DESNATURALIZAR LO NATURAL NO ES ANTINATURA

Reflexiones sobre el arte, lo popular y el Poder
[Foto: José Zambrano]

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“Hay un tercer poder que es el que definitivamente mueve los demás poderes, que es el poder popular, solo que la mayoría de la gente no lo sabe y es por eso que estamos en un proceso revolucionario porque creo que el gran reto, el gran desafío de un proceso revolucionario, es lograr que la mayoría de la gente entienda que tiene el poder, que el poder popular es el principal poder. Ese es el principal desafío de un proceso revolucionario. En consecuencia, cuando la gente termine de entender que en sus manos está la decisión de la mayoría de las cosas, entre ellas el asunto económico y el asunto político, entonces en ese momento podemos empezar a decir que el proceso revolucionario ha funcionado. Por eso es que yo he escuchado varias veces a diferentes actores del poder político gubernamental, empezando por el Presidente de la República, decir que esta revolución es básicamente cultural y educativa, es decir, los ciudadanos tienen que cada día adquirir mayor noción del poder que tiene cada uno y juntos ejercerlo.”
Luis Guillermo García. Entrevistado por Aporrea.org. Publicado el 27 de junio de 2006
http://www.aporrea.org/medios/n79883.html

Difícilmente podamos hablar de los temas que siguen sin considerar las relaciones de poder. Sin duda, cómo no reconocer estas relaciones en la clásica diferenciación entre bellas artes y cultura popular. Como recaemos en ello, muchas veces sin darnos cuenta, es porque retomo aquí, para empezar, dicha noción. Y no basta decir que es falsa, sino que, antes bien, se amerita de un esfuerzo de desentrañamiento de las operaciones que en ella se registran sin pretender agotar o esclarecer completamente.

Adelantemos con decir que esa clasificación proviene precisamente del Poder, porque es el Poder quien ordena y clasifica y crea la escala de valores, los criterios, con los cuales se mide o se considera que un objeto, una cosa, se sitúa como arte bello o como propio de lo popular. Para hacerlo, opera sobre la base del secuestro de la noción misma de lo bello. En efecto, el Poder conoce lo que es bello y lo que no lo es, o no lo es tanto. Y será bello, aquello que cumpla una serie de cualidades no siempre inherentes a la cosa en sí. En todo caso, estas cualidades han estado sometidas a procesos históricos, y lo que fue bello, en sí mismo, tal vez no lo sea después, aunque se revista por el mismo paso del tiempo y por haber contenido alguna vez las cantidades de lo bello, en un objeto o cosa bello clásico. Podemos decir que El Partenón griego es bello, como es bello un Picasso. Ciertamente, las cualidades han variado pero el Poder reconoce una “línea”, una continuidad, una naturaleza de lo bello, que le permite ordenar y clasificar. Igualmente, reconoce las fuentes de lo que llama arte popular, y su trabajo a lo largo de la historia ha sido absorber en su discursividad los productos del arte popular, trátese de vasijas, jarrones funerarios, armas de pernal, etc., y asimilarlos a su discursividad. El Poder actúa con suma prudencia histórica cuando se trata de asimilar estas producciones, y pocas veces consentirá que un objeto contemporáneo pase o ascienda a la categoría de bellas artes, a menos que entre en un renglón controlable, como sucedió con el arte popular de Bárbaro Rivas o “El Hombre del Anillo”. Ciertamente, aunque hayan entrado y colocado al lado de obras de arte “bellas” el Poder crea una frontera que no escapa a los observadores y contempladores del arte bello, amantes en estos casos de la “fuerza expresiva”, de lo “exótico”, de lo “natural”, valores que de tanto en tanto se ponen de moda, sobre todo en momentos de crisis en el sistema de valores del Poder. Esta dinámica de absorción y asimilación es incesante, y a partir de la definitiva mercantilización del arte ha pasado por momentos de auge excepcionales. Pero no debemos llamarnos a engaño, el Poder conserva su canon secreto, sus claves de lo clásico, de la belleza en sí, y a ella vuelve. En realidad, sus excursiones por el arte bárbaro han sido siempre un paseo al campo, un momento de extravío reparador, un aire fresco. Momentáneo, fugaz. Ya volverá, renovado, a su cuerpo canónico, a su clásica noción de arte.

