El tren pasa primero, de Elena Poniatowska

El tren pasa primero
Elena Poniatowska. Monte Ávila Editores, Caracas. 2007. Pp. 482

José Javier León


¡Qué gloriosa historia la del tren!”


El lenguaje en esta novela es como de agua en curso, en cascada, en río. Escritura que discurre, que levita, que (se) pasea descubriéndonos y gustando (de) las palabras, las propias, las de todos, pero en especial de las propias de México, de su pueblo; que sentimos cerca y hondo como se sienten los arraigos campesinos e indígenas.

Luego de ese primer asombro dulce y envolvente, nos acompaña durante todo el viaje la sabiduría de la resistencia, de la vida a pesar de los pesares: “en medio de mi pobreza sé que si un solo hombre lucha y no se deja morir, la vida vale la pena” (p. 9). “Hay que recomenzar siempre, se gana, se pierde, se gana, se pierde, se vuelve al principio. Mañana habrá que empezar todo de nuevo, nada está fijo, todo cambia, la tierra se mueve, nosotros también, la luz nunca es la misma, todo se va y no regresa, las olas del mar...” (p. 12) “Yo soy mi propio viaje. ¿Será esto buscar la verdad de la vida?” (p. 398). “Imposible desvivir lo vivido, imposible regresar al pasado, imposible ser otro” (p. 480). Y así. Pasajes, momentos de profunda penetración humana que de alguna manera son metáforas de la vida, del viaje, del tren que pasa y se pierde en la lejanía. Sí, porque “partir es morir un poco, el llamado de lo desconocido” (p. 17).

El tren aquí es la vida toda, el “modo de estar sobre la tierra, era su padre muerto, su madre llevándolo de la mano a la estación, el tonelaje de carga de todos sus sentimientos...” (p. 21) Es también de algún modo la forma que tuvieron nuestros pueblos de abrirse a la modernidad contra todas las furias del pasado y sus rémoras. El tren era el progreso, forja humana de hierro y calor, energía y fuerza que movilizaba gentes y mercancías, que atravesaba el país dejando surcos primero en forma de rieles y después en forma de costras. Era el pueblo encontrándose en el trabajo y el crecimiento, en el conocimiento del país desde adentro y para una realidad que se construía palmo a palmo. Era el pueblo también abriéndose a un mundo hecho de redes y relaciones plurales, contra las formas de la opresión que angostan, que secan y hacen prevalecer la muerte y el terror si es necesario para que el dinero no se detenga. Y en la apertura al mundo ancho y ajeno, el pueblo descubre la raíz del proyecto liberal: “la conciencia no surge de la fe sino de la duda” (p. 89)

Al Líder de la modernidad mexicana -Trinidad Pineda Chiñas, homenaje a Demetrio Vallejo, líder del movimiento ferrocarrilero en la década de los 50- lo amamantan las mujeres de la tierra y se erige a la luz de un quinqué atraído por la fascinación de las palabras y las letras, por “la vida misteriosa producida por hombres sin voz ni rostro que se comunican por medio de sonidos exactos casi imperceptibles”, los telegrafistas, los “chícharos” porque suenan como chicharras, y su lenguaje morse “tat, tat, tat” “durante kilómetros de espacio y de luz” (p. 356). Pero “Tampoco sus ganancias como chícharo alcanzan para escapar de su pueblo, pero encuentra otra forma de salir: leer los periódicos que llegan a la estación” (p. 357). Es el hombre pequeño que se va haciendo (porque “Actuar es cambiarse a sí mismo...”, p. 373) del tamaño de su pueblo y se convierte en expresión de todo un país en el que se conjugan las reivindicaciones profundas con marcos ideológicos -marxismo y comunismo pero más allá del miedo al poder de los petit comités y sus burocracias acomodaticias- que comienzan a enfrentar al capital y sus terribles formas de desigualdad, fábricas inmensas de pobreza y criba de groseros y particulares enriquecimientos.

