Conversaba
con un viejo amigo y de pronto apareció Dios, es decir, la idea de
Dios. Mi amigo se preguntaba casi con recriminación cómo era
posible que alguien con suerte (hablaba de un sujeto que había
prosperado con «esfuerzo» por esa escalera que abren a empujones
ciertas personalidades emprendedoras), cómo es posible, se decía
con empecinamiento, que además de empresario exitoso resultara
favorecido por lo imponderable, mientras otros, desfavorecidos, lo
eran doblemente. Entendí del asunto que el azar había seleccionado
a una persona para premiarla con creces (¿recibe acaso el «ciento
por uno» en la religión secular del dinero?), pero mi amigo no
entendía la repartición divina de ciertas bondades materiales. Yo
lo escuchaba como quien oye llover, hasta el momento en que se
preguntó (no a mí sino a sí mismo, aferrado a esa duda que nos
hacemos en la intimidad –sin palabras, mirándonos a un espejo
invisible-) y su pregunta se tornó casi angustiosa. Sonreí, creo
incluso que reí un poco sonoramente y pensé (o le dije, no sé) que
nada tiene explicación.
Me
pasa con frecuencia que una frase estúpida desata algunas para mí,
serias consecuencias. Este es un caso. Si algo como lo planteado
tuviera explicación, entonces todo, incluso la muerte, la tuviera.
Pero, ¿qué entendemos por explicación? Mejor, ¿qué condiciones
debe cumplir cualquier explicación? Lo fundamental es que toda
explicación acontezca en un tiempo y espacio fabricado, construido
por nosotros. Toda explicación es abstracción, suspensión de lo
real. Toda explicación es sólo y nada más que sólo lenguaje. Esta
obviedad debería claudicar el tema, pero las palabras no nos
satisfacen y queremos más, algo que esté más allá (de ellas). No
lo hay, al menos no tenemos noticias ciertas de lo contrario.
Una
explicación responde a un ámbito de sentido, y a él se ajusta.
Mientras se desarrolla y despliega, lo real (que no admite
explicación alguna) sigue su curso. Decimos que una explicación
refiere algo de lo real, pero eso sólo complace a los que fundan la
realidad en las palabras y la ascienden a lo real, como ciertas
realidades burocráticas y tecnológicas nos lo hacen saber con
cotidianidad enfermiza. La verdad es que lo real y las palabras son
como el agua y el aceite. La explicación necesita que todo
permanezca en-cerrado, y, dentro, las palabras se preguntan, se
cuestionan, se reflejan unas a otras. Allí, dentro, una realidad
crece como una segunda naturaleza. Afuera, pasa lo que pasa sin
preguntas, sin sentido, sin dirección preestablecida. Pero, ¿por
qué sucede lo que sucede? Es la pregunta que el amigo se hizo (con
sus palabras, no con estas) y la respuesta que se dio compite con la
duda original que nos estalla en la cabeza. Me reí, y estas palabras
–las que frente a ti y (ahora) frente a mí discurren- se fueron
arracimando para llegar a este momento. Lo que debiera desmentir lo
dicho hasta ahora, en el sentido de que preví este momento, (en) el
que ahora escribo. Claro está, no estoy escribiendo lo que podía
haber escrito en el momento de la conversación, por demás algo
imposible puesto que supondría haberla interrumpido, hace a un lado
al amigo con su extrañeza -doble ahora y con otra pregunta, a saber,
¿pero qué le pasa a éste?- La verdad es que nadie se arriesga en
sus cabales a algo así, de modo que la conversación sigue (siguió)
como en dos partes: en mi cabeza, a partir de la frase problemática,
(…escribo
esto después, hace poco -pero siempre- después, y el «hace poco»
no dice nada porque no se trata de tocar el problema digamos fresco,
porque como lo dijo alguien lo pensado no se olvida y de lo que se
trata es de ahondar en ese destello en el que me di cuenta de que
nada en absoluto tiene sentido, que algunas preguntas van a parar a
un saco roto; y darme cuenta, por cierto, como quien descubre que ya
esto lo sabía, sólo que hasta ese momento no se había presentado
tan en cuerpo completo hasta el punto de que lejos de preocupar y
hundir en cavilaciones abstrusas provoca en el cuerpo –esto que
muere y se va volviendo polvo– risa…)
… y
en la realidad, en la efímera cotidianidad intrascendente. (¿Sigue
ahora?)
No
es el destino, ni nada que se le parezca; sino la pertinaz sensación
sin exterioridad de que es posible hacer algo que nos distraiga (de
la muerte). Pero me desvío, y de seguir por aquí tomaría un curso
paralelo… El hecho es que nada tiene sentido, escribir incluso. El
ámbito de sentido donde ocurre no exige nada más, y por cierto,
nada más allá. Hay quienes lo ambicionan y hasta sueñan, pero el
Eclesiastés 12:8
tiene pertinencia aquí. Bastaría, repito, con decir que toda
explicación es humana, y por tanto no tiene más allá. El sentido
que ambicionamos es una explicación para alcanzar la paz, la paz del
sentido; en cambio, la muerte, el sueño, la locura postulan la paz
del sin-sentido... Sólo quedan dos opciones: suspender, renunciar a
toda explicación; o bien, seguir preguntándonos «¿por qué?».
Pienso sin embargo que justamente hacemos las dos cosas, preguntamos
como quien renuncia y (preguntamos) sin esperanza. Practicamos
cotidianamente un cinismo ignorante de sus alcances. El cínico que
se descubre puede sufrir. Nosotros no.
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