 Tenemos entonces, en primer lugar, planteado el siguiente problema: el Poder ha secuestrado, nombrado para sí, usufructuado las nociones de arte, belleza y sentido estético.

 Pero eso no es todo el problema. Una vez que tiene el usufructo de la noción de lo bello, la reproduce a través de sus aparatos de producción de símbolos, nociones y conceptos culturales. En efecto, la familia, la escuela, las instituciones, todas, participan de esta concepción de lo bello. De modo que la noción tiene garantizada su expansión en la comunidad humana, su consolidación, su ser, su aceptación. Imposible comulgar con una noción distinta, a menos que nos evadamos de la escuela, la familia, la iglesia, y renunciemos a las instituciones.

 Tener el usufructo de la noción de belleza pasa por la construcción de artes poéticas, estéticas, críticas de arte, etc., es decir, discursos de legitimación construidos por representantes del Poder, formados entre los mejores, en sus propias universidades y academias.

 El Poder se ha guardado también de preparar al público de estos discursos para que acepte tales discursos, y para ello ha diseñado la noción de “experto en la materia” y la sensación de que sólo un experto puede dilucidar los secretos del arte y de lo bello. Esto sucede tanto en el arte como en las demás experiencias de conocimiento, incluso puede estar en desarrollo ahora mismo. (No me salva la falsa modestia de afirmar y jurar que no soy un experto)

 Este proceso de ablandamiento de la criticidad que es necesario para que aceptemos el discurso y su procedencia, y para que aceptemos además como verdad y única verdad su verdad, es complicado, y parte de la construcción de las estructuras mismas del poder. Cómo negar la construcción de la figura de autoridad y su poder. Pues desde allí, desde esas nociones básicas de autoridad se comienza a allanar el terreno para el dicho ablandamiento y la final aceptación del discurso del “experto”. De más está decir que en este “experto” encarnan las virtudes del poderoso según las distintas representaciones que nos hagamos y en las que seguramente coincidiremos en más de un rasgo.

 Diremos con razón que esto es así, que el poder es inherente a la condición humana, que si no fuera Dios fuera el padre o si no, la piedra, el tótem, lo que sea. Pero es aquí donde pienso que, sin resolver el problema, si no aceptando la situación como una fatalidad, renunciamos a reflexionar sobre el Poder, lo cual facilita enormemente que siga extendiendo su poder.

 Y pienso de un modo tremendista que es preciso destruir los cimientos de estas formas de poder. Pienso que es preciso encontrar los puntos, los quiebres, las coyunturas del armazón o esqueleto del poder. Y uno es precisamente la “naturalización” de las estructuras del poder. Esto es, la naturalización que nos lleva a aceptar como natural que el poder es así, que hay una suerte de dios encarnado en cada una de sus representaciones, aun en las más vulgares o pedestres. A la naturalización es preciso responder con “desnaturalización”. El poder y sus representaciones tienen raíces históricas, sociales, muy concretas, muy específicas, que es preciso desmontar, una a una, aunque nos lleve la vida. Hay que acumular destrucciones para ver si llegamos al efecto dominó y nos ahorramos algunas demoliciones.

 Lo cierto es que no hay nada natural en las representaciones del poder. Pero, cuantas veces no hemos pensado y dicho que el comercio, por ejemplo, comprar y vender, es una actividad “natural”, inherente a la condición humana. Con mucha dificultad podemos aceptar que el comercio no es natural, y nos parece imposible pensar una sociedad donde el comercio no exista al menos básicamente como lo concebimos hoy, que según nos dijeron los libros de historia escritos por el poder, existe más o menos así desde los fenicios. De hecho, la historia se escribe sobre dos procesos considerados integrales, la guerra y el comercio, siendo el comercio una forma de guerra a veces, sólo a veces, no cruenta. Quien no suele afirmar que en los negocios, la guerra, o el amor, todo se vale.

