De
Al margen (2001)
César Seco refiere en su libro Árbol sorprendido, su trato con la epilepsia. El comentario que sigue sólo busca hacer énfasis en tal relación.
1
Hoy escribo desde otro lado,
muerdo mi lengua.
La poesía nos habla con los restos, con los escombros del idioma. Se alimenta en los botaderos del sentido, allí donde el habla y la escritura cotidiana tiran lo que ya han dejado o no usan o no quieren usar. Lo que nos dice nos sorprende como lo hace la silla rota que
vimos alejarse en el camión del aseo y que, sin otra explicación que el
hecho incontrovertible de que se encuentra (de nuevo) en mitad de la
sala, parece reclamarnos su presencia, acaso nos habla de la poca
importancia que le dimos, de lo que hubiésemos perdido de perderla, de
la falta que hace. A veces aparece, pero no la silla sino su ausencia,
de pronto sentimos la terrible ausencia de algo que nos acompañó en la
fatiga de los días, de algo que era, que se había constituido en parte
íntima de la casa, en un miembro más. Sin embargo, sabemos que resulta
siempre difícil deshacernos de una silla antigua, heredada. Podemos
relegarla a un cuarto oscuro, porque está muy gastada y no hace juego
con los muebles recién adquiridos. Eso es también un modo de botar la
silla, de deshacernos de ella. En otros casos, se conserva como un
trasto raro, de museo, una silla que ya no es para sentarse, que ya no
es una silla.
La poesía trabaja con eso que cotidianamente expulsamos, con el sentido relegado de las cosas, de las palabras. La poesía no es novedosa, incansablemente pule los trastos viejos, los repara, les devuelve el brillo, se esfuerza porque vuelvan (con nosotros) al curso ordinario de los días.
El poeta habla de y desde ese sitio al que ha sido expulsado con su única pertenencia: el ruinoso sentido de las palabras. Allí muerde su lengua, que es como decir las palabras y como decir su idioma. Mientras todos hablan, el poeta muerde su lengua, se calla dolorosamente, grita. Por morder su lengua que es como decir las palabras es que salta al otro lado, allí donde su dolor cobra cuerpo. El poeta muerde su lengua, fatalmente la muerde para poder tragarla, pero también para que bote el jugo, para saborearla, para saber a qué sabe, para saber que sabe. Todos tragan entero, el poeta mastica, muerde las palabras. Todos (se) pierden el sabor, lo pierden que es como decir que lo botan, que sería decir que no lo usan y también, por defecto, que no lo conocen, que no saben y no pueden reconocer (por desabridos, por insípidos) el sabor de las palabras, que es como decir que no gustan del idioma. El poeta, silenciosamente, en secreto, se apodera de los desechos, los hace suyos; son ahora su lengua, la otra.
2
Caí cuando estaba jugando
A esta hora llega la bestia con su espuma.
Estoy orando a ver si-se detiene.
Estoy tranquilo.
La caída, esa reminiscencia sagrada, nos condenó al desierto. Desierto que poblamos con palabras que intentan cerrar la herida, acortar, borrar la distancia. El enfermo sabe que Dios lo mira. 6.0 sabe porque le duele el cuerpo, porque padece. El enfermo se acuerda de los momentos de salud, ese paraíso. En los raros momentos -siempre raros y también críticos- en los que el dolor se aleja, (el enfermo sabe que no está curado, que el dolor está allí «como un hacha en la sombra») el enfermo se entrega a la vida, vive, pero tenso. Con el enfermo -podemos decir con Kafka- «ocurre lo mismo que ocurre en las profundidades del mar: no hay un solo punto que no esté sometido a grandes presiones». Pero eso que es una fatalidad es también un privilegio: «... cualquier otra vida es una ignominia y me provoca náuseas». El enfermo se sabe «tocado por la gracia», la enfermedad lo arroja al umbral, y desde allí atisba el Paraíso, sólo le basta para alcanzarlo ser tocado por esa gracia absoluta que es como la muerte o el éxtasis. Sus palabras tienen algo de Job, de queja resignada, de «muero porque no muero». Sólo el enfermo puede ver el paraíso. Sólo el enfermo sabe que cayó. La herida, la distancia que lo separa del Paraíso, es la distancia y la herida que lacera su carne, que lastima su cuerpo. Sólo el enfermo conoce, sabe, tiene cuerpo. Las palabras que le salen brotan de las heridas, por las heridas. No es él quien habla, sino lo que puede, lo que logra salir de su boca semejante al grito, al quejido, al susurro, a la queja. Sus palabras son más necesarias para él que para los demás. Los demás lo oyen, pero con fastidio. Es que el moribundo es un fastidio. Si se lo escucha se lo escucha por temor, o porque no perdemos nada. Cuando el moribundo habla, como es siempre lo último, porque ya no tiene más tiempo, lo que diga, todo cuanto diga, lo que sea, tiene la naturaleza del rezo, de la plegaria, de la oración. «Suenan las palabras feas salidas de su boca. Verbos suyos de sangre y de saliva». Si pide agua en la agonía es menos para calmar la sed que para mitigar la muerte que lo abrasa. Pero esa agua que lo calma es inmunda, es vinagre, viene de la muerte, esa agua es ya un poco la muerte, esa calma absoluta. El moribundo, entonces, descansa. La oración actúa como el agua, como los aceites de la extrema unción. Pero la oración como la escritura no es alivio. Sólo trae la calma. La oración lo calma como el agua. El moribundo ya puede esperar, su cuerpo comienza a aflojarse, siente venir, pero ya está tranquilo, el último estertor, la bestia que trae la espuma, la niebla, la nada.
3
Así como está
Con una migaja de cielo
Así no lo quiere nadie
Vivo aún
No lo quiere nadie.
El enfermo lleva una marca que lo convierte en un extraño, no es igual a los otros, algo pasó o pasa en él que lo hace distinto, peligroso, que lo pone en peligro. El enfermo es un acento de la peste. Rehuimos la mirada del enfermo. El enfermo ya no tiene nada que perder, ya no vive, la enfermedad vive en él. Vive para la enfermedad. Le tememos a la enfermedad ya lo que el enfermo dice. Como ya no tiene nada que perder dice la verdad, se confiesa, nos confiesa. Abandona la doblez que nos rige en la sociedad, ya no necesita parecer esto o aquello, no requiere que los demás lo tomen por esto o por aquello, ya no actúa, ya no miente, la enfermedad lo ha despojado de la máscara, de su persona. Ya no es una persona, es un cuerpo que padece; la enfermedad lo vive y lo justifica. El enfermo se abandona, no opone, ya no puede oponer resistencia, la enfermedad actúa por él, ella se mueve y lo mueve. El enfermo sólo sabe que de un momento a otro el cielo se le abrirá en la cabeza.
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