De
Roberto López Sánchez.
Editorial Trinchera. Caracas, 2015. Pp. 126
Dr. José Javier León
Universidad Bolivariana de Venezuela
Varias circunstancias se juntan para escribir esta
reseña. Una larga amistad que me une al autor desde los jóvenes
días en que vendía libros en los pasillos de La Universidad del
Zulia, la vecindad de 20 años y el compartir asuntos de condominio,
la frecuencia arrítmica en los criterios políticos compartidos, la
llegada a mis manos de este ejemplar tras sortear íntimos vericuetos
pues está dedicado a un sobrino que estudia con mi hijo, la
puntualidad del tema como si su transversalidad copiara la del país,
su pertinencia en esta hora crítica cuando más necesitamos pensar y
comprender sin apremios la realidad que nos rodea y atraviesa,
profusa, profundamente. Valga pues, esta introducción para acercar
la lectura de un libro que desde una determinada perspectiva -la de
“Recuperar la memoria histórica de los oprimidos” (p. 15)- busca
iluminar procesos en la construcción de nuestro ser venezolano. En
consecuencia, Roberto afirma: “La historia debe servir para que
nuestros pueblos recuperen su dignidad” (p. 103).
Trata López, de descolocar la historia consabida
que no ve el insistente trazo de la rebelión popular. Desde los
comuneros andinos levantados a finales del siglo XVIII “ante la
brutal explotación a la que era sometida la mayoría de la
población” (p. 22) tanto por la corona como por la oligarquía
territorial criolla, hasta los escarceos levantiscos de los mantuanos
contra la dominación española como lo asoma el padre de Bolívar en
furibunda carta enviada a Miranda el 24 de febrero de 1782: “no nos
queda más recurso que la repulsa de una insoportable e infame
opresión” (p. 24). Pero una cosa será soñar y otra hacer. El
mismo criterio servirá también para observar la historia: ir a los
hechos, no (sólo) a lo dicho.
Enumera López entre las primeras insurrecciones
populares las muy comentadas de José Leonardo Chirino y Gual y
España, como también la poco conocida de mayo de 1799 encabezada
por el subteniente pardo Francisco Javier Pirela, por cierto ocurrida
en Maracaibo, acompañada por “los mulatos haitianos Juan y Gaspar
Agustín Bocé y el negro José Francisco Suárez con el apoyo de
indios ‘guajiros’ y de la tripulación de barcos” (p. 30). Este
alzamiento imbuido del huracán de los jacobinos negros que se
esparcía peligrosamente para los blancos en toda el área de
influencia Caribe.
Para López, el 19 de abril de 1810 zafó “el
lazo que contenía las ansias de emancipación de todos los sectores
sociales que habían sufrido por tres siglos la opresión del bárbaro
sistema colonial impuesto por los españoles en América” (p. 33),
lo cual conecta con la primera rebelión de pardos en Valencia ¡a
sólo seis días de declarada la Independencia! y que se extendería
por un mes arrojando cientos de muertos. Otra insurrección de negros
en Barlovento llevaría a los mantuanos a presionar a Miranda para
que firmara un armisticio con Monteverde “única garantía de
salvación que tenían (…) para escapar de la furia de sus antiguos
esclavos” (p. 34).
Una idea que estructura Roberto López es que la
lucha contra la esclavitud iba contra el modo de producción colonial
y por tanto afectaba profundamente la estructura de poder de los
mantuanos. Así se abrieron dos procesos independentistas con
intereses muy distintos: el de los mantuanos por ejercer la
dominación doméstica y el de los pardos, igualitario y radicalmente
democrático. Pero los acontecimientos de 1814 “casi liquidan,
totalmente, el proyecto independentista mantuano” (p. 37). En
efecto, lo iniciado por Boves echó las bases del igualitarismo
social, dice López, y la tesis que surca su libro es que los blancos
“nunca recuperaron, totalmente, el control de la sociedad
venezolana, como lo habían tenido durante el periodo colonial” (p.