 El ejemplo del comercio es muy valioso para darnos cuenta de la manera como hemos aceptado la naturalización de procesos no providenciales sino históricos, sociales, en fin, humanos. Y cómo nos cuesta pensar en una sociedad distinta donde el comercio sencillamente no exista. Claro, para ello es preciso modificar radicalmente, la noción de trabajo. ¿Alguien duda de la naturalidad del trabajo? Trabajar, ha dicho el poder, dignifica, le da sentido, hace al hombre y a la mujer. Trabajarás y ganarás el pan con el sudor de tu frente, apunta el dedo de Dios. Ergo, es natural trabajar. Sin embargo, sería sumamente saludable en aras de reinventar otro mundo, que el trabajo, tal como lo conocemos, al menos, dejara de ser considerado natural. No es natural, hay que decirlo, trabajar en una empresa, en una industria, para otros. El trabajo que conocemos es impersonal, no promueve a la persona sino al homo economicus. ¿Quién, cuando termina una jornada de trabajo, no se siente libre? Mientras estuvo en el trabajo, aunque lo haya disfrutado, no fue él exactamente, fue otra cosa. El trabajo sencillamente despersonaliza. A menos, se dice, que trabajemos en lo que nos gusta, y habrá quien diga que le gusta vender, soldar, arar y sembrar la tierra. No lo niego, pero deben ser muy pocos los que no acepten dejar de trabajar a cambio de un ocio respaldado por una buena cuenta bancaria. Hay que aceptarlo, trabajar no es natural, es un proceso sometido a dinámicas sociales, históricas, culturales; despersonaliza…


A menos que “personalice”. Pero, el trabajo personal no abunda, no hay muchos dispuestos a pagar lo que soy (la expresión de mi ser.) Una forma de ganar dinero por ser lo que se es, es precisamente el arte. De ahí el alto valor de la originalidad y lo novedoso. El artista más cotizado es el más “personal”, el que tiene un estilo propio. De más está decir que esa es la forma de originalidad que le encanta al Poder. Es controlable, localizable, y también ha dispuesto de mecanismos que promueven “originalidades”, a través de la apuntalación, a través de sus aparatos de producción simbólica, de tendencias y gustos. Hasta que el artista que más se cotiza es aquel que mejor reproduce la tendencia del mercado. Los ejemplos abundan.

 Inmediatamente que la agudeza de la originalidad ha sido mellada a punta de (pro)mover el gusto colectivo con la estrategia de construir tendencias, la fuerza de la originalidad, su irrupción, su contra-poder, es desmantelado.

 La originalidad tiene sentido si se logra insertar en la dinámica del mercado. Lo demasiado nuevo no vende, por eso, es preciso que lo nuevo sea sometido al baño lustral de los medios, que hablarán de él como de algo nuevo. Sólo que, entre nos, si los medios hablan de él, es porque ya no es nuevo, en todo caso, consienten considerarlo porque es inofensivo. Sólo lo inofensivo es atractivo para el mercado. Inofensivo, claro está, para las estructuras del poder. Y lo nuevo por naturaleza es ofensivo, ruptor, peligroso para el poder. Hasta que no conoce, hasta que no logra superficializarlo, traducirlo a sus claves de reproducción en masa de símbolos y relaciones, no saca al mercado aquello nuevo, entonces ya envejecido, inofensivo.

Estrategia: eludir la trampa de los medios, es decir, la trampa del mercado.

 Se dirá que hoy, ¿cómo es posible eludir el panóptico de los medios? Y podemos responder que desafiando la naturalización de la realidad mediática y virtual, y el tsunami de la llamada sociedad de la información y la comunicación. Con suma naturalidad se afirma que vivimos en la sociedad de la información y en la globalización de la información. Dudarlo nos conduciría a la mirada recelosa de los conocidos que comenzarán a pensar que algo se nos aflojó en la cabeza. A lo que respondo, que debemos desafiar esta naturalización que despersonaliza y pone a la información y la comunicación por encima de las relaciones humanas básicas, convirtiendo en un absurdo hasta el mismo acto de conversar o hacer silencio. Los medios promueven el aislamiento, no la comunicación. Me puedo comunicar con alguien en Jamaica o Nueva York, pero con el simple y llano vecino no tengo ninguna relación salvo la impersonal de las molestias del condominio, vertical u horizontal, hoy en pleno auge.

