La victoria perfecta viene remontando la memoria




José Javier León

(Este artículo me lo solicitaron para una publicación en los primeros días de enero. 
La publicación no sé si salió... pero por si acaso y para que no se pierda, aquí está.)

Fue Perón quien lo dijo: “Los pueblos no se suicidan”. Es largo, lo sabemos, el proceso de construcción de la Patria pues se trata de la afirmación del pueblo contra las formas de negación que impone el capitalismo. Perder la tierra fue para nosotros en nuestros indígenas la primera y más terrible imposición. La revolución entonces, remontando los siglos, nos llama a recuperarla, a poner la tierra y sus frutos al servicio de todos.

Y perder la tierra, es perder la fuente de la identidad y la memoria: un pueblo atacado en sus bases se desmorona. De ahí que toda revolución implique reconstruir el pasado desde las bases arrasadas de la memoria del pueblo. 

Entendemos por ello que la derecha nacional e internacional abomine de la historia, y pretenda hacernos creer que existe algún futuro sin ella. Para el capital, que es la negación de la vida, el futuro es la inmediatez vacía, un destello cegador y fulminante, que atonta y entumece. Por eso, niega –y enseña a negar, a oscurecer y envilecer- el pasado que nos permite descifrar el presente y prever el futuro. 

Crecimos admirando a los conquistadores, convencidos de que sólo fuimos una deslucida Capitanía General y a lo sumo un cuartel, que nuestros indios eran nómadas sin dios ni ley y sus idiomas dialectos dignos del olvido, en fin un pueblo de vagos sobre un montón de riqueza que era mejor regalar al mejor postor, que no valíamos ni el pedazo de tierra donde caernos muertos, por eso el colofón –de aquel pueblo desnutrido e ignorante- fue: La Peste.

Venezuela, en revolución, vuelve la mirada hacia atrás y convierte el pasado en fuente y guía. ¿Y qué observa? Una tradición de lucha, de rebelión, e independencia. Indios, negros y criollos, alzados contra los distintos enemigos, contra los conquistadores, contra los esclavistas, contra el Imperio, contra los apátridas de todas las eras. 

El enemigo cambia, se metamorfosea, pero es el mismo, es siempre aquel que nos niega la tierra, el agua, la energía; la educación, la salud, la vivienda; la cultura, la belleza, el ocio. La revolución es que torne a ser del pueblo todo lo perdido y todo lo soñado. Nuestra afirmación, es la negación del capital. Hacer la revolución es que lo esencial de la vida deje de ser mercancía. 

El capitalismo existe porque vende lo necesario, porque convirtió en mercancía la salud, la educación, los alimentos. El lujo que ostentan las vistosas minorías se sostiene sobre la vida que niega a las mayorías, y esta inversión es producto del racismo, y el no verla, consecuencia de la ideología (escuela, iglesia y medios se han encargado de naturalizar la riqueza de los ricos y la pobreza de los pobres). El capitalista no vive de vender relojes y joyas, sino de vender los bienes comunes. Lo que más desea es vender el aire, el sol y el agua. De alguna manera, ya lo hace.

Una revolución lo es en la medida en que impide la venta de los bienes que son de todos; fue lo que hizo Chávez cuando legisló sobre la tierra, el mar y el petróleo, lo que derivó en un cruento Golpe de Estado, aquel 11 de abril de 2002. Desde entonces, cada ley que busca hacer común lo que permite el buen vivir, es acicate para la contrarrevolución que sueña, apenas pueda, borrar todo cuanto hoy permite y garantiza que el pueblo tenga vivienda, trabajo digno, salud, educación. 

Desde aquel 2002 los ataques no han cesado: “guarimbas”, saboteos, asesinatos selectivos, boicots, asfixia financiera, cercos internacionales, en fin, el capital nacional e internacional se ha complotado y agavillado con el fin de hacer colapsar al país, y en los últimos años, tras la muerte/asesinato del Comandante Chávez, todo el conjunto de estrategias terroristas se ha incrementado para derrocar al presidente Nicolás Maduro y destruir las bases de la revolución bolivariana, socavando lo que le da sentido a la misma: que el pueblo tenga seguridad social y económica, que sea feliz. 