37):
Creemos que
un legado de la independencia ha sido la incapacidad de la burguesía
internacional para consolidar en Venezuela una fracción capaz de
garantizar a mediano y largo plazo el ejercicio de su dominación (p.
65)
Para salvar su proyecto de independencia y
conservar su cabeza sobre el cuello, los mantuanos de manera
consciente o instintiva debieron aliarse a los pardos para controlar
desde una posición de liderazgo el ansia de libertad que clamaban
negros y mestizos. Esto lo comprendió Bolívar y actuó en
consecuencia, a pesar de los reveses que sufrió cuando se dejó
llevar por los prejuicios de clase al mandar a fusilar a los
patriotas Piar y Padilla, salvando al traidor pero blanco, Santander.
Lo determinante es que el encauzamiento de los
pardos y mantuanos en el ejército contra los españoles significó
el fin de la guerra de exterminio contra los blancos, al tiempo que
les permitió a los mantuanos controlar y mantener a raya las
profundas aspiraciones de color y clase. Bolívar, atrayendo al campo
militar el decisivo componente popular, hizo posible ejecutar el
proyecto liberal burgués “que todavía en Europa no había
terminado de implantarse” (p. 42).
Pero en esta lectura a contrapelo del libro de
Roberto López, llegamos a un momento -desde mi punto de vista- que
no comparto: afirma el historiador que Bolívar “dedicó buena
parte de sus últimos años de gobierno a promover la desarticulación
del movimiento popular” (p. 43), lo cual contradice hechos como la
virulencia del partido antibolivariano que se cebó incluso contra su
vida y en especial sobre sus ideas y acciones. Tanto como hay cartas
que hablan de su recelo por la pardocracia, también encontramos
llamados desesperados para que se respetara la palabra empeñada a
los lanceros que regresaron victoriosos de la Campaña del Sur y que
fueron traicionados por Páez y la oligarquía bogotana. De modo que
cuando López refiere la “incapacidad de formular un proyecto
nacional que incorporara a la población mestiza, a los indígenas y
a los negros, que juntos constituían la mayoría abrumadora de la
población” (p. 46) necesariamente habría que considerar la
violenta negativa racista de los mantuanos a que los mestizos y
pardos una vez ganada la guerra tuvieran alguna participación en los
asuntos del gobierno y del Estado o aun poseer tierras. De modo que
resulta injusto decir que Bolívar -quien logró atraer “para su
proyecto independentista los sectores sociales mestizos y a los
propios esclavos” (p. 109)- se dedicó a “desmontar todo el
movimiento de insurgencia popular” (p. 47) precisamente cuando los
intereses de los blancos a los que les interesaba este desmontaje
buscaron y lograron sacar del camino por la muerte o el magnicidio,
al mismo Bolívar y a Sucre.
Intenta López sostener esta idea afirmando que
Zamora no levanta las banderas de Bolívar como sí de alguna manera
las de Boves. No comparto esto, porque si bien líderes naturales de
montoneras fueron Boves y Zamora, Bolívar tuvo necesariamente que
trasmutarse en uno de ellos entregándose en cuerpo y alma a la causa
popular y haciéndose uno con un ejército de desarrapados. Sin un
ejemplo que los encendiera, difícilmente esos hombres y mujeres
hubieran desarrollado la guerra que emprendieron contra el ejército
imperial en campañas que hoy causan pasmo y asombro. Yo creo, como
dice López que “La revolución, la masa popular, sólo puede ser
controlada por individuos que hablen su mismo lenguaje, que provengan
de ese medio” (p. 118). Ciertamente, Bolívar nació mantuano, pero
su conversión en jefe de montoneras y su genio lo llevaron a elevar
una insurrección popular a proyecto sin precedentes en la historia
universal: no un imperio, sino la más grande nación de pueblos
libres.
