La muerte de los pájaros


Para Hesnor, en lugar de su muerte.
“un pájaro antes de morir vuela por dentro hasta la rama de su propio destello”
ANTONIO TRUJILLO. Taller de Cedro
“No llega allí la muerte: un día un pájaro sorberá el corazón de nuestra casa, mas no conoceremos el olvido: Seremos la sustancia de su vuelo”
AQUILES NAZOA. Los poemas


Desde hace algún tiempo una pregunta me ronda el corazón: ¿adónde van a morir los pájaros? Mientras no sepa la respuesta poseeré en la vida y la desaparición de los pájaros una hermosa metáfora: existe un lugar ex urbis adonde se retiran a morir, lejos de las miradas humanas, un lugar no tocado ni visto por hombre alguno, un lugar virgen, un lugar desconocido.
 
¿Tiene lugar este sitio? Debe tenerlo, porque en él se pudren sus cuerpos, en él pasan naturalmente a la tierra, al agua, al aire, a los elementos. Ese cementerio innominado (todas las ciudades deben tener alguno cerca), desconocido por los hombres, existe sólo por sus cuerpos, mas ninguna palabra humana lo nombra. Si no lo nombra palabra humana, ¿existe? Existirá hasta que uno de nosotros se tope con él y vuelva a la ciudad con la noticia de que hay un lugar cerca o lejos de aquí lleno de pájaros muertos. De suceder, dejaría de hacerme la pregunta. 

Sostengamos, sin embargo, la incertidumbre: ese lugar no lo ha visto ningún hombre, no tiene nombre, no existe para nosotros, sólo para los cuerpos de los pájaros que se van a morir en él. Ahora bien, ¿queda algún sitio sobre la faz de la Tierra, virgen? ¿Y precisamente en ese sitio van a morir todos los pájaros de todas las ciudades que sienten llegada la hora de la muerte? Soy de la idea de que cada ciudad tiene su ignoto cementerio de pájaros, pero ¿dónde? Una ciudad es el centro de una tupida red de cosas humanas, ninguna está rodeada por un río impracticable de miasmas. Los pájaros, al salir fuera de la ciudad, topan con otra. No hay un sitio afuera que no haya sido tocado o visto por al menos un hombre una vez al menos. Los pájaros, en efecto, no se van a morir afuera. Se quedan a morir dentro de la ciudad en un sitio no tocado ni visto por hombre alguno. Los pájaros se van a morir en un sitio no nombrado, desconocido, más allá del lenguaje. 

Los pájaros, incluso en cautiverio, no existen. Se sostienen precariamente, duran el tiempo que los vemos. Cuando desaparecen de nuestra vista, mueren. Ver dos veces el mismo pájaro es imposible. El pájaro que vimos, al dejarlo de ver, aun en una fracción de segundo, muere y es sustituido por otro jamás idéntico. Si el mundo cerrara al unísono los ojos todos los pájaros desaparecerían. Existen por deseo, tienen la forma y el colorido de un deseo que no tiene lugar en las palabras, de un deseo desconocido; algo impronunciable se pronuncia en ellos. Cada uno es una palabra que tiene su forma. Al dejar de desearlos, mueren. El mundo se puebla con imágenes del deseo. No sabemos qué las produce, sólo sabemos que deseamos algo aleteante, de colores, suave al tacto, frágil, porque vemos a los pájaros. Tuve un deseo: vi un pájaro; es todo cuanto podemos decir. Hablamos de los pájaros siempre en pasado. Aparecen, pero no sabemos cómo; magia en la que no tenemos participación. Algo en nosotros los desea, pero no sabemos cuándo. Ese algo los necesita, y tampoco sabemos para qué. Nos alegran o les disparamos. Placer, necesidad, ¿son razones necesarias y suficientes?, tal vez; sin embargo, lo más importante es que sentimos placer o tenemos necesidad de esos vistosos deseos. Nos alegramos y alimentamos con palabras pronunciadas por un algo en nosotros recóndito, algo que pronunció la forma y el colorido de los pájaros para saciar el hambre de infinito y el hambre del cuerpo. En un sentido estricto, nos alimentamos de palabras. 

En cautiverio no siempre son los mismos a los que cada mañana alimentamos y cubrimos por las noches. Nos dan, sí, la sensación de mismidad que nos detiene a un paso de la locura; su mismidad nos salva. Además, mueren en sus jaulas, a no ser que logren escapar y desaparecer, luego de revolotear un rato, cerca de nuestro alcance, aturdidos por el aire nuevo. Al morir, tomamos sus cuerpos y los enterramos. Pero ¿qué enterramos? No nuestro deseo, enterramos un cuerpo sin vida, algo que no puede modificar su constitución, aunque se pudra; siempre será un pájaro muerto. No enterramos la palabra pájaro, la palabra seguirá revoloteando, cerca, aturdida por el aire nuevo. La palabra pájaro, el pájaro mismo, no existe sino en libertad, existe por el deseo. El cautiverio es una ilusión, nuestra humana forma de detener imaginariamente el vuelo de la palabra. En una jaula encerramos una incesante metamorfosis. Si nos sentamos ante una pajarera, contemplaremos las eras geológicas, los devaneos del tiempo, los multiplicados segundos, nuestra vertiginosa vida. La muerte del pájaro es desaparecer más allá del lenguaje; el que cae desplomado al fondo de la jaula es un cuerpo desanimado donde alguna vez bulló nuestro deseo. No enterramos al pájaro, sino la materia orgánica que silabea su propio alfabeto, el dictado de la corrupción. Decir “pájaro muerto”, incluso “el pájaro ha muerto” es un anacronismo; condición de pájaro es la libertad, el deseo, la vida; la muerte corresponde a lo desocupado por la palabra pájaro. Ese cuerpo al fondo de la jaula ya no es un pájaro, es un cuerpo inerte indeseado. De ahí que muy pocos se alimenten con pájaros, regularmente comen materia muerta que alguna vez fue sede del deseo; el que se alimenta con pájaros los siente dentro, se aligera, come su gracia nominal. 

Si existir es permanecer en el ser, ¿qué existe de los pájaros? Lo anterior nos conmina a decir que existe su gracia nominal, el deseo momentáneo, pasajero, raudo que les da vida. Existe el pájaro al ser nombrado, cuando el verbo lo despliega ante nosotros. Existe lo que vemos con los ojos del deseo, lo que ve nuestro deseo. Sólo existe el deseo. En alguna parte se retiran a morir, y sólo resucitan cuando nuestro deseo los convoca. Sólo se extingue un pájaro cuando muere la palabra que lo nombra. Pero una palabra sola no hace el verano y un hombre desolado no es todos los hombres. Un pájaro existe porque en el deseo de al menos uno de los hombres late el deseo distraído de todos. Existe porque hay un hombre al menos que los desea, y en él late al unísono el deseo de todos. Si en este último hombre desaparece el deseo, todos los pájaros morirán. En un poeta viven todos los pájaros.

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