16/03/2014
En enero escribí un texto
titulado El racismo, raíz de la violencia
en el que sostenía que «el capitalismo no
es un sistema económico». Desde una definición de economía – decía
entonces- «que no tuerza las leyes de la vida, el capitalismo es
anti-económico: destruye las bases de su propia existencia, corta la rama sobre
la que está sentado. Con otras palabras, el capitalismo para poder existir
necesita destruir y el éxito, la culminación de su proyecto es la destrucción
total, la consumación por la vía del agotamiento de los recursos, del capital
natural. Ello incluye la destrucción obviamente de los seres humanos.»
Esto lo recordé revisando el
libro de Bolívar Echeverría, Modernidad y
blanquitud (Ediciones Era, México D.F., 2010) con el propósito de escribir
una breve nota que sacara a relucir algunas afirmaciones que el filósofo
ecuatoriano –por cierto recientemente fallecido- con lucidez tremenda, hiciera
sobre los fundamentos del capitalismo y que hoy, en nuestra actualidad
venezolana, esclarecen ciertas actitudes y comportamientos provenientes de
sectores de la población antichavista.
Dice Echevarría que la blanquitud no es la blancura, sino que
se trata de una «consistencia identitaria» que tiene como objetivo ocupar la
ausencia de concreción real de la modernidad establecida. Es decir, si la
modernidad dada necesita una identidad,
esta se la da la blanquitud (10), «la
pseudo concreción del homo capitalisticus»,
que incluye «sin duda, por necesidades de coyuntura histórica, ciertos rasgos
étnicos de la blancura del ‘hombre blanco’» (11).
Max Weber, dice Echeverría, planteaba
la existencia de un «racismo constitutivo de la modernidad capitalista» (58),
un «tipo de ser humano que se ha construido para satisfacer al ‘espíritu del
capitalismo’ e interiorizar plenamente la solicitud de comportamiento que viene
con él» (58). De donde el ser auténticamente moderno exige entre sus
«determinaciones esenciales el pertenecer de alguna manera o en cierta medida a
la raza blanca y consecuentemente a relegar en principio al ámbito impreciso de
lo pre, anti o lo no-moderno (no humano) a todos los individuos, singulares o
colectivos, que fueran ‘de color’ o simplemente ajenos, ‘no occidentales’»
(61).
Cuando observamos la
violencia de la prensa nacional e internacional, y de los voceros políticos de
la derecha y en consecuencia, de la masa de «opositores» más recalcitrantes,
reconocemos claramente los elementos destacados por Echeverría: los chavistas (individualmente
o en colectivo) no somos capitalistas y por tanto no somos modernos, sino anti
o pre modernos. Grave es que ese racismo étnico de la blancura «se encuentra
–dice Echeverría- siempre listo a retomar
su protagonismo tendencialmente discriminador del otro, siempre dispuesto a
reavivar su programa genocida» (67).
Debemos recordar lo que
sucedió el 15 de abril del 2013, cuando los ataques racistas a las
instituciones y a los chavistas mismos, se activaron en un caldo de cultivo de
violencia y frustración por la derrota, adobada por el escaso margen y
catapultada además sobre la tristeza que llevó al chavismo a participar y ganar
«heroicamente» en unas elecciones en las que jamás hubiéramos querido
participar. A una orden, el racismo se activó y arremetió contra el chavismo
pre-moderno, anti-capitalista y no-blanco, independientemente de que los
ataques sucedieran en cualquier zona del país, incluso en zonas populares, pues
la blanquitud es sobre todo identificación, asunción de una fenomenología
social, que puede en su momento coincidir con la blancura pero que siempre
coincide con la «visibilidad de la identidad ética capitalista» (63). En
efecto, las acciones racistas propiamente blancas
se registrarán un año después, a partir del 12 de febrero del corriente.
En este contexto resulta
interesante lo que sigue: esta violencia es típica del Estado capitalista
cuando entra en «situaciones de recomposición de su soberanía» y se ve
«obligado a reestructurar y redefinir la identidad nacional que imprime a las
poblaciones sobre las que se asienta». Cuando ello ocurre, la definición de la blanquitud retorna «al fundamentalismo»
y resucita «a la blancura étnica como prueba indispensable de la obediencia al
‘espíritu del capitalismo’, como señal de humanidad y de modernidad’» (67)
Una mirada crítica nos sitúa
ciertamente ante un Estado capitalista que busca recomponerse. Y no sólo aquí,
sino en el mundo. La especulación, la crisis financiera, la morbilidad de una
economía sostenida con una moneda falsa como el dólar, el hecho de ser una
suerte de inmensa lavadora de dólares producto de la riqueza petrolera y de un
consumo de bienes y servicios exacerbado, todo ello y más nos convierte en
parte de una situación mundial interesante pero altamente explosiva. Sanear o
equilibrar nuestra economía significa domeñar ahincados intereses privados con una
historia secular de usufructo de la renta nacional. El mote de parásitos no es
un insulto sino metáfora estricta.
