Por
José Javier León
joseleon1971@gmail.com
La campaña electoral pasada me mantuvo un tanto pensativo. Intenté reflexionar sobre qué significa militar en un partido, en el caso venezolano y chavismo mediante. Dejé para escribir este comentario pasados los comicios porque no quería que quedara vinculado a la diatriba, al contrario que me ayudara a entender mejor la cuestión planteada y, de pronto, dilucidarlo para tí, que me lees.
El punto es que hay al menos dos escenarios bien distintos, el político y el electoral. Pienso la política en su dimensión más amplia, en el hacer ciudadano, en la vida en sociedad y en comunidad. En ese sentido, todo lo que hacemos para establecer lazos de vida común con nuestros semejantes, es política. Muy distinto es si pensamos en las elecciones, ese momento y lo que lo antecede, en especial la campaña, donde se observan una serie de acciones que buscan captar y capturar como sea, y sobre todo de manera superficial el voto, la elección de los electores y las electoras, personas adultas en principio, pero que terminan actuando volubles como niños.
Si en la política se construye, en lo electoral, en cambio, hay como una suerte de parálisis o detención, tal como sucede en las fiestas. El tiempo se detiene y todo sucede de otra manera, como en otro orden de las cosas, como en otra dimensión. Los seres humanos adquieren en campaña otra naturaleza, desafían la gravedad, la enfermedad, el frío, la intemperie. Tienen otra piel y la cara se torna inexpresiva de tanto tener siempre la misma expresión.
Pasada la fiesta, se vuelve a la realidad, a la cotidianidad. Otra vez llega el momento de poner los pies sobre la tierra y de construir. Hay políticos que se mantienen siempre en campaña, de modo que en verdad nunca construyen, nunca trabajan, siempre están como posando para una cámara que los puede sorprender en un gesto que acabe con la imagen que tanta pantalla les ha costado construir.
Creo entonces que me he aclarado el punto de por qué son tan distintos los momentos electorales -esa fiesta que reviste la condición de instante que no pasa- y los políticos, sociales y comunitarios, llenos de tiempo que pasa y transforma. Lo electoral, insisto, es ahistórico. Lo político es vida cargada de historia.
En nuestro país, pero supongo debe suceder en muchos si no en todos, los dos ámbitos se confunden con harta frecuencia y facilidad. Creo en muchos casos que los actores -electorales y políticos- ni cuenta se dan. Con algo de paradójico, hace falta formación política para ver que lo electoral no es estrictamente político y que lo político no es exactamente electoral, tanto como la fiesta es una disrupción de la vida y no la vida.
Esta distinción se refleja también, así lo creo, en lo ideológico. Fíjense en lo siguiente: en la fiesta lo ideológico se borra o se confunde. En toda fiesta hay ribetes carnavalescos, de modo que muchos sentidos se invierten o dislocan. En las fiestas las ideologías se desvanecen, la risa perturba, corroe y desquicia. El que no se ríe, pierde.
Nadie en una fiesta puede presumir de principios firmes como piedras, porque sencillamente no es el momento de manifestarlos, expresarlos o sentirlos. Muy al contrario es lo que sucede en la cotidianidad de la vida, en la que prácticamente no podemos avanzar un paso sin recurrir a lo que pensamos o creemos sobre la vida o la existencia, a riesgo de pisar mal o en falso. Lo ideológico se expresa en el hacer, como la verdad de una teoría se prueba en la praxis.
Pues bien, en la vida política, el ser se afirma en convicciones que se fortalecen con la experiencia. En la fiesta, las convicciones se diluyen y las experiencias tienen el espesor de lo efímero. Por eso, un candidato electoral come, duerme, se viste, saluda, como nunca antes lo había hecho y como muy probablemente, no lo vuelva a hacer jamás.
Hay partidos con fuerza ideológica que por supuesto no ganan elecciones o suman muy pocos adeptos. Como hay partidos que sólo cobran vida en elecciones. Entre ambos extremos, está la vida, la construcción cotidiana y colectiva.
La revolución bolivariana como todos sabemos ha avanzado en lo político a fuerza de elecciones. Ha construido porque ha logrado vencer electoralmente, para ello, para vencer, ha recurrido a lo propio de lo electoral, no una sino cada vez que ha ido a elecciones. Después de ganar, o perder, ha vuelto al terreno de la cotidianidad, a construir.
Como en las comunidades indígenas o campesinas, llegada la fiesta de la cosecha, la vida se interrumpe y el tiempo se detiene. Así, la revolución se paraliza en el instante festivo de las elecciones para celebrar la abundancia, el exceso. Las elecciones tienen de telúrico lo que conecta a la tierra con el cielo.
Por otro lado, y ya para cerrar, lo ideológico debe expresarse en la praxis, de lo contrario se confundirá con el tiempo extático de la fiesta electoral. Si la ideología no se convierte en acción y transformación, discurre sólo en lo eidético, en una suerte de espacio circular o ritornello parecido a la fiesta pero sin el sentido sagrado de disrupción de la vida, más bien una suerte de no-realidad, espúrea, paralela, sin vitalidad.
Las ideologías sin praxis no ganan elecciones y los partidos sin ideología se alejan irremediablemente de la realidad.
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