplo). De ahí que cuando escucho a una esfinge no puedo dejar de ver al aspirante a rey, a Edipo.

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