Educación y trabajo. Una ecuación que debemos resolver






José Javier León
Maracaibo, República Bolivariana de Venezuela
IBERCIENCIA. Comunidad de Educadores para la Cultura Científica
[Publicado en IBERDIVULGA]


Necesitamos una escuela que vincule, relacione, propicie, cree la dimensión trabajo, asociada a una renovada episteme que junte de manera creativa e innovadora el saber y el hacer o, en otras palabras, donde los estudiantes aprendan a hacer.

Existen nociones muy importantes vinculadas a la educación con respecto al trabajo que, desde mi perspectiva, no expresan –por el uso que les damos- los cambios, pero sobre todo las necesidades actuales. Creo que existe –siempre ha existido- un consenso retórico sobre la vinculación natural entre la educación y el trabajo, pero la experiencia me dice que la relación que todos parecen ver, en verdad no es tal. Más bien al contrario, por un lado, va la educación y por otro esa suerte de dimensión que es el trabajo al menos como se entiende dado el sistema económico dominante. 

Para mi resulta tan paradójico, que invito a quien me lee a hacer esta inocente pregunta a los egresados que se encuentren haciendo lo que en mi país llamamos: pasantías. Tengo años haciéndola y la respuesta palabras más palabras menos ha sido invariable: en la pasantía aprendí todo lo que tenía que saber. Cuando esto responden, también de manera invariable, no advierten un absurdo: pasaron hasta cinco años estudiando supuestamente para saber hacer algo que sin embargo dominaron en un plan de formación que sólo duró a lo sumo 100 horas. Entreveo una suerte de estafa velada. ¿Se la merecen nuestros estudiantes? ¿Nos la merecemos nosotros?

Lo que descubre ese test empírico es que hay un desfase o brecha entre la formación tradicional en los diversos programas de formación y la dimensión trabajo, que esta tiene digamos sus exigencias propias, su dinámica y que los egresados deben apurar en cuestión de días una capacitación, un adiestramiento que deja al garete nociones y conceptos “aprendidos” pero ayunos de realidad, de dura realidad. 

Me temo que de esta brecha se han ido dando cuenta nuestros jóvenes y que de ahí viene una rumorosa aversión cada vez más creciente a la escuela y a la educación formal y tradicional. Me temo, además, y eso me preocupa mucho más, que los docentes están siendo los últimos en enterarse y ello por varias razones, entre otras porque lo más cómodo es que el tiempo pase sin mayores complicaciones y siempre se utilizará la situación de poder que da evaluar y poner calificaciones, para hacer que los estudiantes hagan lo que sea para aprobar exámenes donde la mnemotecnia es definitiva, si es que –pese a la abulia y el desánimo- deciden continuar. Además, repetir programas cansinos no amerita esfuerzos intelectuales, y la investigación y la aventura creadora puede quedar para talleres, charlas y quejas de cafetín.

¿Qué nos toca? Comprender la compleja situación y tratar de despejar una ecuación urticante: saber y trabajo. Parece sencillo cuando la formulamos: nuestros estudiantes deben saber hacer. ¿Saber hacer qué? Deben saber transformar la realidad, aprovechar la comunicación, la ciencia y la tecnología para resolver los problemas de la cotidianidad. Nuestros estudiantes y nosotros mismos debemos entender que sólo podemos vivir dignamente, con soberanía y libertad, con autonomía y determinación, si aprendemos a generar las condiciones materiales y subjetivas para desarrollar a plenitud nuestras vidas en sociedad. 

El trabajo no puede permanecer en una dimensión desconocida, siguiendo pautas ajenas al control ciudadano, y la escuela a su vez encerrada en sí misma, ensimismada en su lógica interna. 

El trabajo visto antropológicamente es esencial en y para la vida, y está unido al conocimiento de manera total, no obstante, ha sucedido que la escuela y en especial las universidades se han separado de esta dimensión sobre el entendido de que sólo deben preocuparse por el saber (teórico) dejando para las pasantías o la profesionalización el hacer (práctico). 

