Prólogo
a
LOS AMOS DEL DEPORTE EN LA GLOBALIZACIÓN
De Eloy Altuve
Mejía
Por
Acaso sea el
deporte la última religión cuyos dioses siguen intactos. No debe quedar nada
parecido en el mundo de los mitos y las creencias, ni por la cantidad ni por la
calidad de los feligreses. En esta religión no hay un único dios sino muchos,
en todo caso un cielo constelado de estrellas fugaces. Los sacerdotes mutan,
las heterodoxias no afectan la calidad ni la intensidad de la fe, nada empaña
ni cuestiona la verdad revelada. Los templos, Mecas descentralizadas, fijas o
transitorias en cualquier rincón del planeta, son cada vez más y mejor
refaccionados, con el fin de que la populosa cantidad de peregrinos pueda gozar
del espectáculo, gozo que procuran con sus correrías en pos de los eventos
(Mundiales) que les confieren sentido a sus vidas y que, con entrega total y
sin exigir nada a cambio salvo los beneficios de la veleidosa fortuna, donan a
los innumerables seguidores que virtualmente los acompañan a través de los
medios, la televisión, las revistas, el internet, los calendarios, las gorras,
las franelas, los álbumes… Las barajitas de Panini finalmente, son sin duda las
cerezas del colosal pastel de las ganancias.
Las metáforas
religiosas son muy útiles, a la hora de explicar dispensan conceptos absolutos con
los cuales podemos dimensionar los mortales asuntos humanos. Decir que el
deporte es una religión nos ahorra justificar la absoluta alienación mundial a
la que nos someten, no sólo los diversos torneos nacionales e internacionales (cuando
nos conectan con lo arbitrario sin preguntas ni respuestas, abandonándonos con
la muchedumbre al interior sin grietas de un universo gratuito, espontáneo, que
existe más allá de nosotros, pero sobre todo incuestionable, al que nos podemos
dirigir sin embargo con loas in/directas: gritos, aupamientos, lágrimas que
dedicamos a «nuestro equipo», al que acompañamos en las buenas y en las malas y
a cuyos miembros –algunos más que otros, ciertamente- reverenciamos como a deidades
encarnadas); sino especialmente, con una densidad asfixiante e imperceptible, la
atmósfera con ribetes fundamentalistas
–cuando no cuasi fascistas- del «estilo de vida saludable» que ha subsumido –devorado
y controlado- nuestra cotidianidad y nuestros deseos, nuestros cuerpos y nuestras
mentes. Corpore y mens arrobados por un dios celoso,
dispendioso, arrogante, al cual sacrificamos nuestros mejores esfuerzo y tiempo
en el ara de los spa, clínicas e incontables centros de masajes, dietas y reconstrucción
y refinamiento estético, sin contar las presiones sociales para los ejercicios
en casa con dispositivos comprados ¡ya!, las caminatas de sólo media hora y la
ingesta de un sinfín de productos ligt.
Lo que hace Eloy
Altuve, sociólogo, profesor de la Universidad del Zulia, es despejar la niebla y
permitirnos ver lo que se esconde: un gigantesco negocio trasnacional, un
imperio de dinero controlado por las corporaciones y Estados súper poderosos,
en realidad el cuarto negocio («lícito) detrás del petróleo, las comunicaciones
y los vehículos. Estamos ante la presencia de un «vasto complejo industrial,
altamente monopólico y con el mundo entero como su área de influencia». No más la FIFA, dice Altuve, ha llegado
a tener más países afiliados que la
ONU, aparte de que «dirige y controla el futbol (el ‘deporte
rey’) como un perfecto Vaticano».
El planeta pues, está
«afectado por la lógica y la dinámica deportiva». ¿Por qué no es mayor, me
pregunto, la suspicacia, y muy al contrario, por qué se festeja la contratación
por la Williams de Pastor Maldonado y el aporte de PDVSA,
por confesados 15 millones de euros, siendo que por sólo citar una cifra la F1 en uno de los capítulos del
Gran Prix de Mónaco, tras una modesta contribución de 7 millones obtuvo unas
ganancias del 1.714 %? Con la movilización de 2 millardos de dólares «la Fórmula Uno es de los
negocios deportivos más rentables del mundo».
Se festeja y nadie
se pregunta ¿por qué (de todos modos esto no está a la vista lo mismo que la
realidad productiva del capitalismo financiero se esconde en los infiernos del
trabajo en condiciones de esclavitud de la maquilas y las Zonas Procesadoras de
Exportación) los pilotos más encumbrados ponen sus dineros en paraísos fiscales
para evadir impuestos?
