José Javier León
«…a
primera vista, parece como si las mercancías fuesen objetos triviales.
Pero,
analizándolas, vemos que son objetos muy intrincados,
llenos de
sutilezas metafísicas y resabios teológicos»
K. Marx
No tiene importancia y en verdad no viene a cuento, pero no
puedo leer sin un lapicero para rayar de manera permanente y líquida, no con la
rudeza de la piedra grafito sino con la fluidez de la tinta, los libros que leo.
Me ocurre entonces que llegada la hora de leer en la calle, en una cola, en el
transporte público o en una sala de espera, abro el libro e inmediatamente me
palpo los bolsillos buscando esa extensión de la memoria –que adquiere simpáticamente
esa misma liquidez, paradójicamente permanente, todo hay que decirlo- para
comenzar a leer. Si se da el caso de que la búsqueda es infructuosa, cierro el
libro. Ese momento es particularmente terrible: el tiempo por supuesto se hace
más largo e inútil y la mirada se llena de cosas opacas y sin sentido. Miro
alrededor para descubrir que no hay nada que ver. Pero no siempre ocurre así. Si
quiero leer y no puedo hacerlo, el tiempo se atasca; si sólo quiero ver, veo la
diversidad colorida y con ojos de semoviente, miro el tiempo pasar en las cosas
que pasan.
Pero me he acostumbrado a portar un libro y un infaltable
lapicero; o bien, como me ocurrió recientemente -motivo además de este breve
texto- a una señora que estaba delante de mí en una cola y que buscaba y sacaba
diversos objetos de su cartera, le pedí prestado uno, lo buscó en el fondo y
sí, lo tenía y me lo cedió.
Justo en ese momento, cuando extiende su mano y cruzamos entre
rápidas y esquivas las miradas, descubro que con el bolígrafo venía una
sustancia hecha de tiempo, de espera y sencilla angustia, una leve pero
material y por eso casi palpable idea de posibilidad de pérdida, es decir, de
futuro.
En el gesto no había exactamente desprendimiento sino la
extensión tangible de una propiedad sometida a cualquier imprevisto pese a los
hilos que la situación establecía: la propia cola, las pertenencias aún no
canceladas, las mercancías apenas propias porque las tenemos en el carrito pero
sacadas de la circulación muerta de los estantes…
Me pasó el bolígrafo la muchacha y una parte de lo que era
suyo se vino en el gesto, como si no tuviera más remedio que confiar, entregada
a un imponderable sin cielo ni trascendencia, esta terrenalidad de dos
dimensiones, sin profundidad ni sombra, sin noche ni miedo. En el gesto estaba,
recóndita la posibilidad de que yo desapareciera, pero no, eso sería
vulgarmente aparatoso y lo que en verdad selló el pacto fue la costumbre de la
cola, la hermandad sin historia en ese pedazo de tiempo estancado… Que yo, no
obstante, burlo leyendo, es decir, llenándolo de otro tiempo, de otro tempo.
Pero lo importante es que la joven, al darme el bolígrafo,
abrió en el tiempo un intervalo por supuesto imperceptible. Como si nada
hubiera ocurrido, ocurrió, solo que en una dimensión de la nada cotidiana que de
pronto emerge como un iceberg de seda. Un pequeño ovillo hecho (de) nada, pero transparente.
Me entrega el bolígrafo, apenas parpadea, y es como si tropezara y
trastabillara pero sin contundencia, sin un golpe, como un traspiés que tuviera
algo de musgo, de levísimo sobresalto… hablo de trastabilleo sólo para mostrar
que en efecto, el gesto no se deslizó de la nada a la nada, sino que en el
transcurso, en eso que por lo general está lleno de vacío, algo de historia y
atavismo cobra cuerpo, se densifica, se agolpa, y en un momento, lo que dura un
segundo, cobra cuerpo, perfil, espesor.
En el gesto la joven no me prestó un bolígrafo; me hizo
extensivo una parte huera de sí misma trocada en aire, desprendimiento sin
dolor y, aunque no aséptico, sin sangre, como un tajo hecho de acero que
también fuera de arena impalpable, profundamente indoloro, apenas cargado de sutilísima
aprensión.
Pasó el tiempo, acaso un poco más de una hora y cuando llega
su turno de enfrentarse a la cajera, me aproximo y le devuelvo el objeto que ya
había vuelto, dócil, a su condición inocente y muda. Su cara, lo que dura una
ráfaga, fue surcada por la extrañeza. ¡Como si lo hubiera olvidado!
Supe en ese momento y lo sé más ahora cuando escribo, que, si
no le hubiera entregado el bolígrafo tal vez, creo que tal vez, hubiera sentido
–quién sabe cuándo- no exactamente la falta del objeto –total, no tenía un
valor extraordinario y podía ser repuesto sin desequilibrar el Caos- sino el
tiempo evaporado que de pronto se expresa en un cansancio a deshora, en un
bostezo impertinente, en un desdén o mohín de fastidio que no viene al caso, en
una mirada que se desliza sobre una superficie inane que se pierde en la
distancia.
Si no le entrego el bolígrafo y en ese momento como un rapto
no recuerda el préstamo, es decir, si no volvía a ese pasado estéril y no (se)
volvía a juntar el bolígrafo con el vacío, ese tiempo habría simple y
llanamente, muerto.
Por mi parte, en el gesto de devolver el bolígrafo salvé de
la nada absurda esa misma hora, ese trozo de tiempo furtivo y festivo: la
lectura, la escritura.
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