 Los medios naturalizan la soledad y el aislamiento, naturalizan el individuo solo y aislado, capaz de resolver sin nadie sus problemas. Además sonríe y se relaja a solas. ¿No han visto la sonrisa de satisfacción del que se ha quedado solo y se reclina con las manos en la cabeza en una poltrona o se hunde lentamente en el agua seguramente caliente de una bañera? Escapar de la soledad es escapar de la compañía de los medios. Donde hay dos conversando no hay televisión que valga. Tener televisor en la casa, y en los cuartos, y en todas partes, ¿no se considera acaso natural? Sin hablar de la lectura del periódico, del celular, del auto, del computador. Incluso, la necesidad de tales objetos y las prácticas que desencadenan son consideradas naturales.

 Podemos abundar, pero es preciso llegar a las siguientes consideraciones. Para construir el poder popular es preciso desnaturalizar el poder. En otras palabras, destruir las nociones de poder conocidas, fundadas todas sobre la base de la despersonalización, y la individuación. Lo colectivo, la compañía, la pareja, incluso, desafían la naturalización de la despersonalización. Somos personas cuando nos juntamos, cuando somos en grupo. Trabajar juntos en la misma fábrica no nos junta. Se juntan las personalidades en su diversidad, haciendo a la vez, juntos, diversas cosas. Somos cuando somos diferentes y hacemos distintas cosas. Una actividad humana es exitosa cuando todos hacen diversas cosas en conjunto y cuando el consenso es la pluralidad y el encuentro de lo distinto. Somos en el conflicto.

 El poder que hasta ahora hemos conocido ha levantado falso testimonio contra el conflicto y aboga por un consenso que, según él, anticipa la paz. El poder ha naturalizado el consenso. Propongo ir contra el consenso y, por ende, abogo por el disenso, por la controversia. El poder ha naturalizado el “acuerdo” democrático. Pienso que hay democracia sólo si diferimos, sin contradecimos, si nuestra voz, si nuestro rostro, si nuestra palabra asoma en la diversidad. La democracia cuando vota niega la democracia, sin embargo se ha naturalizado el voto y el discurso de la mayoría. Esta tergiversación de la democracia es muy cara al poder que conocemos, y naturalmente llama democracia –para su beneficio- a una forma del poder que en sus peores momentos colinda con el fascismo.

 El poder teme a la diversidad porque esta es sencillamente incontrolable, porque no puede individualizar ni despersonalizar. La diversidad es la pluralidad. Nada puede el poder contra la diversidad porque no puede dictar, u ordenar. Por ello, ante la diversidad, y porque le teme, habla de desorden. Tenemos que decir, hoy, en tiempos de revolución, que el poder popular, en oposición al Poder de las élites, es profundamente desordenado.

 El poder popular desafía, por este camino, todo protocolo, vale decir, no toda forma de poder sino más, precisamente su formalidad. El poder popular desafía, pues, las formalidades del poder.

 El Poder nada puede contra lo informal. Por eso le importa tanto la apariencia, la superficie, lo visible, ámbitos donde el poder uniforma. El uniforme escolar que se remonta hasta la uniformidad de las ideas, es una muestra de la uniformalidad que crea el poder. Poder y uniforme van de la mano. No es necesario repetir que el uniforme es, en los atuendos, el signo de la despersonalización, ni necesario advertir que la moda es la uniformalización de las tendencias y los gustos que dicta el antojadizo mercado. No obstante, se repite con naturalidad que la moda es la expresión de lo nuevo, de lo novedoso. Es lo que dice el Poder, pero es, si la miramos de cerca, falso. La moda es la uniformalización del gusto, y para poder ser exitosa, la moda debe prender en el gusto de todos, en todo caso, hacerse “popular”, masiva.

 Esta idea de lo masivo como popular es la naturalización de la masa, esto es, la aceptación sin protesta de la uniformalidad de una población, que por ello ha perdido toda personalidad, todo rasgo distintivo. Se dirá que todos juntos hacemos masa, mas he aquí la naturalización de lo impersonal. Somos juntos siempre y cuando somos personas, cuando somos grupos que no se borran en lo uniforme sino que nos reconocemos distintos en la diversidad. Al poder de las élites le agrada la masa, el poder popular necesita personas.