La modernidad vista desde los trabajadores y trabajadoras, desde los campesinos y en general desde los más humildes se enfrenta a la construcción urbana y ciudadana del capital. El tren era puja extranjera que coincidió con las fuerzas internas del país y se encontró en la elaboración entre conjunta y contradictoria de un modo -un modelo- de concebirlo y refundarlo. El tren vino de afuera (“La mayoría de los empresarios eran prestanombres de transnacionales, vendían al país y para ello viajaban a Estados Unidos y a Europa”, p. 83; “Total que el sistema ferrocarrilero se construyó para responder a la exigencia de materias primas del mercado internacional y fue un enorme negocio para transnacionales y empresarios”, p. 99) pero se clavó en la tierra y en su gente, se hizo uno con el pueblo que lo echó a andar y que luchó con su vida para defenderlo en su forma de hacer nacer la nación. Fue extranjero y se hizo demasiado propio. Esa aventura la narra sueño a sueño, esperanza a esperanza, conflicto a conflicto Elena Poniatowska en su novela, ganadora en 2007 del Premio Rómulo Gallegos.

Pintor: José Guadalupe Posada
Nuestros países se hicieron modernos a imagen y semejanza del proyecto de desarrollo levantado a partir de los intereses del capital. “Mientras el gobierno se jactaba de su estabilidad y presumía ser la onceava economía mundial, México era uno de los países con más hambre en América Latina” (p. 106). Y con el tren y la prensa, vinieron la política y sus redes (¿sus rieles?), “las complicidades y los sobreentendidos” (p. 35), lo aparente y lo que se esconde, donde la intuición reina y la audacia, la paciencia, la oportunidad, se imponen: “aflojar o apretar en determinado momento, ceder para ganar posteriormente, buscar resquicios por donde meterse” (p. 84). Y en sus intersticios, la emergencia de los líderes, de los hombres y mujeres que se levantan reconfigurados por aspirar a una vida digna para todos y todas, los invisibles.

Descubrimos con Poniatowska que los liderazgos verdaderos, como el de Trinidad Pineda Chiñas, nacen al calor de la tierra y son capaces de llevar la lucha por las reivindicaciones sociales a zonas que quedan fuera del alcance de quienes detentan el poder sólo para amasar dinero. Frente al líder y su contextura y complejidad humana los poderosos regresan medrosos “a algo perdido en la infancia” (p. 48). Además, el líder lo es porque son muchos: “¿Qué irán a hacer los políticos y los empresarios con nosotros? Somos muchos” (pp. 69-70), dice Bárbara, sobrina del Líder Trinidad “Asida a su mano como la miseria al mundo” (p 359), nervio vertical sensual y erótico (poso de lujuria, donde reverberan el tabú y el incesto: “Era su creación, tío y amante, y la devolvía al sueño de su niñez” p. 479), Bárbara sirve de puente o escalón entre el mundo campesino y olvidado pero llevado más allá por el tren, que es Trinidad (¿Trenidad?), y el futuro sin tren de las ciudades esclavas de los automóviles y los camiones de carga.

Los líderes (venidos de tierra adentro) hacen emerger las fuerzas primordiales, lo sagrado, lo que remite a la infancia, a los padres… Pero la novela de Poniatowska nos dice que de las honduras de la vida, del lenguaje, de la tierra, proviene lo amasado con barro primordial y tiempo. Cuando Bárbara oye “la idioma” de las rancheras mixes se entra “a un espacio antiguo, a algo que ella tenía adentro, quizá al hueco de su orfandad, a esa gruta oscura, el sepulcro de su madre. ‘También ese es mi idioma’” (p. 366), decía.

