Maracaibo es una ciudad que, como
todas, es muchas ciudades. Existía antes de su fundación, que ocurrió según
dicen, tres veces, hasta que el caserío adelantado
por Alfinger en 1529 creció en renombre y riquezas hasta el punto de ser
azotado cada tanto por piratas y filibusteros. Aquella Maracaibo lacustre, con
un puerto interior pero abierto al mar y de salina ribereña, referencia de una
vasta región rodeada por las estribaciones de la cordillera andina que abraza a
la cuenca del Lago Maracaibo, se constituye en ciudad caribeña cuando integra
su dinámica comercial al circuito de los grandes puertos del Caribe.
De aquella ciudad heredamos una
arquitectura de fachada antillana y un ascendiente cosmopolita que nos conectó
menos al interior del país que al pujante mundo del capitalismo comercial
emergente. La ciudad enclave petrolero que sobrevino en las primeras
décadas del siglo XX marcó el declive de la ciudad caribeña, que había
establecido relaciones con puertos en Curazao y Aruba, Nueva York, Boston y
Filadelfia, Liverpool, Bremen y Hamburgo y la retrajeron a los opacos intereses
monopólicos de las corporaciones petroleras.
El enclave petrolero
vino a acentuar en lo social la tendencia de la Colonia a la segregación y el
clasismo, el privilegio de las zonas y clases “altas”, el aislamiento y la
invisibilización de los barrios populares y de los pueblos indígenas. Un hecho definitivo marcó
el distanciamiento: la destrucción de los barrios El saladillo y El Empedrado
levantados –como lo atestiguan hallazgos arqueológicos- sobre antiguos
asentamientos precolombinos.
La atomización de la ciudad
petrolera fue vehiculada por la dispersión y el desplazamiento de las
poblaciones que en estas barriadas tenían raíz y memoria. La desmembración del
cuerpo maracaibero fue recubierta por el discurso de la elite política y
académica con la palabra “progreso”. Y la desaparición del “centro” generó una serie
de movimientos centrífugos que coincidieron, por un lado y en primer lugar, con
el desplazamiento indígena, después con la migración colombiana las cuales
ocuparon las periferias de la ciudad metropolitana en los llamados “cinturones
de miseria”, y por otro, la atomización y reconfiguración de núcleos de
densidad urbana y comercial, acentuados por una particular “gentrificación” que
llevó a la reubicación de las clases altas en los más altos edificios de
ladrillo rojo y vidrio en el perfil costero, aunque de espaldas al Lago,
mientras la otra ciudad (las otras) se arracimaban progresivamente en torno a
ejes viales como Bella Vista, Delicias y La Limpia, y corredores comerciales
definidos por y para las clases sociales como “tiendas por departamentos” o
“mercados y callejones”, al tiempo que se expandía a su suerte hacia el
sur-oeste definiendo nuevos centros dinámicos como el Kilómetro 4 o La Curva de
Molina.
De aquella ciudad comercial que
en los noventa se expresó en la cultura mall
deviene hoy una suerte de remedo de “ciudad casino” en la que se entregaron por
casi dos décadas todas las facilidades para la instalación comercial y en
bienes raíces, de capitales del narcotráfico y, más recientemente,
estrambóticas sumas de dinero provenidas del diferencial cambiario impuesto por
el peso colombiano y el llamado “dólar paralelo”.
La atomización del capital y la
anomia social se reflejan en la “organización” de la ciudad, la cual la hemos
visto eclosionar en los eventos de violencia callejera del 2014 y 2017.
Recuperar la ciudad pasa, pues, por reducir la fragmentación, los islotes, los
archipiélagos de la desconexión. Ello es posible tejiendo recorridos urbanos,
recuperando algunos, reinventando otros, sobre la base no sólo de un centro
nostálgico, sino por la comprensión histórico-antropológica de varios centros
donde se entrecruzan intereses diversos y se expresa lo mejor de la Venezuela
que nace, que siempre hemos sido pero que fue silenciada y negada, y que hoy
con la revolución bolivariana, busca expresarse: lo multiétnico y
pluricultural.
La ciudad que renace debe saber
que su historia está inexorablemente conectada a la sabiduría lacustre, a la
periferia verde y productiva del oeste y del sur, a las migraciones y los
intercambios, a la comprensión de que hacemos parte de una compleja región geopolítica
y geohistórica y que la soberanía y la independencia pasan por defender esta
memoria y sus riquezas de los intereses imperiales cebados en las oligarquías
colombianas y venezolanas, trasnacionales en un todo, que buscan incentivar la
xenofobia y la guerra fratricida entre pueblos que por siglos han compartido y
comerciado de manera natural, inyectando en los circuitos ancestrales elementos
de distorsión (por ejemplo, el ya mencionado diferencial cambiario, pero
también elementos de la reciente guerra no convencional como el
desmantelamiento de la infraestructura del país atacado, el cerco y la
asfixia, el robo masivo de material estratégico, fuga de alimentos, medicinas y
dinero en efectivo) que afectan la vida cotidiana, el intercambio y el comercio
que es siempre más cultural (integral e integrador) que exclusivamente
económico.
Debemos recuperar de la ciudad
una visión de conjunto que revele las diferencias y reduzca las desigualdades.
Que nos haga ver todo(s) lo(s) que somos y vivir dignamente en lugares que
reivindican el sol amado, el trato cálido y la brisa en la sombra.
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