 Lo que está en crisis y termina de poner en crisis el poder popular, son las formas de construcción y representación del poder. El poder popular desmantela la democracia construida a partir de la despersonalización, esto es, la construcción mediática de los gustos y modas electorales. ¿No explica esto la acción contemporánea de los medios de comunicación, que actúan simple y llanamente como partidos políticos y no sólo como sus aliados naturales?

 El poder popular desafía, como se ve, el poder de los medios. Lo niega cuando afirma su pluralidad, su diversidad, pluralidad que no consiente una pantalla que necesita para extender su poder, la uniformalidad, la despersonalización, la masa, o bien, el individuo aislado, solo, triunfante.

 Los medios del poder popular personalizan, muestran todas las voces, todos los rostros, esto es, los rostros y las palabras de todos, en su diversidad, en todo caso, diciendo al unísono de una y mil maneras, aquí estamos todos, distintos pero juntos, luchando por lo mismo, al mismo tiempo, pero de modo distinto.

 El poder popular lucha por la libertad, pero la libertad es la pluralidad, la diversidad, lo distinto, la diferencia, el conflicto. No hay libertad en la masa ni en la moda, ni en el consenso mayoritario construido mediáticamente, que los medios aplauden. Al poder popular le huelen muy mal los medios y su discurso único y uniformador, su “matriz de opinión”. Se ha hecho natural aceptar como natural la mal llamada opinión pública, eso que todo el mundo repite siguiendo el dictado de los medios y su sistema de valores y su moral. El poder popular se construye a partir de la desnaturalización que introduce en la democracia verdadera la opinión privada, el parecer particular, la opinión desprendida de toda matriz de opinión. A partir de toda opinión que se reconoce una en la variedad y la diversidad y que no busca imponerse a la fuerza, borrando para su beneficio la diferencia.

 Es cuando hablamos de diferencia, cuando el discurso artístico (desde el Poder de las élites) aparece para controlar precisamente la diferencia. Aparecen las escuelas, la aceptación de la crítica, la construcción del canon. Aparecen las clasificaciones, como aparece aquella por la cual comenzamos: la diferencia entre arte popular y bellas artes.

 El poder popular se construye a partir de la diferencia y el conflicto, por ende, es profundamente artístico. Y como rechaza toda uniformalidad, no consiente la masificación, el discurso único. Pero reconoce igualmente la acción de los medios cuando convierte la diferencia en individualización a-política. El artista solo con su conciencia, pero aislado, vigilante de lo que pasa pero bien lejos y arriba en su torre de marfil. Conciencia lúcida pero sin posibilidad de acompañar a nadie en ninguna lucha. Conciencia crítica que recibe el eco de su voz encerrada en sí misma, vale decir en la caja de resonancia sustancialmente hueca de los medios, la prensa, los libros, su propia conciencia. Soliloquio que se apaga sin prender. Monólogo. El poder se felicita cuando el poeta y el poema se vuelven herméticos, cuando a nadie dicen nada sobre la falacia de la “inmensa minoría”.

 El poema es el signo de la mayor diferencia, pero esta queda abolida cuando es absorbida en la individualización que construye el poder, en la radical diferencia de la individualidad extraña, exótica, prácticamente inhumana. De ahí la imagen del poeta o el artista en general, como alguien alado, sagrado, intocable, intangible. De ahí su poesía igualmente alada, sagrada, intocable, intangible.

 La diferencia del poema se conserva y gana en rebelión y se vuelve contra el poder de las élites, cuando es leída (hecha) desde la diferencia. Pero la escuela, que nos enseña a leer, no nos enseña a leer poesía. Leer poesía es aprender a leer lo distinto, lo informe, lo desordenado.

 Salir de la lectura y la construcción aristotélica de principio, desarrollo y final. Romper la linealidad del tiempo, construir en colectivo el tiempo. Reacomodar el espacio según experiencia disímiles, diferentes de tiempo. Construir la libertad es reorganizar en colectivo, personalmente, juntos, sin presiones ni coacciones de terceros abstractos, el tiempo y el espacio.

 El mejor poema del poder popular es la revolución. El mejor poeta, el pueblo. Ya lo dijo Lautremont: “la poesía debe ser hecha por todos.”

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