El tren era/es una forma de la soledad… “las ventanillas enmarcadas por cortinas también de terciopelo convertían al viajero en observador del paisaje pero también de su propia alma...” (p. 144) como de alguna manera también la contempló y se contempló a sí mismo el niño Fernando del Paso que nació en los furgones abandonados y ya sin ruedas, “a horcajadas sobre alguna cerca”, en silencio, “absorto ante el paso del tren” (pp297-298). Soledad, tiempo, silencio y distancia, ingredientes entre otros para que en diversos momentos el lenguaje absorba y se abra a la noche. Leamos este pasaje, dormitando:

Rosa se despide como quien va de la oscuridad a la luz; el departamento materno tiene el olor rutinario de la desesperanza. Ella se va al sur como las aves. Tomará una carretera que serpentea y abrirá grande la ventanilla para que entren aires cada vez más calientes. Rosa vive en función de Trinidad; la existencia junto a su madre es la muerte, el lamento, el lugar común repetido hasta el cansancio, la mezquindad sin más blancura que el tragaluz del edificio: ‘Yo ya no soy de aquí, mamá’ le dijo un día abriendo sus grandes ojos. ¿Para qué contarle de los girasoles en los minúsculos jardines, de las casetas de vigilancia enclavadas en el llano, del tren que va pasando como la vida misma y las hileras de gorriones en los cables que lo acompañan hasta que cae la noche y las luciérnagas relevan a los pájaros?” (pp. 299-300)

¿Y quién es Rosa? Una de tantas de las parejas de Trinidad, una que conoció en la cárcel y que lo acompañó cuando salió en libertad y que en el arrebato dejó a sus hijas con la abuela para irse tras él, el Líder y su Lucha. Trinidad parecía no tener vida personal sino fuerzas sacadas de quién sabe dónde para organizar a los sindicatos y pelear por los derechos de todos los trabajadores. Enjuto y consumido por las huelgas de hambre, la tortura y la mucha cárcel, Trinidad se entregó y consumió por los pobres, por los desheredados de un México profundo y violento. “Si el poder de los caciques del siglo XVI era absoluto, el de los caciques del siglo XX no se quedaba atrás (…) En los dominios de los hacendados y los políticos la crueldad y la inmoralidad eran moneda de todos los días” (p. 425).

Uno con la lucha, las mujeres eran pa(i)sajes momentáneos, transitorios. Lo único permanente era la omnipresente lucha. (...¡Y Bárbara!): “La lucha, la locomotora y Bárbara, ésas eran las constantes de su vida...” (p. 472). “Tú, Bárbara, has sido mi música de fondo” (p. 478)

Y de noche, un amor carnal que demolía los sinsabores acumulados del día. El problema, desde una perspectiva terriblemente machista, eran las barrigas de Sara -la madre de sus hijos-, la maestra que le entregó toda su inteligencia y vigor a un Trinidad que dejó de verla hijo tras hijo hasta golpearla: “Verla encinta lo disgustaba y la inconsciente iba de embarazo en embarazo” (p. 447), como si los hiciera sola, como si él no participara. Sara, mientras tanto “Se hizo de muy pocas palabras, apenas las suficientes, y ni siquiera se dio cuenta de su silencio (…) Trinidad me parte la noche, me parte la vida, me parte la madre” (p. 451)

Un Líder, le/se decía Trinidad “no tiene vida personal, un líder no tiene vida familiar” (p. 452). Un Líder que todo lo hacía con el diálogo “¿Era eso la política? Palabras” (p. 87) pero en el hogar imponía el silencio vacío, sin sujeto, abstracto, incluso el grito sordo de los golpes: “¡Qué buena madre era Sara! ¡Híjole qué pésimo padre, Trinidad!” (p. 456). “’He sido un mal padre’. ‘La única con la que realmente he hablado ha sido con la locomotora’” (p. 479), decía, y el peso de las contradicciones cimbran un cuerpo entregado en alma a la Lucha mientras que de su persona no va quedando nada, hasta desaparecer.

La negación del yo lleva a la pérdida de la obra personal” (p. 100) dice Saturnino, de profundis.






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