Apenas a un año de su muerte, en 1831 ocurre una
conspiración de negros. Sir Robert KerPorter afirma en su diario que
los “perpetradores se componen de personas de las clases más bajas
de los esclavos, soldados desbandados, y
siento añadir, desempleados y oficiales desengañados”
(p. 50). Insisto que sería injusto incluir a Bolívar en el mismo
partido de quienes se empeñaron en desengañar a los sobrevivientes
del ejército libertador y en perseguir hasta el exilo y la muerte a
los más destacados del partido bolivariano. Los mismos enemigos que
se encargarían de matar a Zamora para que Falcón y Guzmán Blanco
pudieran conciliar con el enemigo y nuevamente postergar el proyecto
libertario de los pobres y desheredados. En efecto, aunque los
federalistas lograron el triunfo, sin Zamora avanzaron a un pacto
burgués de gobernabilidad que “terminó de controlar el huracán
social que se había iniciado en 1812” (p. 65).
Este control sobre el pueblo se repetirá cada vez
que el pueblo se insurrecciona y para López fue lo que sucedió
cuando Acción Democrática “desarrolló, en su táctica política,
diversas iniciativas que contribuyeron a confiscar la participación
popular a favor del control partidista sobre el movimiento de masas y
las instituciones políticas” (pp. 66-67). De paso afirma que el
“mérito histórico de AD” fue ejecutar el programa de la
federación “en lo que respecta a la instauración de una
democracia liberal burguesa” (p. 68). Más adelante añade que los
revolucionarios de 1958 sacrificaron el movimiento por una lectura
ortodoxa de la tesis seudo marxista de las “etapas” entregando la
institucionalización del país a la burguesía y enajenando la
participación popular delegándola en los partidos del puntofijismo.
De manera lapidaria, afirma:
La
izquierda se convirtió en negociante de los conflictos, en
sublimadora de la lucha de clases, en mecanismo de amortiguamiento
del descontento popular, pasando de críticos rabiosos de la sociedad
capitalista a defensores fervientes de la misma, amoldándose a las
exigencias formales de la democracia burguesa y limitándose a ser
una fuerza electoral más (p. 77)
Pero el 27 de febrero otra vez “el pueblo se
lanzó a la revolución sin avisarles primero a los revolucionarios”
(p. 81) y ya en 1989 para López la izquierda “ya había pasado a
la historia” sin capacidad de incidir en el rumbo de los
acontecimientos políticos (p. 83): “La izquierda venezolana quedó
desde 1989 como artículo de museo” (p. 87).
El “factor pueblo” es vital dice López, para
entender a cabalidad lo que sucede en el país. Su tesis es que es
propio del pueblo venezolano la “insubordinación”. No responde,
dice, a los mecanismos tradicionales “mediante los cuales un
partido conquista el poder político”. Tal vez por eso, aunque el
PSUV sea el partido con más militantes, al mismo tiempo sus
actividades internas sean opacas y desconocidas para la inmensa
mayoría de sus seguidores y votantes. Pero esta falta de
participación, que resulta manejable para el gobierno bolivariano
fomentando o creando ciertas condiciones para el “protagonismo
popular”, podría generar ingobernabilidad en un gobierno de
derecha pro-imperialista (p. 90). Y con visos de muy acertado
prospectivismo, afirma:
Ya en
Venezuela, en abril de 2002 se había demostrado que la burguesía no
lograba hacer consenso para conducir a los organismos militares y
policiales hacia la represión y masacre contra las fuerzas
populares. Pensamos que esa situación sigue prevaleciendo
actualmente y que, por tanto, no existen condiciones internas para
que la Revolución Bolivariana sea aplastada de la forma como lo fue
el gobierno de Allende en Chile. Sólo una intervención militar
extranjera pudiera cambiar esa correlación de fuerzas en lo militar.
Y esa posibilidad no es tan fácil de concretarse. (p. 91)
Estos asertos son asombrosos en el marco de las
muy actuales circunstancias que vive el país, hay sin embargo un
escenario político regional muy distinto al previsto por Roberto
López, las alianzas multilaterales han sufrido bajas en los procesos
de integración, amén del renacimiento del más virulento
neoliberalismo y lo que es peor, del neofascismo. Y, finalmente, el
“factor pueblo” sigue marcando la pauta de los trastornos y
crisis cuando se ausenta. Como trae paz y gobernabilidad con su
“invisible” presencia.
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