¿Por qué –insisto- no
nos preocupa, que tras la lluvia de champaña y chicas enfundadas en trajes de
plástico, se escondan oscuros intereses, como por ejemplo la donación de un
millón de libras que el zar del automovilismo, Bernie Ecclestone, dio a la
campaña de Tony Blair a cambio de que éste permitiera la publicidad del tabaco?,
lo que llevó al ex primer ministro a pedir disculpas y a negar –con la misma
moral, imaginamos, con la que afirmó la existencia de armas de destrucción
masiva en Irak y avaló la destrucción de un país y el genocidio- que la exención
del tabaco, el millón y su promoción política tuvieran alguna relación.
Igualmente, los
fanáticos de la «Vinotinto» nos complacemos con el diseño de la camiseta por
Adidas, lo que significa y revela –como nos lo permite entender Altuve- que el
futbol venezolano está supeditado a la trasnacional del deporte, que así
mantiene cautivo, sin ojerizas ni protestas, al novel mercado venezolano.
En cuanto al
béisbol, el aguafiestas afirma: «la organización y funcionamiento del béisbol
profesional de Venezuela, República Dominicana, Puerto Rico y México está
internamente ligado y depende del béisbol profesional estadounidense, es un
negocio, continúa diciendo, vinculado y dependiente de los Estados Unidos».
Existió un momento
en el que descubrir el entramado sobre el que se sostienen los dioses significó
no sólo heterodoxia sino herejía. Con la religión del deporte puede pasar algo
parecido, sólo que los efectos de la secularización son favorables para la
investigación soportada en cifras y argumentos. Con todo, los saludables
efectos de la desmitificación están lejos de ser masivos, y creo con sobrada
razón que la extensión y profundidad de la alienación deportiva hace que libros
como el de Altuve pasen desapercibidos. Cuanto haga probablemente no convoque
ninguna Inquisición.
Lo cierto sí, es
que las empresas trasnacionales que operan detrás de los espectáculos deportivos
seguirán de su cuenta ante desguarnecidos Estados sin posibilidad de anteponer
la razón (bastaría el mero sentido común) a las presiones irracionales del
sistema internacional que rige el Deporte que no sólo deforma la naturaleza,
sino que impone dicha deformación hasta el punto de erigirla como el non plus ultra de la condición humana. Inversión
que, sin embargo queda santificada y reverenciada sin distingos tanto por
izquierdas como derechas. ¿Los resultados positivos no los usa Cuba por ejemplo,
para exhibir ante la hipócrita «comunidad internacional» sus índices de desarrollo humano, propios del primer mundo sólo que en un contexto de bloqueo
económico y terribles precariedades? El mundo se rinde a los pies de las
trasnacionales del deporte, luciendo una estulticia que sólo tiene parangón en
los tiempos más obtusos del Medioevo.
Y como toda
religión, ésta también ofrece su cielo de salvación: «el tránsito a la
felicidad no está tan lejos, ironiza Altuve, se logrará en la medida que el
resto de la sociedad se parezca cada vez más al deporte».
La alienación
deportiva, en términos sociopolíticos, sólo es comparable a la absolutización
del capitalismo. Ciertamente, parecen inconcebibles otros modos de producción
no capitalistas, y la real politik
viene cada tanto a poner los puntos sobre las íes. Ahora bien, el deporte goza
de pareja incuestionabilidad, así como comparte la naturalización del paradigma
de la sociedad capitalista industrial que unifica
«rendimiento-productividad-rentabilidad-progreso lineal e infinito».
De la guerra y la
diferenciación «propia de la sociedad esclavista» proviene la noción de deporte
(y democracia) de la
Antigüedad griega, la misma que estableció la figura del
ciudadano atleta y guerrero. La sociedad funcionó «perfectamente 1.503 años sin
deporte», explica Altuve, para reaparecer superado el feudalismo con el
capitalismo industrial, que desde entonces traza un puente con la creación de
los Juegos Olímpicos como parte de la misma tradición que llevó a Europa a creerse
heredera directa de Grecia y Roma, invento ideológico, romántico alemán de
fines del siglo XVIII, precisa Enrique Dussel, sobre el que se irguió el
«modelo ario», racista.
El deporte como
«esfera de poder» nace finalmente con los auspicios del Estado-nación moderno
que sienta las bases de la religión secular que pone a las máquinas por encima
de todo, a la razón y los conocimientos, separados y extraños, por encima de la
sociedad y con vistas a aplastarla aplanándola
(con los planes y proyectos del Estado/Mercado), lo mismo que busca hacer del
cuerpo humano una máquina. El rendimiento quedará vinculado a los procesos de
maquinización, al tiempo que se buscará por todos los medios erradicar el «error
humano», el cansancio, la distracción, la volubilidad, la libertad. Todo el
cuerpo del competidor, señala Altuve «está sometido y orientado por rigurosos
criterios científico-tecnológicos». Se empeñará la modernidad en la conquista
de un ser humano que no sea, no actúe, no piense ni sueñe como humano. El
deporte colocará en su punto más alto esta baliza insensata.
