“Time is up”, es la hipócrita disculpa de quien llegó
temprano pero para retirarse sin tiempo extra. Porque cumplir con el reloj no
significa necesariamente estar en la cita
Enrique del Acebo Ibáñez
El tiempo reloj dio paso al tiempo
cronometrado, un tiempo de competencia de alto rendimiento. Llegar a tiempo
supone no distraerse en el camino, sortear los imprevistos, saltar sobre las
posibles tretas del destino. Para poder llegar puntualmente nada debe
detenernos. No alguien o algo, es el propio tiempo quien nos espera, la hora
pre-fijada. El acuerdo (sobre la base de un tiempo establecido) nos subyuga. Se
nos pide avanzar olímpicamente, sin mirar o en todo caso, mirar sin compasión.
Si un asunto del mundo nos reclama atención, perderemos un tiempo valioso.
Luego se elogia la puntualidad en la misma medida en que desaparece el tránsito
anterior, los sin fin de pormenores evadidos para poder cumplir con esa y sólo
esa cita. Pasa a importar exclusivamente la cita y no lo que la precede, tiempo
durante el cual la vida de la persona queda en estado de suspensión, invisible
e inútil. Huelga decir que la literatura se extiende precisamente en estos
lapsos inútiles, lugar predilecto para las digresiones. Justo
aquí lo rizomático de las novelas obtiene su mejor despliegue. El lugar de la
vida, como vemos, se opone al lugar de la muerte, de la cita.
En la cita se activan los
mecanismos de lo impersonal, comienza a huronear el Estado. Sea una cita de
trabajo, sea una cita amorosa, en ese encuentro, que acaece porque la vida ha
sido desplazada, como un barco avanza por la tundra rompiendo con su quilla la
superficie de hielo, sucede la muerte en tanto que suspensión de la vida. Sin
embargo, el Estado comienza a ser subvertido si la cita se convierte en parte
de la vida. Pero para que la cita sea la vida o parte, es preciso que lo
anterior no pueda ser eliminado porque precisamente es esto anterior lo que le
da sustancia a la vida y hace que ésta exista. En efecto, sin el tiempo anterior
la cita no existe. El caso es que si lo único importante es la cita, el tiempo
anterior (y el sujeto) desaparecen. Luego la vida (ya no sería vida) deviene
serie de citas sin profundidad, sin historia, suspendidas en el vacío.
La cita a ciegas, semejante a la cita en algún lugar nocturno con un
desconocido, la cual desencadena una serie de acciones entre previsibles y no,
supone abolición del pasado. Es más, a partir del momento de la cita, del
encuentro, lo mejor que puede ocurrir y es lo único que se desea aunque no se
piense en ello, es que el pasado, cualquier seña o dato de identidad se borre.
Es esta impersonalidad la que promueve y desata un abanico de personalidades,
de roles, de actuaciones o performances, movimientos, palabras y gestos que convierten
a un conocido en un completo desconocido. Aparecen el seudónimo, el “nombre
artístico”, el mote. Pasa con el nombre pero incluye enfermedades, gustos,
pasiones. Estos encuentros terminan tal como comenzaron (si se le puede llamar
comienzo a esa suerte de instante expandido, que aparece y desaparece), en la
nada, en el otro día, con el nombre y el rostro familiar en el espejo.
Pero decía que el Estado comienza a
ser subvertido cuando la cita misma se convierte en parte de la vida, cuando el
sujeto no se desplaza atenazado por el cronómetro sino llevado en andas por la
consistencia de una ruta pese a las olas que lo distraen y lo retardan, vale
decir los pormenores y detalles con los que se va sembrando el camino, y luego,
en la cita, todo ello continúa formando parte, integrando el momento, y la cita
misma se convierte en parte de la vida, un pormenor, un detalle más, sin más
importancia que cualquier otra cosa ocurrida durante el trayecto. En esta
perspectiva, donde nada es más ni menos, y donde algo o todo puede ser de suma
importancia y de altísimo relieve, sin obliterar la importancia de lo sucesivo,
sino en un plano de equidad y simetría, se pueden comenzar a asentar las
nociones de la democracia, opuesta como iremos desarrollando a las estructuras
fijas y establecidas del Estado.
Si todo encuentro deviene cita, ninguna cita es más importante que otra; así la
cita de trabajo no desplaza lo acaecido en el trayecto, no lo borra, y la cita
misma, aunque estuviere prefijada, se alimenta de todo lo anterior, sólo así
podrá continuar en el futuro, toda vez que su existencia es posible por la
continuidad y ella misma es continuidad. Fijar la cita desde aquí es parte de
la misma continuidad y de ella se plena. Si la cita es de trabajo, el trabajo
se colma de vida, deja de ser solución de continuidad y empieza a formar parte
del flujo, de la corriente, del río de la vida. Sucede entonces que los límites
del trabajo, del amor, de los momentos todos de la vida, dejan de existir o
comienzan a borrarse, a tornarse difusos, inapreciables. Ya el límite no puede
ser el tiempo (de 8 a
12 y de 2 a
4 mutatis mutandis el llamado tiempo
de oficina), ni los muros. Tiempo y muros se borran, se difuminan, se
transparentan. Comienza a circular la vida, y el espacio y el tiempo se abren
y, con ellos, las instituciones que existieron precisamente porque dispusieron
(los) límites del tiempo y el espacio.
La cita, en cambio, desde la
perspectiva del Estado es una solución de continuidad e instaura el tiempo
muerto. Una cita bajo estas circunstancias no se prolonga, es más, borra el
futuro.
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