Citaré en extenso la
descripción que de esta clase realiza Orlando Araujo en un libro extraordinario
–Venezuela violenta,
Editorial El Perro y La Rana, 2010, pp. 149-150- que la revolución bolivariana
reeditó:
La
burguesía estéril
Aquella burguesía comercial que surge y
convive con el sector latifundista a lo largo del siglo xix, que se eleva en
importancia y se asocia con el capital europeo bajo el régimen autocrático y
civilizador de Guzmán Blanco y que entra en conflicto con el feudalismo
improductivo hacia fines del siglo xix y comienzos del siglo xx, según lo hemos
visto en el capítulo I de este ensayo, va a recibir del sector petrolero un
impulso decisivo y, en menos de dos décadas, se va a transformar de una clase
sujeta a la suerte de las exportaciones de café, cacao y cueros en un poderoso sector
comercial y financiero, el cual va a servir de intermediario entre los grandes exportadores
de manufacturas de los países avanzados y los receptores internos del ingreso
petrolero. A través de ellos se escapan al exterior los residuos que bajo forma
de impuestos y de gastos directos va dejando en el país la explotación de los
hidrocarburos: lo que no se va como ganancia (transferencia directa) de las compañías
hacia sus casas matrices, se va por el desaguadero de un comercio que importa
desde los consumos más imprescindibles (alimentos, medicinas, vestidos) hasta
los más superfluos y lujosos (bebidas, joyas, perfumes, automóviles). El mecanismo
es sencillo como corresponde a una economía colonial: las empresas extranjeras
traen dólares para costear los impuestos y los servicios requeridos por la
extracción del petróleo, el gobierno gasta la renta percibida en servicios y
obras públicas, la minoría perceptora de estos ingresos, a su vez, vuelca su
nuevo poder adquisitivo en todo género de consumos, servidos por un comercio
que de este modo, transfiere riqueza al exterior y acumula capitales en el
sector.
Es un círculo continuo, cerrado,
vicioso. Es el círculo de la riqueza y del poder económico concentrados. Los
ahorros acumulados en este círculo no van a la agricultura, muy al contrario,
los excedentes precarios de esa agricultura, que sigue siendo feudal, convergen
también a ese círculo que los emplea en su propio fortalecimiento y en el
refinamiento de sus consumos lujosos. Una oligarquía de comerciantes y de banqueros
va entonces prosperando y acumulando un poderío económico que se traduce en
poderío político y que se refleja en la vida institucional. No es una clase
creadora de riqueza como históricamente fue la burguesía en las primeras etapas
del capitalismo. Esta clase no inicia el capitalismo en Venezuela, es
sencillamente la proyección colonial de un sistema capitalista foráneo más
avanzado. Su papel es el de un agente de ese capitalismo, su función es
intermediaria y su poder económico es derivado de otro fundamental y mayor. Sus
ingresos no provienen de una combinación arriesgada de factores de producción
sino de una comisión: la comisión del intermediario que compra afuera y vende
adentro. No es, pues, una burguesía productora sino una burguesía estéril. (Pp.
149-150)
Ahora bien, aunque el
chavismo tiene 15 años en el poder (y es otro el poderío político que se refleja en la vida institucional), las
estructuras del estado capitalista no han sido derruidas, verdad concreta que
el propio Chávez observó acerbamente. Y es desde ese mismo estado «que no
termina de morir» que emerge según lo que llevamos dicho, buena parte de la
violencia que irradia e irriga –localizada y focalizadamente, todo hay que
decirlo- a la sociedad venezolana. Son, en otras palabras, los estertores de ese
Estado que se enfrenta a la instrumentación de medidas socialistas, que buscan
someter a criterios racionales una economía que por más de un siglo anduvo
desquiciada, al servicio despótico de minorías selectas.
Además, el Estado
bolivariano tiene una marcada presencia popular y no –como era el caso de los
Estados capitalistas- populista, es
decir, las políticas públicas no sólo están diseñadas para beneficiar a los más
necesitados, sino que buscan responder a las necesidades de salud, vivienda,
educación, cultura y bienestar en general de una población que por muchos años
fue invisibilizada y explotada.
El Estado capitalista
–aunque no pueda tomar hoy las decisiones políticas soberanas que definen al
Estado-Nación y que lo plantan frente a las trasnacionales y de cara al Imperio
que las gobierna- las sigue tomando en su ámbito: el económico (capitalista-especulativo)
–hoy en vías de acotamiento-, pero en especial, en el mediático: controla cerca
del 80% de las emisiones.
Que el Estado bolivariano y
popular favorezca al pueblo justifica lo que Jeffrey Sachs explica en torno a
la «hegemonía étnica». Al economista
norteamericano no le cabe duda de que la tal hegemonía «nórdica» en su
explicación, «ha constituido un factor social importante para favorecer el
éxito del Estado de bienestar. En una fabulosa serie de artículos, Alberto
Alesina y sus colegas han mostrado que el gasto social tiende a ser más elevado
allí donde las divisiones sociales y raciales son menores» (Sachs, 2008:352-353).
Si el Estado bolivariano eleva su «inversión» social en los sectores populares,
se cumple entonces cabalmente la premisa sachsquiana: el éxito del Estado del
bienestar reside en que «los ciudadanos se identifiquen con los beneficiarios
de los programas gubernamentales.»
La cosa se pone interesante
cuando observamos que las divisiones socio-económicas marcan aquí en la
República Bolivariana de Venezuela la separación entre los Estados capitalista
y socialista. Esta división por supuesto, no la puede contemplar Sachs, pues
para él es inconcebible un gobierno anti-capitalista y anti-imperialista, esto
es, un gobierno donde realmente la política –por la que hipócrita y débilmente aboga
él- dirija la economía; y ello aunque en reiteradas oportunidades concluya que
por la vía del Mercado es imposible la solución a los problemas de la pobreza o
el desarrollo.
Más interesante resulta si es
la propia hegemonía del Estado capitalista la que va en declive; lo que explica
que, a mayor racionalización, sensatez, equilibrio y democratización de la
renta pública, mayor la violencia. Sachs sentencia: «Los costes del racismo son
elevados». Por eso recomienda: «es esencial combatir el racismo y la intolerancia».
Aquí nos encontramos.
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