Ecl. 12: 8




Conversaba con un viejo amigo y de pronto apareció Dios, es decir, la idea de Dios. Mi amigo se preguntaba casi con recriminación cómo era posible que alguien con suerte (hablaba de un sujeto que había prosperado con «esfuerzo» por esa escalera que abren a empujones ciertas personalidades emprendedoras), cómo es posible, se decía con empecinamiento, que además de empresario exitoso resultara favorecido por lo imponderable, mientras otros, desfavorecidos, lo eran doblemente. Entendí del asunto que el azar había seleccionado a una persona para premiarla con creces (¿recibe acaso el «ciento por uno» en la religión secular del dinero?), pero mi amigo no entendía la repartición divina de ciertas bondades materiales. Yo lo escuchaba como quien oye llover, hasta el momento en que se preguntó (no a mí sino a sí mismo, aferrado a esa duda que nos hacemos en la intimidad –sin palabras, mirándonos a un espejo invisible-) y su pregunta se tornó casi angustiosa. Sonreí, creo incluso que reí un poco sonoramente y pensé (o le dije, no sé) que nada tiene explicación.

Me pasa con frecuencia que una frase estúpida desata algunas para mí, serias consecuencias. Este es un caso. Si algo como lo planteado tuviera explicación, entonces todo, incluso la muerte, la tuviera. Pero, ¿qué entendemos por explicación? Mejor, ¿qué condiciones debe cumplir cualquier explicación? Lo fundamental es que toda explicación acontezca en un tiempo y espacio fabricado, construido por nosotros. Toda explicación es abstracción, suspensión de lo real. Toda explicación es sólo y nada más que sólo lenguaje. Esta obviedad debería claudicar el tema, pero las palabras no nos satisfacen y queremos más, algo que esté más allá (de ellas). No lo hay, al menos no tenemos noticias ciertas de lo contrario.

Una explicación responde a un ámbito de sentido, y a él se ajusta. Mientras se desarrolla y despliega, lo real (que no admite explicación alguna) sigue su curso. Decimos que una explicación refiere algo de lo real, pero eso sólo complace a los que fundan la realidad en las palabras y la ascienden a lo real, como ciertas realidades burocráticas y tecnológicas nos lo hacen saber con cotidianidad enfermiza. La verdad es que lo real y las palabras son como el agua y el aceite. La explicación necesita que todo permanezca en-cerrado, y, dentro, las palabras se preguntan, se cuestionan, se reflejan unas a otras. Allí, dentro, una realidad crece como una segunda naturaleza. Afuera, pasa lo que pasa sin preguntas, sin sentido, sin dirección preestablecida. Pero, ¿por qué sucede lo que sucede? Es la pregunta que el amigo se hizo (con sus palabras, no con estas) y la respuesta que se dio compite con la duda original que nos estalla en la cabeza. Me reí, y estas palabras –las que frente a ti y (ahora) frente a mí discurren- se fueron arracimando para llegar a este momento. Lo que debiera desmentir lo dicho hasta ahora, en el sentido de que preví este momento, (en) el que ahora escribo. Claro está, no estoy escribiendo lo que podía haber escrito en el momento de la conversación, por demás algo imposible puesto que supondría haberla interrumpido, hace a un lado al amigo con su extrañeza -doble ahora y con otra pregunta, a saber, ¿pero qué le pasa a éste?- La verdad es que nadie se arriesga en sus cabales a algo así, de modo que la conversación sigue (siguió) como en dos partes: en mi cabeza, a partir de la frase problemática,

(…escribo esto después, hace poco -pero siempre- después, y el «hace poco» no dice nada porque no se trata de tocar el problema digamos fresco, porque como lo dijo alguien lo pensado no se olvida y de lo que se trata es de ahondar en ese destello en el que me di cuenta de que nada en absoluto tiene sentido, que algunas preguntas van a parar a un saco roto; y darme cuenta, por cierto, como quien descubre que ya esto lo sabía, sólo que hasta ese momento no se había presentado tan en cuerpo completo hasta el punto de que lejos de preocupar y hundir en cavilaciones abstrusas provoca en el cuerpo –esto que muere y se va volviendo polvo– risa…)

y en la realidad, en la efímera cotidianidad intrascendente. (¿Sigue ahora?)

No es el destino, ni nada que se le parezca; sino la pertinaz sensación sin exterioridad de que es posible hacer algo que nos distraiga (de la muerte). Pero me desvío, y de seguir por aquí tomaría un curso paralelo… El hecho es que nada tiene sentido, escribir incluso. El ámbito de sentido donde ocurre no exige nada más, y por cierto, nada más allá. Hay quienes lo ambicionan y hasta sueñan, pero el Eclesiastés 12:81 tiene pertinencia aquí. Bastaría, repito, con decir que toda explicación es humana, y por tanto no tiene más allá. El sentido que ambicionamos es una explicación para alcanzar la paz, la paz del sentido; en cambio, la muerte, el sueño, la locura postulan la paz del sin-sentido... Sólo quedan dos opciones: suspender, renunciar a toda explicación; o bien, seguir preguntándonos «¿por qué?». Pienso sin embargo que justamente hacemos las dos cosas, preguntamos como quien renuncia y (preguntamos) sin esperanza. Practicamos cotidianamente un cinismo ignorante de sus alcances. El cínico que se descubre puede sufrir. Nosotros no.




1“Vanidad de vanidades, dice el Predicador, todo es vanidad.”

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