Tanto como el uso
de diversas drogas (estimulantes, energizantes, antidepresivos) es exigente
para no sucumbir al ritmo de las grandes capitales, del mismo modo el doping
compensa las fallas, la lentitud de la naturaleza humana, incapaz de seguirle
los pasos a la velocidad que impone la espectacularización de los récords y las
marcas. Los ritmos humanos son los de la naturaleza, alterarlos, acelerarlos,
no produce más que una alteración y un aceleramiento caótico que hoy pone a la
especie al borde de la extinción. La crisis de los alimentos, como la crisis
hídrica o energética, no es sino el preámbulo del colapso de la biomasa (pese a
las infaustas estadísticas la F1
–la metáfora deportiva culminante de una civilización sacrificada a la energía
fósil- ya tiene los derechos televisivos asegurados ¡por 100 años!, la ¡joya de
la corona!, afirma Altuve), pero si esto lo hemos comenzado a vislumbrar, si las
olas de la conciencia ecológica ya alcanzan digamos a una parte estimable de la
humanidad, no ha llegado tan lejos como para advertir en la retórica deportiva
los mismos impulsos y las mismas demandas de una humanidad imposible.
Nos parece natural
que la estrategia nutricional de los deportistas comience «con el pinchazo de
un dedo en el laboratorio»; que se aumente con dispositivos y sustancias
extrañas la capacidad y la resistencia de los atletas, como sucede con un
«expansor de la sangre» sustituto de los glóbulos rojos, un plasma sintético
indetectable y experimental, que lleva oxígeno adicional» a los músculos; que se
modifique la constitución genética de los atletas. Hemos aceptado, en fin, en
tiempos de globalización que el doping sea «intrínseco al deporte».
Por el culto al
deporte de alto rendimiento hemos aceptado sin remilgos la ingeniería genética,
la nanotecnología, la quimiquización. Igual como el cuerpo no ha podido soportar
los embates de la trepidante vida moderna trastocada en todos sus ritmos por la
industrialización y los modos de vida urbanos, cuando el ser humano tenía
milenios viviendo y consumiendo energía a un ritmo que permitía equilibrar la
relación de la naturaleza y las civilizaciones (antes de que se impusiera al
globo esta voraz occidentalización), hoy se enfrenta a los «límites del
crecimiento». El cuerpo como el planeta no da para más. Exigido hasta un
extremo intolerable hemos visto cómo algunos atletas –futbolistas, velocistas,
nadadores- sucumben -¿no les parece que paradójicamente?- a un paro cardíaco, igual
como sucedería con el mundo ante el inminente infarto acuífero-energético.
La aceleración de
los procesos vitales acelera la muerte. Hay una estrecha relación (invisible para el capitalismo inmoral experto
en el double-think, técnica del
pensamiento que George Orwel definió como «el acto de sostener simultáneamente
dos creencias mutuamente contradictorias mientras [el sujeto] se engaña
fervientemente a sí mismo para creer en ambas») entre las vacas que se comen a
sí mismas y enloquecen, y las máquinas que hoy se mueven con cereales. A la
tonificación de los músculos producto de horas interminables de gimnasios y
dietas estrictas, cumplidas por gente tan harta que se da el lujo de no comer (lo
que nos conduce a la constatación de que, como en la antigüedad, el deporte
sólo es concebible en una sociedad esclavista, radicalmente desigual y con una
marcada división del trabajo), le sucede la tonificación con bótox o silicona,
suerte de «democratización» enfermiza del cuerpo atlético.
El mundo está
invertido pero sobre todo fuera de quicio. La vida moderna se refleja en el
deporte como en un espejo distorsionado. Si vivimos como nos lo exige el deporte
(y nos lo sugiere la caja de maíz y trigo tostados y los empaques de leche
descremada…) tal vez seamos atletas (aunque
por cierto, hoy es imposible ser «atletas, ciudadanos y guerreros» como el kalos kai agazos griego, impuesto como
está el «consumo» como carta de ciudadanía, de modo que sólo los incluidos pueden
consumir y por lo mismo existir tanto como sólo los atletas ricos –id est de países ricos- pueden pagar el
antidoping…) Definitivamente, aunque atletas –y a la vista está que atletas de
verdad sólo son una ínfima y efímera minoría-, al resto de los mortales nos
está restringido el derecho a ser simples (lentos y naturales) seres humanos.
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