A finales de la década de los ’90, María Antonia Gallart decía: “Del lado de las instituciones educativas se exige una cierta humildad en reconocer que no pueden hacer todo, ya que las carreras ocupacionales no dependen mecánicamente de los currículos educativos, sino que se entrelazan en trayectorias en las que los cambios tecnológicos y socioeconómicos son claves. También se exige reconocer que el campo insustituible de lo escolar es el de la educación general, como transmisión y adquisición de paradigmas intelectuales que permitan aprehender una realidad cambiante, cotidiana y externa al aula.”[1]

Pensar así trajo como consecuencia que el hacer (la dimensión trabajo) desarrollara su propio saber técnico y especializado y por ende su propia praxis formativa, en la que las universidades con toda su tradicional heurística y episteme apenas si participaban. Necesitamos una escuela que vincule, relacione, propicie, cree la dimensión trabajo, asociada a una renovada episteme que junte de manera creativa e innovadora el saber y el hacer o, en otras palabras, donde los estudiantes aprendan a hacer. Un hacer que responda a las apremiantes exigencias ecológicas, a las determinaciones territoriales, a la inteligencia social y cultural, vale decir un hacer propio y natural. 

Recientemente Inés Aguerrondo, afirmaba que “La sociedad del Siglo XXI requiere de algo más complejo que los meros ‘saberes’ o conocimientos. Requiere COMPETENCIAS. El viejo paradigma centraba sus esfuerzos en que los chicos ‘supieran’. Una buena escuela era aquella capaz de garantizar conocimientos a todos sus alumnos. Hoy pedimos a la escuela no solo saberes, sino ‘competencias’. ¿Qué son las competencias? Una competencia es un ‘saber hacer’, con ‘saber’ y con ‘conciencia”. El término ‘competencia’ hace referencia a un conjunto de propiedades de cada uno de nosotros que se están modificando permanentemente y que tienen que someterse a la prueba de la resolución de problemas concretos, ya sea en la vida diaria o en situaciones de trabajo que encierran cierta incertidumbre y cierta complejidad técnica. La gran diferencia es que la competencia no proviene solamente de la aprobación de un curriculum (plan de estudios), sino de la aplicación de conocimientos en circunstancias prácticas. Los conocimientos necesarios para poder resolver problemas no se pueden transmitir mecánicamente; son una mezcla de conocimientos tecnológicos previos y de la experiencia que se consigue con la práctica, muchas veces conseguida en los lugares de trabajo.”[2]

Este saber hacer, digo yo, debe concretarse en diversas empresas o emprendimientos que exijan de los estudiantes, a la postre asociados para el trabajo conjunto, colaborativo, cooperativo, organización para la producción empleando las figuras jurídicas al uso en la constitución jurídica del país. Dichas empresas deben nacer inextricablemente de la realidad educativa, asociadas a los contenidos educativos que necesariamente deben aprenderse para –valga la redundancia- aprender de verdad a producir.

No es sólo como dicen los detractores de la educación por competencias que estamos ante “un proceso neoliberal tendiente a colocar al estudiante al servicio de las necesidades de la economía y del mercado, y no la educación al servicio del estudiante. Se trata de reducir la educación a la fabricación de un alumno económicamente “performante”; adiestrado para ser competitivo en los mercados profesionales y del trabajo”. Aunque nos movamos en un filo peligroso, debemos ampliar la educación de manera que desde las universidades se generen nuevas formas de trabajo que liberen al profesional de las necesidades de la economía y el mercado tal como las entiende el sistema económico dominante, deshumanizador, impuesto por la lógica i-lógica de la reproducción del capital que, como dice José Antonio Marina en La inteligencia fracasada “está construyendo una economía que esquilma irreversiblemente la naturaleza o que impone un sistema que hace incompatible la vida laboral y la vida familiar o una globalización que aumenta la brecha entre países pobres y países ricos” (Anagrama, 2016, pág. 140)

Necesitamos que nuestras escuelas y universidades se vean y traten con la realidad, es decir, con la re-producción para la vida. Sólo así la educación cobrará un sentido hasta ahora extraviado en vagas nociones de ascenso y control social.



[1] “Los cambios en la relación escuela-mundo laboral”, en http://rieoei.org/oeivirt/rie15a07.htm

[2] “El Nuevo Paradigma de la Educación para el siglo”, en http://campus-oei.org/administracion/aguerrondo.htm


Publicar un comentario

0 Comentarios