Al cerco internacional y al sabotaje interno, se unió el desplome de los precios del petróleo –estrategia imperial enfilada especialmente contra Rusia, Irán y Venezuela- y, si faltaba más, nos sobrevino la más cruda sequía producto de un fenómeno climático cíclico, que tal vez nosotros no podíamos anticipar, pero seguro sí estaba en los cálculos de los que conducen la caótica Guerra Global. 

No obstante, fallaron. El año terminó y el pueblo venezolano junto a su Presidente, suman victorias, nacionales, pero sobretodo –decisivas- en el campo internacional. Internamente, prácticamente nada quedó de la coalición opositora MUD (bautizada por Chávez “Mesa de la Ultraderecha”) que apenas un año atrás se alzó con el triunfo en comicios parlamentarios tras practicar una suerte de terrorismo electoral y que en seis meses prometió desbancar al gobierno. El país no colapsó pese a todos los augurios y, muy al contrario, alcanzó resonantes logros como la presidencia del Movimiento de los No Alineados e históricos acuerdos entre los países OPEP y No OPEP - ¡Arabia Saudita incluida! – que mellaron las dentelladas de la así llamada “Comunidad Internacional”: EEUU, España, la Argentina de Macri, el Brasil de Temer, el Paraguay de Cartes y sobre todo de la desdibujada OEA encabezada por el esperpento diplomático Luis Almagro. 

Ha sido duro. No hay duda. Construir soberanía exige del pueblo fuerzas y virtudes insospechadas. Pero lo peor es el filón sicológico, subjetivo, espiritual. ¿Acaso no han sido las madres, las mujeres en general, los niños y niñas, los ancianos y ancianas, los más afectados? La guerra se ha ensañado en las fuentes de la sabiduría, de la alegría y de la vida misma, y en especial en las mujeres, que son la savia de toda revolución cuando es verdadera. Ha sido afectada la vida doméstica, han hurgado en la tranquilidad del hogar, en las noches en vela. Han llevado más dolor a la cabecera de los enfermos. Han querido contaminar las fuentes de la generosidad y la solidaridad que están en la matriz del ser venezolano.

Han levantado muros –como el decreto de Obama- que impiden al estado venezolano comprar alimentos y medicinas, al tiempo que una campaña asquerosa, orquestada por la canalla mediática y por cipayos, pide abrir un “corredor humanitario” que sólo tendría sentido en caso de declararse el Estado fallido. 

No obstante, guiados desde la profundidad de nuestra historia bolivariana rescatada por Chávez, y acompañando a Maduro, timonel en tiempos de borrascas, hemos resistido. Y se ha ido levantando, brotando como semilla en tierra fértil, un decir y un hacer productivo que busca dar al traste con la más terrible de las herencias republicanas: el rentismo. 

Nuestra revolución pasa –nada más y nada menos- que por destruir el rentismo (sus antivalores, su anti-ética), en aprender a vivir de nuestro trabajo y creatividad pese a poseer incalculables riquezas en biodiversidad, en minería y gas. Ser ricos –nos tocó- pero más nos toca ser austeros: ¡cuánta templanza se requiere, cuánta altivez, serenidad y –como diría Martí- cuánto decoro!

Aprendimos mucho y hoy estamos más conscientes de que sólo unidos podemos vencer las dificultades; también, estamos más seguros de lo que somos y de lo que tenemos que defender; sin duda, hemos cruzado el Rubicón.  

Nos toca ahora emprender con renovados bríos la ruta victoriosa de la nueva Campaña Admirable, coronar la victoria –parcial, sin embargo, como toda victoria- con mayor organización, con más poder popular. Porque eso sí, sólo el pueblo salva al pueblo. 

Y si algo nos enseñan Palestina, Irak, Siria, Haití, y tantos que hoy sufren la voracidad del capitalismo, es que los pueblos –sus mujeres, ancianos y niños- son indestructibles. Y que la belleza, la ternura y el amor son, pese a la maldad sin límite, irreductibles.





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