El primer día mi padre, el capitán Chico Chávez, construyó el cuarto del Amor y los deseos delirantes, y se quedó descifrando la alegría del vientre solemne de mi madre, Barbarita López. Al segundo día construyó la habitación de la Fraternidad y, después de brindar ceremonioso con una botella de vino, colgó las fotografías de Walt Whitman y Antón Chejov.
Al tercer día levantó la morada de la Solidaridad. Llenó el aposento de lealtades y bienaventuranzas y partió un pan tierno en nombre de la humanidad. Al cuarto día erigió el refugio de la Paz y la Felicidad. Alegró el cobijo con aves canoras, flores de agradables aromas y la risa de fábulas de los niños. En el centro del regazo puso un río de aguas apacibles poblado de peces de colores de encantamientos.
Al quinto día levantó el cuarto de la Meditación, y oró como un ángel ante el vendaval del tiempo: “Cuídame./ Yo también me cuidaré/ en la medida en que debo/ de no perder un instante/ de equilibrio/ ante los sueños/ de los espejos ilusorios./ El último día de la espera/ apiádate de mi barro deleznable,/ que sólo merezca el olvido/ lo mejor de mí:/ El pájaro que sobrevuela la noche/ el humo hollinoso que soy”.
Al sexto día construyó la habitación de los Sueños y la Fantasía. Con su letra menuda escribió un poema en la pared del cuarto: “Esta casa tiene el fulgor del sol,/ es como una calle larga/ y camino por sus habitaciones/ como un caballo desbocado/ que se adelgaza/ en los campos de la vida”.
Al séptimo día creó el jardín de la casa. Lo sembró de sibidiguas, sucucares, cujíes, paujíes, camares, cactus, yabos, cayenas, clavellinas, rosas y trinitarias. Parado en el centro del patio, al octavo día proyectó el cielo del pueblo y le puso un fastuoso sol tempranero, siempre sacudido por la brisa insomne que mantiene vivo el silencio ensimismado de la Península de Paraguaná.
Después iluminó las noches con una luna que no aniquila el tiempo y estrellas fosforescentes recogidas en sus largos viajes por las islas del Mar Caribe.
Extasiado, como un encantador de claridades, se quedó dormido y soñó con la ciudad que comenzaba a gestarse desde los vínculos cotidianos de las casas y las calles inventadas por temerarios aventureros que, desgarrando el sortilegio de la soledad, sembraron un Punto Fijo para multiplicar la luz de la vida sobre la tierra yerma.
Una tarde mi madre, mientras cosía en su vieja máquina Singer, destejió el secreto del nacimiento del pueblo. Como envuelta en un celaje, desde el cuarto de la Meditación, me hizo una revelación:
“Este pueblo lo inventaron unos hombres venidos desde lejos, que tenían los ojos llenos de nostalgia y melancolía. Eran hombres sencillamente anónimos, soñadores y, sobre todo, grandemente enamorados. Hijo haz como ellos: asume la ciudad cada día.
Invéntala en la alegría de las canciones y en el desfile valiente de la libertad por las calles. Celébrala en las manos de espuma de los pescadores y en el viento que nos cala los huesos como un río inasible, y manténla encendida con el sagrado fuego de los cuerpos ardientes de las mujeres que ames”.
Desde el inconmensurable espacio de la memoria se desliza el contorno de la Casa del Viento eterno. En el filo del regreso me habitan olores de hierbas secas, aguas estancadas en el recuerdo, pájaros de colores desolados, el temblor del incienso redimiendo lágrimas y recuerdos en el cuarto de Ofrendar. Plantado en la noche, lamo los despojos de la espuma de mi desastre, de mi desarraigo, de mis años de fuga.
Paso a paso recorro los cuartos de la casa levantada por mi padre. Como ayer, abro puertas y ventanas, camino por los corredores, me hago invisible y atravieso paredes como un fantasma cósmico, recorro las habitaciones y me pierdo en los espejos mágicos de los cuartos.
Como un talismán secreto, coloco una rosa roja en el sagrario de la alcoba del Amor y los deseos insomnes. Desde el cuarto de la Fraternidad los poetas Whitman y Chejov me bendicen efusivos. Pruebo el pan repartido sobre la amplia mesa de la habitación de la Solidaridad. Convertido en un pájaro de siete colores lavo mi plumaje diluviano en las aguas tranquilas del riachuelo del aposento de la Paz y la Felicidad.
Enciendo una vela en el cuarto de Ofrendar y elevo mi oración afiebrada por los seres amados que han muerto. Me acuesto como un náufrago en la habitación de los Sueños y la Fantasía, y repito de memoria el poema que mi padre escribió en la pared de la habitación.
Trasnochado de revueltas y soles, me quedo dormido y sueño que soy un animal que olisquea su aliento en vilo, que ve crecer su pelambre en silencio, que muerde el viento con desparpajo y afila sus garras en el rostro olvidado del tiempo. Siento que mi lana sacrílega, mi ladrido en disolución, mi furia de salmuera, emergen afirmándose en el espacio de mis patas de animal sin pertenencia y, desde la memoria de mi casa, emprendo mi marcha constelada de rayos de sol hacia recónditos dominios, con días claros entre los ojos.
Vidal Chávez
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